Hockstetter estaba furioso.
—¿Qué diablos significa este juego? —le gritó a Rainbird. Estaban en el despacho de Cap. Se atrevía a gritar, pensó Rainbird, porque Cap estaba allí para desempeñar el papel de árbitro. Después echó una segunda mirada a los exasperados ojos azules del científico, a sus mejillas congestionadas, a sus nudillos blancos, y admitió que probablemente se había equivocado. Se había atrevido a franquear las puertas y a entrar en el jardín secreto de los privilegios de Hockstetter. El zarandeo que le había administrado Rainbird al concluir el apagón había sido otra cosa: Hockstetter había cometido un traspié peligroso y lo sabía. Esto era totalmente distinto, pensó.
Rainbird se limitó a mirarlo fijamente.
—¡Ha montado cuidadosamente la operación en torno de una imposibilidad! ¡Sabe muy bien que la chica no va a ver a su padre! «Si ellos obtienen algo, exige algo a cambio.» —Hockstetter lo parodió ferozmente—. ¡Grandísimo idiota!
Rainbird siguió mirándolo fijamente.
—No vuelva a llamarme idiota —manifestó, con voz impecablemente neutra. Hockstetter se replegó, pero sólo un poco.
—Por favor, caballeros —intervino Cap cansadamente—. Por favor.
Sobre su escritorio había un magnetófono. Acababan de escuchar la conversación que Rainbird había tenido con Charlie aquella mañana.
—Al parecer el doctor Hockstetter ha omitido considerar el hecho de que finalmente él y su equipo van a conseguir algo —añadió Rainbird—. Lo cual aumentará su volumen de conocimientos prácticos en un cien por ciento, si mis nociones de matemáticas no me engañan.
—Como consecuencia de un accidente totalmente imprevisto —comentó Hockstetter con tono hosco.
—Un accidente que ustedes no organizaron premeditadamente porque son demasiado lelos —replicó Rainbird—. Tal vez estaban demasiado atareados jugando con sus ratas.
—¡Basta ya, caballeros! —exclamó Cap—. No estamos aquí para recriminarnos unos a otros. Esa no es la finalidad de esta entrevista. —Miró a Hockstetter—. Usted va a colaborar —dictamino—. Debo confesar que me llama la atención su ingratitud.
Hockstetter farfulló algo. Cap miró a Rainbird.
—De todas maneras, creo que al final exageraste tu papel de defensor de pobres y desamparados.
—¿Usted cree? Entonces todavía no han entendido. —Miró alternativamente a Cap y a Hockstetter—. Creo que los dos han exhibido una miopía casi anonadante. Tienen a su disposición a dos psiquiatras de niños, y si ambos son un modelo fiel de las virtudes de esa especialidad, sospecho que en el mundo hay muchas criaturas perturbadas que lo van a pasar muy mal.
—Es fácil decirlo —protestó Hockstetter—. Esta…
—Sencillamente no se dan cuenta de lo espabilada que es —lo interrumpió Rainbird—. No entienden su… su aptitud para captar las causas y los efectos de las cosas. Trabajar con ella es como abrirse paso por un campo minado. Le propuse la idea del toma y daca porque se le habría ocurrido a ella misma. Cuando se me ocurrió a mí antes que a ella, reforcé la confianza que le inspiro… en verdad, conseguí que una desventaja se convirtiera en ventaja.
Hockstetter abrió la boca. Cap levantó la mano y después se volvió hacia Rainbird. Le habló con un tono suave, apaciguador, que no empleaba con nadie más… pero, desde luego, nadie se parecía a John Rainbird.
—Igualmente, creo que has limitado la magnitud de los experimentos que podrán realizar Hockstetter y su equipo. Antes o después la chica comprenderá que no vamos a complacer su última petición, o sea, que no le permitiremos ver a su padre. Todos estamos de acuerdo en que si accediéramos, podríamos vernos definitivamente privados de sus servicios.
—Correcto —sentenció Hockstetter.
—Y si es tan espabilada como dices —prosiguió Cap»—, posiblemente formulará esta petición más temprano y no más tarde.
—La formulará —asintió Rainbird—. Y ése será el fin. Para empezar, apenas lo vea comprenderá que le he mentido siempre acerca de su estado. Lo cual la llevará a la conclusión de que durante todo este tiempo he sido un testaferro de ustedes. Así pues, sólo se trata de saber hasta cuándo podrán explotarla.
Rainbird se inclinó hacia adelante.
—Dos acotaciones. En primer lugar, ambos tendrán que acostumbrarse a la idea de que no podrán utilizarla ad infinitum para provocar incendios. Es un ser humano, una chiquilla que desea ver a su padre. No es una rata de laboratorio.
—Ya hemos… —empezó a replicar Hockstetter impacientemente.
—No, no lo han hecho. Esto se remonta al principio mismo del sistema de recompensas en la experimentación. A la estaca y a la zanahoria. Charlie cree que al prender fuego les muestra la zanahoria que finalmente los conducirá a ustedes, y a ella, hasta su padre. Pero nosotros sabemos que no es así. En realidad, su padre es la zanahoria y nosotros la llevamos a ella agarrándola de la nariz. Una mula roturará un campo de veinte hectáreas marchando en pos de la zanahoria que se balancea delante de sus ojos, porque es estúpida. Pero esta criatura no lo es.
Miró a Cap y a Hockstetter.
—No me canso de repetirlo. Es como clavar un clavo en un roble, un roble de primer corte. Es difícil hincarlo, ya lo saben, pero parecen olvidarlo. Más tarde o más temprano se espabilará y los mandará a la mierda. Porque no es una mula. Ni una rata blanca de laboratorio.
Y tú quieres que desista, pensó Cap con un odio incandescente. Quieres que desista para poder matarla.
—Así que empiecen por ese elemento básico —continuó Rainbird—. Ése es el punto de partida. Después busquen la forma de prolongar su cooperación lo más posible. Más tarde, cuando todo haya terminado, redacten su informe. Si consiguen reunir suficientes datos, los recompensarán con una asignación suculenta. Ustedes se habrán conseguido la zanahoria. Después podrán empezar a administrarle su mejunje a otro atajo de pobres infelices ignorantes.
—Nos está insultando —siseó Hockstetter con voz trémula.
—Peor es el caso de los estúpidos desahuciados —respondió Rainbird.
—¿Cómo propone que prolonguemos su cooperación?
—Para sacarle algunas concesiones bastará que le otorguen pequeños privilegios —explicó Rainbird—. Un paseo por el prado. O… a todas las criaturas les encantan los caballos. Apuesto que si un mozo de establo la pasea por los caminos de equitación en uno de los jamelgos de las cuadras, ella accederá a encender media docena de fogatas. Y esto bastará para que una docena de burócratas como Hockstetter cuenten con el presupuesto necesario para bailar durante cinco años sobre una cabeza de alfiler.
Hockstetter apartó su silla de la mesa.
—No tengo por qué seguir soportando esto.
—Siéntese y cállese —ordenó Cap.
Las facciones de Hockstetter se congestionaron. Se hubiera dicho que iba a rebelarse. Después palidecieron tan rápidamente como se habían congestionado y pareció a punto de llorar. Por fin volvió a sentarse.
—Déjela ir de compras a la ciudad —prosiguió Rainbird—. Organícele quizás un viaje a Seven Flags, en Georgia, para que monte en la montaña rusa. Tal vez incluso podría ir con su buen amigo John el ordenanza.
—Piensas en serio que eso bastará… —empezó a argüir Cap.
—No, no lo pienso. No por mucho tiempo. Antes o después insistirá en el tema de su padre. Pero es un ser humano. También quiere disfrutar de su propia vida. Hará muchas de las cosas que ustedes quieren que haga, y se justificará ante sí misma diciéndose que les está dejando echar una ojeada antes de arrebatarles el dinero. Pero acabará por insistir en el tema de su padre, sí. Ésta no es una chica mercenaria. Es muy tenaz.
—Y ahí termina la fiesta —murmuró Cap pensativamente—. Todos afuera. Concluye el experimento. Esta fase, por lo menos. —En muchos sentidos, la perspectiva de un pronto desenlace le aliviaba tremendamente.
—Ahí precisamente no —dijo Rainbird, con su sonrisa desprovista de humor—. Tenemos otra baza en la manga. Una zanahoria muy grande, para cuando se agoten las pequeñas. No se trata de su padre, que es el premio gordo, sino de algo que seguirá estimulándola durante un poco más de tiempo.
—¿Y qué será eso? —preguntó Hockstetter.
—Descúbralo usted —contestó Rainbird, sin dejar de sonreír, y no agregó nada más. Tal vez Cap lo descubriría, a pesar de que durante el último medio año, más o menos, había decaído mucho. A media máquina él era más listo que todos sus subordinados (y que todos los pretendientes a su trono) a plena potencia. En cuanto a Hockstetter, no lo desentrañaría nunca. Hockstetter se había elevado varias categorías por encima de su nivel de incompetencia, hazaña que era más viable en la burocracia oficial que en cualquier otra. A Hockstetter le resultaría difícil guiarse por el olfato hasta un bocadillo de mierda y requesón.
Aunque a él poco le importaba que alguno de ellos descubriera o no cuál era el premio final (el Premio Gordo, se podría decir) de aquella pequeña competición. Los resultados serían igualmente los mismos. Lo colocarían cómodamente en el puesto de mando, de una manera u otra. Podría haberles preguntado: ¿Quién creen que es su padre ahora que su padre no está con ella?
Que ellos lo descubrieran. Si podían.
John Rainbird siguió sonriendo.