5

El pasillo situado fuera de la habitación de Andy era ancho y tenía suelo de baldosas. La iluminación era difusa e indirecta. No lejos de allí había un centro de comunicación o de computación: pasaban individuos con tarjetas perforadas, con rollos de información mecanografiada, y se oía el rumor de la maquinaria ligera.

Un hombre joven, enfundado en una americana deportiva confeccionada en serie —el prototipo del agente gubernamental— holgazaneaba junto a la puerta del apartamento de Andy. Tenía un bulto bajo el brazo. El agente formaba parte de la operación típica, y cuando Andy y Pynchot salieran a caminar, echaría a andar detrás de ellos, vigilante pero a una distancia que no le permitiría oírlos. Andy no creía que implicara algún peligro.

En ese momento el agente comenzó a seguirlos mientras él y Pynchot se encaminaban hacia el ascensor. El corazón de Andy palpitaba con tanta fuerza que le pareció que le hacía vibrar toda la caja torácica. Disimuladamente, lo observaba todo con atención. Había quizás una docena de puertas desprovistas de placas de identificación. Otras veces en que había pasado por ese pasillo había visto algunas abiertas —una biblioteca pequeña, especializada; una oficina de fotocopias— pero no tenía la menor idea acerca de lo que ocultaban las otras. Era posible que Charlie estuviera en ese mismo momento detrás de una de ellas… o en alguna zona totalmente distinta de ese reducto.

Entraron en el ascensor, donde habría cabido una camilla de hospital. Pynchot extrajo sus llaves, hizo girar una en la cerradura embutida, y pulsó uno de los botones no identificados. Las puertas se cerraron y el ascensor subió silenciosamente. El agente de la Tienda estaba apostado en el fondo de la cabina. Andy tenía las manos metidas en los bolsillos de sus vaqueros Lee, con una vaga sonrisa insulsa en el rostro.

La puerta del ascensor se abrió ante lo que antaño había sido un salón de baile. El suelo era de roble lustrado. En el otro extremo del vasto recinto, una escalera de caracol se enroscaba dos veces sobre sí misma, airosamente, en su trayecto hacia el piso superior. A la izquierda, una puerta vidriera comunicaba con una terraza soleada y con el jardín de piedra contiguo. Desde la derecha, donde estaban entreabiertas unas macizas puertas de roble, llegaba el repiqueteo de las máquinas de escribir que despachaban las montañas de papeleo cotidiano.

Y de todas partes provenía el aroma de flores frescas.

Pynchot encabezó la marcha a través del salón de baile soleado, y Andy hizo como siempre un comentario acerca del suelo de madera, como si lo viera por primera vez. Atravesaron la puerta vidriera seguidos por la sombra que les había adjudicado la Tienda. La atmósfera estaba muy calurosa y húmeda. Las abejas zumbaban perezosamente, por el aire. Más allá del jardín de piedra se veían hortensias, forsitias y arbustos de rododendros. Se oía el ruido de las cortadoras de césped motorizadas que hacían sus eternos recorridos. Andy volvió la cara hacia el sol con una gratitud que no era fingida.

—¿Cómo se siente, Andy? —preguntó Pynchot.

—Bien. Bien.

—Ya sabe, hace casi medio año que está aquí —comentó Pynchot, con ese tono de ligera sorpresa propio del es-increíble-cómo-vuela-el-tiempo-cuando-lo-pasas-bien. Giraron hacia la derecha, por uno de los senderos de grava. El perfume de las madreselvas y del aromático sasafrás impregnaba el aire quieto. Del otro lado del estanque, cerca de la segunda mansión, dos caballos trotaban abúlicamente.

—Tanto tiempo… —murmuró Andy.

—Sí, es mucho tiempo —asintió Pynchot, sonriendo—. Y hemos decidido que su poder ha… declinado, Andy. En verdad, usted sabe que no hemos obtenido ningún resultado apreciable.

—Bueno, no han parado de administrarme sedantes —protestó Andy—. No pueden pretender que rinda mucho si estoy drogado.

Pynchot carraspeó pero no argumentó que Andy había estado totalmente despejado en las tres primeras series de pruebas y que todas ellas habían sido infructuosas.

—Quiero decir que he hecho todo lo posible, doctor Pynchot. Lo he intentado.

—Sí, sí. Por supuesto. Y pensamos, mejor dicho, yo pienso, que merece un descanso. La Tienda tiene un pequeño campamento en Maui, en las islas Hawai, Andy. Y yo redactaré muy pronto un informe sobre lo ocurrido en estos seis meses. ¿Le gustaría —la sonrisa de Pynchot se ensanchó hasta convertirse en la mueca de un animador de programas de juego y habló con el tono propio de alguien que le ofrece a una criatura un obsequio increíble—, le gustaría que recomendase enviarlo allí para el futuro inmediato?

El futuro inmediato podría abarcar dos años, pensó Andy. Tal vez cinco. Querrían vigilarlo por si reaparecía su poder de dominación mental, y quizás sería la baza que retendrían para el caso de que se presentara una dificultad imprevista en la relación con Charlie. Pero no dudaba que al final moriría víctima de un accidente o de una sobredosis o de un «suicidio». En la jerga de Orwell, se convertiría en una no persona.

—¿Seguirían suministrándome mi medicación? —preguntó Andy.

—Oh, por supuesto.

—Hawai… —murmuró Andy con tono soñador. Después miró a Pynchot con lo que esperaba que pareciera una expresión de astucia un tanto estúpida—. Probablemente el doctor Hockstetter no me dejará partir. El doctor Hockstetter no me estima. Me doy cuenta de ello.

—Oh, claro que lo estima —afirmó Pynchot—. Claro que lo estima, Andy. Y de todos modos, usted es mi paciente, no el del doctor Hockstetter. Le aseguro que hará lo que yo aconseje.

—Pero usted aún no ha escrito su informe —argumentó Andy.

—No, quería hablar antes con usted. Pero la aprobación de Hockstetter no es más que una formalidad, de veras.

—Sería prudente realizar otra serie de pruebas —dijo Andy, y empujó ligeramente a Pynchot—. Para mayor seguridad.

De pronto los ojos de Pynchot se embotaron de una manera extraña. Su sonrisa fluctuó, con un aire perplejo, y después se borró por completo. Ahora era Pynchot el que parecía drogado, y esto le produjo a Andy una cruel satisfacción. Las abejas bordoneaban entre las flores. El olor de la hierba recién cortada, denso y pegajoso, flotaba en el aire.

—Cuando redacte su informe, sugiera que se lleven a cabo otra serie de pruebas —repitió Andy.

Los ojos de Pynchot se despejaron. Su sonrisa reapareció, radiante.

—Naturalmente, el proyecto de Hawai quedará entre nosotros, por el momento —manifestó—. Cuando redacte mi informe, sugeriré otra serie de pruebas. Creo que sería prudente. Para mayor seguridad, ya sabe.

—¿Pero es posible que después vaya a Hawai?

—Sí —contestó Pynchot—. Después de eso.

—¿Y la otra serie de pruebas durará más o menos tres meses?

—Sí, aproximadamente tres meses. —Pynchot sonrió jubilosamente como sí Andy fuera un alumno sobresaliente.

Ahora se acercaban al estanque. Los patos nadaban plácidamente por el espejo de su superficie. Los dos hombres se detuvieron en la orilla. Detrás de ellos, el hombre joven de la americana deportiva miraba a un hombre y una mujer de mediana edad que caminaban juntos por la otra margen del estanque. Lo único que alteró sus imágenes reflejadas fue el lento y uniforme desplazamiento de uno de los patos blancos. Andy pensó que la pareja se parecía tétricamente a un anuncio de seguros por correspondencia, o sea, uno de esos anuncios que siempre se desprendían de la edición dominical del periódico y caían sobre tus rodillas… o en tu café.

Sentía una débil pulsación de dolor en la cabeza. Nada serio. Pero el nerviosismo casi le había hecho empujar a Pynchot con mucha más fuerza de la necesaria, y el joven que los seguía podría haberlo notado. No parecía estar observándolos, pero Andy no se dejaba engañar.

—Hábleme un poco de los caminos y la campiña que rodean esta finca— le dijo parsimoniosamente a Pynchot, y volvió a aplicarle un ligero empujón. De varios fragmentos de conversación había concluido que no estaban demasiado lejos de Washington, D.C., aunque tampoco estaban tan cerca como la base de operaciones de la CÍA, situada en Langley. No sabía nada más.

—Este es un lugar muy hermoso —comentó Pynchot con tono soñador—, desde que rellenaron los agujeros.

—Sí, es muy hermoso —asintió Andy, y se calló. A veces el empujón activaba en la persona empujada una memoria evocativa casi hipnótica, generalmente a través de una asociación oscura, y no era aconsejable interrumpir el proceso. Eso podía producir un eco, y el eco podía convertirse en un rebote, y el rebote podía desembocar en… bueno, prácticamente en cualquier cosa. Le había sucedido a uno de sus ejecutivos tímidos y Andy se había dado un susto que le había helado la sangre en las venas. Todo se había solucionado, pero si el amigo Pynchot tenía una crisis repentina de histeria, no se solucionaría nada.

—A mi esposa le encanta —añadió Pynchot con el mismo tono soñador.

—¿A qué se refiere? —inquirió Andy—. ¿Qué es lo que le encanta?

—La nueva trituradora de residuos. Es muy…

Dejó la frase inconclusa.

—Muy bonita —sugirió Andy. El tipo de la americana deportiva se había acercado un poco más y Andy sintió que le brotaba sobre el labio superior una fina película de sudor.

—Muy bonita —asintió Pynchot, y miró distraídamente hacia el estanque.

El agente de la Tienda se acercó aún más, y Andy pensó que tal vez debería arriesgarse a aplicar otro empujón… muy suave. Pynchot estaba plantado junto a él como un televisor con una válvula quemada.

Su seguidor levantó un pequeño trozo de madera y lo arrojó al agua. Cayó con un débil impacto y generó una sucesión de ondas rielantes. Pynchot parpadeó.

—La comarca circundante es muy hermosa —sentenció Pynchot—. Muy ondulada, sabe. Apropiada para la equitación. Mi esposa y yo salimos a cabalgar una vez por semana, cuando podemos. Supongo que Dawn es el pueblo más próximo en dirección al Oeste… al Sudoeste, en realidad. Muy pequeño. Dawn está sobre la Carretera Tres-Cero-Uno. Gether es el pueblo más próximo en dirección al Este.

—¿Gether se levanta sobre una carretera importante?

—No. Sólo sobre una comarcal.

—¿A dónde lleva la Carretera Tres-Cero-Uno? Además de pasar por Dawn.

—Bueno, si va hacia el Norte terminará en Washington, en el distrito de Columbia. Si va hacia el Sur, llegará casi a Richmond.

Ahora Andy quería preguntarle por Charlie; había planeado preguntarle por Charlie, pero la reacción de Pynchot lo había alarmado un poco. Su asociación de esposa, agujeros, bonito y —¡qué extraño!— trituradora de residuos, había sido peculiar y un poco inquietante. Quizá Pynchot, aunque accesible, no era un buen sujeto. Quizás tenía una personalidad alterada, fuertemente ceñida por un molde de aparente normalidad, mientras sólo Dios sabía qué fuerzas se hallaban en equilibrio inestable debajo de la superficie. Los empujones aplicados a personas que sufrían perturbaciones mentales podían producir toda clase de resultados imprevistos. Si no hubiera sido por la presencia de su seguidor tal vez lo habría intentado igualmente (después de todo lo que le había sucedido a él, tenía pocos escrúpulos en manipular la psiquis de Hermán Pynchot), pero en esas condiciones no se atrevía a hacerlo. Quizás un psiquiatra con empuje podría convertirse en una bendición para la humanidad, pero Andy McGee no era un brujo de ese tipo.

A lo mejor era ridículo extraer tantas conclusiones de una sola reacción de memoria evocativa. Antes las había activado en muchos individuos y muy pocos de ellos habían comenzado a desvariar. Pero no confiaba en Pynchot. Pynchot sonreía demasiado.

Repentinamente una voz fría y asesina habló desde muy adentro de él, desde un recoveco de su inconsciente: Di le que se vaya a casa y se suicide. Después empújalo con fuerza. Empújalo con fuerza.

Alejó la idea, horrorizado y con un poco de náusea.

—Bueno —dijo Pynchot, girando la cabeza, sin dejar de sonreír—. ¿Qué le parece si volvemos?

—Claro —respondió Andy.

Y así empezó. Pero aún no sabía nada acerca de Charlie.