Andy no sabía que no habían ido a sacarlo de allí porque el apagón había bloqueado automáticamente las puertas. Permaneció sentado durante un tiempo indefinido, semidesvanecido por efecto del pánico, seguro de que el edificio estaba ardiendo, imaginando el olor del humo. En el exterior, las nubes se habían despejado y los rayos postreros del sol se sesgaban en los prolegómenos del crepúsculo.
De pronto el rostro de Charlie afloró en su mente, con tanta nitidez como si la hubiera tenido allí mismo, delante de él.
(corre peligro charlie corre peligro)
Era una de sus corazonadas, la primera que tenía desde aquel último día que habían pasado en Tashmore. Creía que se habían extinguido, junto con el empuje, pero aparentemente no era así porque nunca había tenido una corazonada más patente que ésta, ni siquiera el día en que habían matado a Vicky.
¿Esto significaba que también conservaba el empuje? ¿Que éste no se había evaporado sino que sólo permanecía latente?
(¡charlie corre peligro!)
¿Qué clase de peligro?
No lo sabía. Pero la idea, el miedo, habían hecho aparecer con nitidez el rostro de Charlie delante de él, recortado en la oscuridad con todos sus detalles. Y la imagen de su rostro, de sus ojos azules muy separados y de su fino cabello rubio, provocó simultáneamente un sentimiento de culpa… aunque la culpa era una palabra demasiado suave para designar lo que sentía. Esto era algo más parecido al horror. Desde que se habían apagado las luces había estado enloquecido por el pánico, y el pánico lo había experimentado exclusivamente por sí mismo. Nunca se le había ocurrido pensar siquiera que Charlie también debía de estar a oscuras.
No, vendrán y la sacarán, probablemente vinieron y la sacaron hace mucho tiempo. Charlie es la única que les interesa. Charlie es la que les garantiza el sustento.
Esto era lógico, pero seguía experimentando la sofocante certidumbre de que Charlie corría un terrible peligro.
El miedo que tuvo por ella surtió el efecto de disipar el pánico por sí mismo, o al menos de hacerlo más controlable. Su sensibilidad se proyectó nuevamente hacia afuera y se tornó más objetiva. De lo primero que tomó conciencia fue de que estaba sentado en medio de un charco de ginger ale. Tenía los pantalones mojados y pegajosos, y emitió una ligera exclamación de disgusto.
El movimiento. El movimiento era el remedio para el miedo.
Se levantó sobre las rodillas, buscó a tientas la lata caída de Canadá Dry, y la arrojó lejos. La oyó rodar y repicar sobre el suelo de azulejos. Extrajo otra lata de la nevera: aún tenía la boca reseca. Arrancó la lengüeta de metal, la dejó caer dentro de la lata y después bebió. Faltó poco para que la anilla de la lengüeta se le metiera en la boca y volvió a escupirla distraídamente, sin detenerse a pensar que hacía apenas un momento esto habría sido motivo suficiente para echarse a temblar de miedo durante otros quince minutos.
Buscó a tientas la salida de la cocina, deslizando la mano libre a lo largo de la pared. Ese nivel del edificio estaba ahora silencioso y, aunque de cuando en cuando oía un grito lejano, la voz no parecía reflejar ofuscación ni pánico. El olor de humo había sido una alucinación. El aire estaba un poco rancio porque los extractores habían cesado de funcionar al producirse el apagón, pero esto era todo.
En vez de atravesar la sala, Andy giró hacia la izquierda y entró arrastrándose en su dormitorio. Tanteó cuidadosamente el terreno hasta llegar a la cama, dejó el bote de ginger ale sobre la mesita de noche, y después se desvistió. Diez minutos más tarde tenía puestas ropas limpias y se sentía mucho mejor. Se le ocurrió pensar que todo esto lo había hecho sin especiales contratiempos, mientras que al apagarse las luces, cruzar la sala había sido tan difícil como atravesar un campo minado.
(charlie… ¿qué problemas tiene charlie?)
Pero no se trataba realmente de la sensación de que ella tenía un problema, sino sólo de que corría peligro de que le sucediera algo. Si pudiera verla, podría preguntarle qué…
Se rió amargamente en la oscuridad. Sí, correcto. Y mañana volarán las vacas. Tanto daba pedir la luna. Tanto daba…
Por un momento sus pensamientos se paralizaron, y después retomaron la marcha… pero más lentamente, y sin amargura.
Tanto daba querer inducir a los ejecutivos a alimentar más confianza en sí mismos.
Tanto daba querer inducir a las gordas a adelgazar.
Tanto daba querer cegar a uno de los forajidos que habían secuestrado a Charlie.
Tanto daba querer que volviera el poder de empujar.
Sus manos estaban muy activas sobre el cubrecama, tironeándolo, estrujándolo, palpándolo… su cerebro experimentaba una necesidad, casi inconsciente, de recibir constantemente información sensorial. Era inútil pretender que volviera el empuje. El empuje había desaparecido. Tenía tan pocas probabilidades de abrirse camino hasta Charlie con el empuje como de convertirse en estrella del béisbol. Había desaparecido.
(¿de veras?)
De pronto no se sintió tan seguro de ello. Quizás una parte de él —una parte muy profunda— había resuelto sencillamente no aceptar su decisión consciente de elegir el camino del menor esfuerzo y suministrarles todo lo que ellos deseaban. Quizás una parte muy profunda de él había optado por resistir.
Siguió palpando el cubrecama, deslizando las manos sobre la tela una y otra vez.
¿Esto era cierto, o sólo se trataba de la expresión de un deseo estimulada por una corazonada súbita e indemostrable? La corazonada misma podía haber sido tan falsa como el olor de humo que había creído captar, y podía haber sido el producto de su sola ansiedad. No tenía cómo verificarla y ciertamente allí no había nadie a quien empujar.
Bebió su ginger ale.
¿Y si había recuperado el empuje? Éste no era una panacea universal, como él sabía mejor que nadie. Podría dar muchos pequeños empujones o tres o cuatro muy potentes antes de desmoronarse. Quizá podría llegar hasta Charlie, pero a un copo de nieve le resultaría más fácil sobrevivir en el infierno de lo que a él le resultaría evadirse de allí con Charlie. Lo único que conseguiría sería empujarse a sí mismo hasta la tumba mediante una hemorragia cerebral (y mientras pensaba en esto se llevó automáticamente los dedos a la cara, a los lugares donde habían aparecido los puntos insensibles).
Sin olvidar el Toracín que le habían administrado. Sabía que la carencia de éste —la demora de la dosis regular cuando se habían apagado las luces— había tenido mucho que ver con el pánico. Incluso en ese momento, cuando sentía que se controlaba mejor, deseaba el Toracín y la sensación de sosiego y plácido deslizamiento que le producía la droga. Al principio, lo habían privado del Toracín durante plazos de hasta dos días, antes de someterlo a las pruebas. El resultado había sido un nerviosismo constante y una depresión opresiva con reminiscencias de espesas nubes que parecían no despejarse nunca… a pesar de que entonces su grado de dependencia no era tan desmesurado como ahora.
—Convéncete, eres un drogadicto —musitó.
Ignoraba si esto era cierto o no. Sí sabía que había adicciones físicas, por ejemplo a la nicotina, y a la heroína, que producían cambios orgánicos en el sistema nervioso central. Y también había adicciones psíquicas. En sus tiempos de profesor había tenido un colega llamado Bill Wallace que se ponía muy, muy nervioso cuando no ingería sus tres Coca Colas diarias, y su antiguo condiscípulo Quincey había sido un fanático de las patatas fritas, pero éstas debían ser de una desconocida marca que se fabricaba en New England: Humpty Dumpty. Afirmaba que ninguna otra lo satisfacía. Andy suponía que estas adicciones podían catalogarse como psíquicas. No sabía si la necesidad que experimentaba de tomar la píldora era física o psíquica. Lo único que sabía era que la necesitaba, que la necesitaba de veras. El solo hecho de estar sentado allí y pensar en la píldora azul colocada sobre el plato blanco le hacía sentir la boca nuevamente pastosa. Ya no lo privaban de la droga durante cuarenta y ocho horas antes de someterlo a las pruebas, aunque no sabía si procedían así porque pensaban que no podría pasar tanto tiempo sin tener un acceso de delirio ululante o porque sólo fingían poner interés en dichas pruebas.
El resultado era un problema cruelmente nítido e insoluble: no podía empujar si estaba saturado de Toracín, y sin embargo carecía sencillamente de fuerza de voluntad para rechazarlo (y, por supuesto, si lo sorprendían rechazándolo eso los colocaría ante un nuevo cúmulo de problemas inquietantes, ¿no es verdad?) . Cuando le sirvieran la píldora azul en el plato blanco después de ese episodio, la tomaría. Y volvería poco a poco al estado permanente de sosiego inalterable en el que se hallaba sumido a la hora de producirse el apagón. Todo esto no era más que una fantasmagórica alucinación subsidiaria. Muy pronto volvería a contemplar el PTL Club y el video con las películas de Clint Eastwood, y se sobrealimentaría con el contenido de la nevera siempre bien provista. Volvería a engordar.
(charlie, charlie corre peligro, charlie corre infinitos peligros, está en un mundo cruel)
Si era así, él no podía hacer nada al respecto.
Y aunque hubiera podido, aunque hubiera podido desprenderse de alguna manera del peso de su drogadicción y apañárselas para huir de allí con Charlie —las vacas volarán, ¿por qué no?— cualquier solución ultima para el futuro de Charlie estaría tan lejana como siempre.
Se tumbó sobre la cama, despatarrado. El pequeño sector de su cerebro que ahora se ocupaba exclusivamente del Toracín, continuaba clamando sin descanso
No había soluciones en el presente, así que se remontó al pasado. Se vio huyendo con Charlie por la Tercera Avenida en una especie de pesadilla en cámara lenta: un hombre con una chaqueta raída de pana y una chiquilla vestida de rojo y verde. Vio a Charlie, con las facciones tensas y pálidas, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas después de haber robado todas las monedas de los teléfonos públicos del aeropuerto… había robado las monedas y había incendiado los zapatos de un recluta.
Su mente se remontó aún más atrás, a la oficina de Port City, Pennsylvania, y a la señora Gurney. La afligida y gorda señora Gurney, que había entrado en la oficina del Programa de Adelgazamiento con un traje de chaqueta verde, estrujando el eslogan pulcramente escrito que en verdad había salido de la imaginación de Charlie. Si no adelgaza le pagaremos sus provisiones durante los próximos seis meses.
Entre 1950 y 1957 la señora Gurney le había dado cuatro hijos a su marido, capataz de una flota de camiones, y ahora los chicos habían crecido y ella les inspiraba repulsión, como se la inspiraba a su marido, que tenía amoríos con otra mujer, y ella lo comprendía porque Stan Gurney aún era un hombre apuesto, vital, viril, de cincuenta y cinco años, y ella había aumentado setenta y dos kilos en los años transcurridos desde que su penúltimo hijo había partido rumbo a la Universidad, pasando de los sesenta y tres que pesaba el día de su matrimonio a los ciento treinta y cinco justos. La señora Gurney había entrado, fofa y monstruosa y desesperada en su traje verde, con un culo casi tan ancho como el escritorio del presidente de un banco. Cuando miró dentro de su bolso para buscar el talonario de cheques, sus tres papadas se trasformaron en seis.
Andy la incluyó en un curso junto con otras tres gordas. Hacían ejercicios y se sometían a una ligera dieta, que Andy había estudiado en la biblioteca pública. Les endilgaba apacibles discursos didácticos, que cobraba como «asesoramiento», y de cuando en cuando les daba un empujón de magnitud intermedia.
La señora Gurney bajó de ciento treinta y cinco kilos a ciento veintiséis y después a ciento veintiuno, y confesó con una mezcla de miedo y júbilo que aparentemente ya no deseaba repetir las raciones. La segunda ración sencillamente no parecía tener buen sabor. Antes, siempre había guardado fuentes y fuentes de tentempiés en la nevera (y rosquillas en la panera, y dos o tres pasteles de queso en el congelador) para comer mientras veía la televisión por la noche, pero ahora, quién sabe por qué… bueno, parecía casi absurdo, pero… olvidaba continuamente que estaban allí. Esto, a pesar de que siempre había oído decir que cuando hacías dieta, no podías pensar en otra cosa que no fueran los bocados ocasionales. Ciertamente todo había sido muy distinto cuando había ensayado otros sistemas, como el de los Weight Watchers.
Las otras tres mujeres del grupo habían reaccionado con la misma vehemencia. Andy se limitaba a mantenerse en un segundo plano, observándolas con un sentimiento ridículamente paternal. Las cuatro estaban aleladas y encantadas por la analogía de su experiencia. Los ejercicios tonificantes, que antes siempre les habían parecido tan aburridos y dolorosos, ahora resultaban casi placenteros. Y a ello se sumaba la extraña compulsión de caminar. Todas concordaban en que si no caminaban mucho antes de que acabara el día, se sentían incómodas e intranquilas. La señora Gurney confesó que había adquirido el hábito de hacer a pie el viaje de ida y vuelta al centro de la ciudad, a pesar de que en total tenía que caminar más de tres kilómetros. Antes, siempre había cogido el autobús, lo que ciertamente era muy sensato, porque la parada estaba justo delante de su casa.
Pero el único día en que había vuelto a cogerlo —porque los músculos de los muslos le dolían mucho— se sintió tan nerviosa y desasosegada que bajó en la segunda parada. Las otras manifestaron que les sucedía lo mismo. Y todas bendijeron a Andy McGee por ello, a pesar de sus músculos doloridos.
La señora Gurney había rebajado a ciento doce kilos cuando se pesó por tercera vez, y cuando concluyó el curso de seis semanas había llegado a ciento un kilos. Contó que su marido estaba atónito, sobre todo porque ella había fracasado con otras incontables dietas y sistemas de moda. Quiso que consultara al médico, pues temía que tuviese cáncer. No creía que fuera posible rebajar treinta y cuatro kilos en seis semanas por medios naturales. Ella le mostró sus dedos, enrojecidos y callosos de tanto encoger sus ropas con aguja e hilo. Y después lo abrazó (casi hasta romperle la columna vertebral) y lloró contra su cuello.
Sus ex pacientes generalmente volvían, como habían vuelto por lo menos una vez sus ex discípulos más prósperos, algunos para darle las gracias, otros sólo para refregarle su éxito por las narices, para darle a entender: Mira, el alumno ha superado al maestro… cosa que no era tan inusitada como ellos parecían creer, pensaba a veces Andy.
Pero la señora Gurney se había contado dentro de la primera categoría. Había vuelto para saludarlo y manifestarle su inmensa gratitud sólo unos diez días antes de que Andy empezara a sentirse nervioso y vigilado en Port City. Y antes de que concluyera ese mes, partieron rumbo a la ciudad de Nueva York.
La señora Gurney seguía siendo una mujer corpulenta, y uno sólo notaba la asombrosa diferencia si la había visto antes… como en uno de esos anuncios del antes y después que aparecen en las revistas.
Cuando lo visitó por última vez, se había situado en los ochenta y siete kilos. Pero por supuesto lo que importaba no era su peso exacto. Lo que importaba era que adelgazaba a un promedio de dos kilos setecientos gramos por semana, kilo más o menos, y que seguiría haciéndolo a un ritmo menor hasta llegar a cincuenta y ocho kilos, kilo más o menos. No experimentaría una descompresión violenta, ni esa tardía fobia a la comida que a veces desembocaba en la anorexia nervosa. Andy pretendía ganar un poco de dinero, pero no quería matar a nadie en el curso de la operación.
«Deberían declararlo recurso nacional por lo que está haciendo», afirmó la señora Gurney, después de explicarle a Andy que se había reencontrado con sus hijos y que las relaciones con su marido estaban mejorando. Andy sonrió y le dio las gracias, pero ahora, tumbado en la cama, progresivamente aletargado, pensó que eso era más o menos lo que les había pasado a Charlie y a él: los habían declarado recursos nacionales.
De cualquier forma, su talento no era totalmente negativo. No cuando podía ayudar a alguien como la señora Gurney.
Sonrió un poco.
Y mientras sonreía, se durmió.