Así como su padre nunca pudo recordar el sueño que había tenido en ese mismo momento, Charlie McGee tampoco pudo recordar nunca los detalles de su larga conversación con John Rainbird, sino sólo los puntos sobresalientes. Jamás supo con mucha certeza cómo se decidió a contarle de qué manera había llegado allí, y a hablarle de la desesperación con que añoraba a su padre y del terror que experimentaba al pensar que quizás encontrarían la forma de engatusarla para que volviera a utilizar su poder piroquinético.
En parte se debió al apagón, por supuesto, y a la certeza de que ellos no la escuchaban. En parte fue obra del mismo John, que había sufrido tanto y que le tenía un pavor tan patético a la oscuridad y a los recuerdos que ésta traía del hoyo espantoso donde lo habían metido los «Vietcongs». Él le había preguntado, casi con indiferencia, por qué la habían encerrado, y ella se puso a hablar con el único fin de distraerlo. Pero enseguida su narración se transformó en algo más. Todo lo que había reprimido empezó a brotar cada vez más deprisa, hasta que las palabras se superpusieron unas con otras, sin orden ni concierto. Una o dos veces Charlie lloró, y él la abrazó desmañadamente. Era un hombre dulce… que le recordaba en muchos sentidos a su padre.
—Si ahora descubren que sabes todo esto —murmuró Charlie—, probablemente te encerrarán también a ti. No debería habértelo contado.
—Ya lo creo que me encerrarán —asintió John alegremente—. Tengo una certificación de categoría D, nena, que prácticamente sólo me autoriza a destapar frascos de cera Johnson. —Se rió—. Pero supongo que no me pasará nada si no revelas que me lo contaste.
—No lo revelaré —afirmó Charlie vehementemente. Ella también se había sentido un poco intranquila, pensando que si John hablaba, podrían utilizarlo para presionarla—. Tengo una sed tremenda. Hay agua helada en la nevera. ¿Quieres un poco?
—No me dejes —exclamó él inmediatamente.
—Bueno, vayamos juntos. Cogidos de la mano.
El pareció recapacitar.
—Está bien —contestó.
Fueron juntos hasta la cocina, arrastrando los pies, fuertemente cogidos de la mano.
—Será mejor que no te vayas de la lengua, nena. Sobre todo respecto de esto. De que el indio grandote le teme a la oscuridad. Me obligarían a dejar mi puesto, con sus burlas.
—No se burlarían si supieran…
—Quizá no. Quizá sí. —Soltó una risita—. Pero prefiero que no se enteren. Gracias a Dios estabas aquí, nena.
Se sintió tan emocionada que los ojos se le anegaron nuevamente de lágrimas y necesitó hacer un esfuerzo para controlarse. Llegaron a la nevera y ella localizó la jarra de agua a tientas. Ya no estaba helada, pero le refrescó la garganta. Se preguntó con flamante inquietud durante cuánto tiempo había hablado, y no supo determinarlo. Pero había contado… todo. Incluso lo que se había propuesto callar, como por ejemplo el episodio de la granja de Manders. Claro que hombres como Hockstetter lo sabían, pero esa gente no le importaba a Charlie. En cambio le importaba John, y la opinión que éste tenía de ella.
Sin embargo, se lo había contado. Él le formulaba una pregunta que de alguna manera llegaba al meollo de la cuestión y… ella la contestaba, a menudo llorando. Y en lugar de formularle más preguntas y de confrontar sus respuestas y de manifestar recelo, él se había limitado a aceptar sus palabras y a tratarla con serena comprensión. Parecía entender el infierno que ella había vivido, quizá porque él había vivido el suyo.
—Aquí está el agua —dijo Charlie.
—Gracias. —Charlie le oyó beber, y después le devolvió la jarra, que colocó en sus manos—. Muchas gracias.
Charlie la guardó en la nevera.
—Volvamos a la otra habitación —agregó Rainbird—. Me pregunto si en algún momento conseguirán volver a encender las luces. —Ahora esperaba impacientemente que se reanudara el suministro de corriente. Hacía más de siete horas que estaban a oscuras, según sus cálculos. Quería salir de allí y reflexionar sobre lo que había ocurrido. No sobre lo que ella le había contado, pues todo eso ya lo sabía, sino sobre la forma en que debería utilizar la información.
—Estoy segura de que no tardarán en encenderse —afirmó Charlie.
Volvieron al sofá, arrastrando los pies, y se sentaron.
—¿No te han dicho nada acerca de tu padre? —pregunto él.
—Sólo que se encuentra bien.
—Apuesto a que yo podría llegar a verlo —anunció Rainbird, como si acabara de ocurrírsele la idea.
—¿De veras? ¿Crees que realmente podrías?
—Un día podría cambiar mi turno con Herbie. Y verlo. Comunicarle que te encuentras bien. Bueno, no se lo diría sino que le pasaría una nota o algo.
—Oh, ¿y no sería peligroso?
—Sería peligroso hacerlo con frecuencia, nena. Pero te debo un favor. Veré cómo se encuentra.
Ella le rodeó con los brazos en la oscuridad y le besó. Rainbird a su vez le dio un abrazo afectuoso. La quería, a su manera, y ahora más que nunca. Ahora ella le pertenecía, y suponía que él le pertenecía a ella. Transitoriamente. Permanecieron sentados, juntos, sin hablar mucho, y Charlie se adormeció. Entonces él dijo algo que la despertó en forma tan súbita y total como si le hubieran frotado la cara con agua fría.
—Mierda, deberías encender ese maldito fuego, si puedes hacerlo.
Charlie inhaló una bocanada de aire, atónita, como si John le hubiera pegado repentinamente.
—Te lo expliqué —exclamó Charlie—. Eso es como… como abrirle la jaula a una fiera salvaje. Me prometí a mí misma que no volvería a hacerlo. El soldado del aeropuerto… y aquellos hombres de la granja… los maté… ¡los incinere! —Tenía las facciones acaloradas, ardientes, y estaba nuevamente al borde del llanto.
—Cuando me lo contaste, me pareció un caso de defensa propia.
—Sí, pero ésa no es una excusa para…
—También me pareció que quizá le salvaste la vida a tu padre.
Charlie no contestó. Pero Rainbird intuyó que la chiquilla irradiaba oleadas de ofuscación y desconcierto y pena. Habló deprisa porque no quería que recordara en ese preciso instante que también había estado a punto de matar a su padre.
—En cuanto a ese tal Hockstetter, lo he visto por aquí. Vi tipos como él en la guerra. Todos eran prodigios fugaces, los Reyes de la Mierda en la Montaña de Excrementos. Si no consigue lo que desea por una vía, lo intentará por otra.
—Esto es lo que más me asusta —confesó Charlie en voz baja.
—Además, es un personaje al que no le vendría mal que lo calentaran un poco.
Charlie quedó alelada, pero soltó una risita potente… También los chistes obscenos la hacían reír a veces con más vehemencia porque era incorrecto contarlos. Cuando terminó de reír, manifestó:
—No, no encenderé el fuego. Me lo prometí a mí misma. Es malo y no lo haré.
Con eso bastaba. Ya era hora de terminar. Pensó que podría seguir guiándose simplemente por la intuición, pero admitió que tal vez ésta era una sensación equivocada. Estaba cansado. Trabajar con la chica había sido tan agotador como trabajar con una de las cajas de caudales de Rammaden.
Sería demasiado fácil perseverar y cometer un error irreparable.
—Está bien. Supongo que tienes razón.
—¿De veras visitarás a mi padre?
—Lo intentaré, pequeña.
—Lamento que te hayas quedado encerrado aquí conmigo, John. Pero también me alegro inmensamente de ello.
—Sí.
Hablaron de cosas intrascendentes, y ella le apoyó la cabeza sobre el brazo. Rainbird sintió que se aletargaba nuevamente —ya era muy tarde y cuando las luces volvieron a encenderse, al cabo de cuarenta minutos, estaba profundamente dormida. La luz enfocada sobre su cara la hizo agitarse y volverla hacia la oscuridad. El miró pensativamente el frágil tallo de junco que era su cuello, la tierna curva de su cráneo. Tanto poder en esa pequeña y delicada cuna de hueso. ¿Podía ser cierto? Su mente aún lo rechazaba, pero su instinto le decía que era verdad. Era extraño y en cierta forma maravilloso sentirse así escindido. Su instinto le decía que era verdad hasta un punto que ellos no imaginaban, que era verdad quizás hasta el punto en que lo había sospechado aquel loco Wanless en medio de sus delirios.
La alzó, la llevó a la cama y la deslizó entre las sábanas. Cuando se las levantó hasta el mentón, Charlie se despertó a medias.
Rainbird se agachó impulsivamente y la besó.
—Buenas noches, pequeña.
—Buenas noches, papá —respondió ella con voz pastosa, somnolienta. Después se volvió y se quedó quieta.
Siguió mirándola durante varios minutos y a continuación regresó a la sala. Hockstetter en persona irrumpió diez minutos más tarde.
—Se cortó la corriente —exclamó—. La tormenta. Malditas cerraduras electrónicas, todas bloqueadas. ¿Ella está…?
—Estará bien si usted no levanta su condenada voz —lo interrumpió Rainbird, con un susurro. Sus manazas se proyectaron hacia adelante, cogieron a Hockstetter por las solapas de la bata blanca y lo atrajeron hacia él, de modo que el rostro repentinamente despavorido de Hockstetter quedó a menos de un par de centímetros del suyo—. Y si vuelve a comportarse aquí adentro como si me conociera, si vuelve a tratarme como si yo fuese algo más que un ordenanza de categoría D, lo mataré, y después lo cortaré en pedacitos, y lo guisaré, y lo transformaré en alimento para gatos.
Hockstetter farfulló algo impotente. La saliva burbujeaba en las comisuras de su boca.
—¿Me entiende? Lo mataré. —Sacudió dos veces a Hockstetter.
—En-en-entiendo.
—Entonces salgamos de aquí —dijo Rainbird, y empujó a Hockstetter, que estaba pálido y desorbitado, hacia el corredor.
Echó una última mirada en torno y después hizo rodar el carrito fuera de la habitación y cerró la puerta a sus espaldas. El pestillo la trabó automáticamente. Charlie seguía durmiendo en su aposento, más apaciblemente que en los últimos meses. Que en los últimos años, quizá.