Rainbird la oyó acercarse y no pudo contener una sonrisa en la oscuridad, una sonrisa cruel, desprovista de humor, que cubrió con la palma de su mano por si la luz volvía a encenderse en ese preciso instante.
—¿John?
Él forzó una voz de intensa zozobra a través de su sonrisa.
—Lo siento, nena. Es sólo… la oscuridad. No puedo soportarla. Se parece al lugar donde me encerraron después de capturarme.
—¿Quién te encerró?
—Los Vietcong.
Ahora estaba más cerca. La sonrisa se borró de su rostro y empezó a amoldarse al papel. Asustado. Estás asustado porque los Vietcong te metieron en un hoyo subterráneo después de que una de sus minas te voló casi toda la cara… y te retuvieron allí… y ahora necesitas una amiga.
Hasta cierto punto ese papel era auténtico. Lo único que debía hacerle creer era que la inmensa excitación que le producía esa oportunidad imprevista era un miedo igualmente inmenso. Y por supuesto tenía miedo… miedo de estropearlo todo. Comparado con esto, el disparo de la ampolla de Orasín desde el árbol había sido un juego de niños. La intuición de ella estaba letalmente aguzada. La transpiración nerviosa le chorreaba a mares.
—¿Quiénes son los Vietcong? —preguntó Charlie, ahora muy cerca. La mano de ella le rozó ligeramente la cara y él la sujetó. Charlie dejó escapar una exclamación de sobresalto.
—Eh, no te asustes. Sólo se trata de que…
—Tú… eso duele. Me estás lastimando.
Era el tono justo. Ella también estaba asustada, asustada de la oscuridad y de él… pero también estaba preocupada por él. Quiso hacerle sentir que podía servir de sostén a un hombre que se ahogaba.
—Disculpa, nena. —Aflojó la presión pero no la soltó—. Sólo te pido que… ¿puedes sentarte a mi lado?
—Claro que sí. —Charlie se sentó, y él respingó al oír el leve impacto de su cuerpo contra el suelo. Afuera, muy lejos, alguien le gritó algo a alguien.
—¡Sáquennos de aquí! —vociferó Rainbird inmediatamente. —¡Sáquennos de aquí! ¡Eh, sáquennos de aquí! ¡Eh, sáquennos de aquí ¡Aquí hay gente!
—Basta —lo interrumpió Charlie, alarmada—. No nos pasará nada malo… quiero decir, ¿no nos pasará, verdad?
El cerebro de él, esa máquina supersintonizada, repiqueteaba a toda velocidad, escribiendo el guión, siempre tres o cuatro líneas por delante, lo suficiente para estar a salvo, pero sin caer en excesos que pudieran destruir la vehemente espontaneidad. Se preguntaba sobre todo de cuánto tiempo disponía, de cuánto tiempo disponía antes de que volvieran a encenderse las luces. Se dijo, precavidamente, que no debía alimentar demasiadas expectativas o esperanzas. Había metido el escoplo bajo el borde de la caja. Todo lo demás vendría por añadidura.
—No, supongo que no —respondió—. Es sólo la oscuridad, nada más. Ni siquiera tengo una jodida cerilla para… Oh, lo siento, nena. Se me escapó.
—No te preocupes. A veces mi padre dice esa palabra. Una vez cuando estaba reparando mi carrito en el garaje se pegó un martillazo en la mano y la repitió cinco o seis veces. Y no fue la única. —Éste era el discurso más largo que había pronunciado hasta ese día en presencia de Rainbird—. ¿Vendrán a sacarnos pronto de aquí?
—No podrán hacerlo hasta que vuelva la corriente —explicó, compungido por fuera, regocijado por dentro—. Todas estas puertas, nena, tienen cerraduras eléctricas. Están programadas para cerrarse herméticamente cuando se corta la corriente. Te tienen en una jo… te tienen en una celda, nena. Parece un lindo apartamento, pero tanto daría que estuvieses en la cárcel
—Lo sé —asintió Charlie parsimoniosamente. Él seguía reteniéndole la mano con fuerza, pero ahora a ella no parecía molestarle mucho—. No deberías decir eso, sin embargo. Creo que ellos nos escuchan.
¡Ellos! —pensó Rainbird, y lo recorrió una cálida oleada de júbilo. Se dio cuenta vagamente que desde hacía diez años no experimentaba una emoción tan violenta—. ¡Ellos! ¡Hablaba de ellos!
Sintió que su escoplo penetraba más profundamente debajo del ángulo de esa caja que era Charlie McGee, y volvió a estrujarle involuntariamente la mano.
—¡Ay!
—Disculpa, nena —murmuró, aflojando la presión—. Sé muy bien que nos escuchan. Pero no ahora, con el apagón. Oh, nena, esto no me gusta nada. ¡Tengo que salir de aquí! —Empezó a temblar.
—¿Quiénes son los Vietcong?
—¿No lo sabes?… No, supongo que eres demasiado joven, fue la guerra, nena. La guerra de Vietnam. Los Vietcong eran los malos Vestían pijamas negros. En la jungla. ¿Sabes lo que fue la guerra de Vietnam, no es cierto?
Lo sabía… vagamente.
—Estábamos patrullando la zona y caímos en una emboscada —explicó.
Esto era cierto, pero ahí mismo se bifurcaban los caminos de John Rainbird y la verdad. No hacía falta desconcertar a Charlie contándole que estaban todos dopados: la mayoría de los reclutas con la hierba roja camboyana, y el teniente titulado en West Point, que estaba a sólo un paso del límite entre el mundo de la cordura y el de la locura, con los botones de peyote que mascaba cada vez que salían a patrullar. Una vez Rainbird había visto cómo el teniente acribillaba a una mujer embarazada con un fusil semiautomático y había visto cómo el feto de seis meses saltaba desintegrado de su cuerpo. Eso, les había informado más tarde el teniente, era lo que se conocía por el nombre de Técnica Abortiva de West Point. De modo que cuando volvían a su base habían caído realmente en una emboscada, pero quienes la habían tendido habían sido sus propios camaradas, aún más dopados que ellos, y cuatro tipos habían muerto espachurrados. Rainbird no creyó necesario contárselo a Charlie, ni contarle que la mina que le había pulverizado la mitad de la cara procedía de una fábrica de municiones de Maryland.
—Sólo sobrevivimos seis. Echamos a correr. Corrimos a través de la jungla y supongo que nos perdimos. ¿Equivocamos el rumbo? ¿O no? En esa guerra demencial no sabías cuál era el rumbo correcto porque no había auténticos frentes de combate. Me separé involuntariamente de mis compañeros. Aún estaba tratando de encontrar un tramo de terreno conocido, cuando pisé una mina. Eso fue lo que le sucedió a mi cara.
—Lo siento mucho —dijo Charlie.
—Cuando desperté, ellos me tenían prisionero —continuó Rainbird, que ya se había internado en el mundo quimérico de la ficción total. En realidad, había recuperado el conocimiento en un hospital militar de Saigón, con un equipo de goteo intravenoso inyectado en el brazo—. Se negaron a darme tratamiento médico, ni nada parecido, hasta que contestara sus preguntas.
Ahora con prudencia. Intuía que si obraba con prudencia todo saldría bien.
Levantó la voz, azorado y amargado.
—Preguntas, siempre preguntas. Querían que les hablara de los movimientos de tropas, de los suministros, del despliegue de la infantería… de todo. No cejaban nunca. Me hostigaban constantemente.
—Sí —murmuró Charlie con tono cálido, y el corazón de Rainbird dio un vuelco de júbilo.
—Les repetía una y otra vez que no sabía nada, que no podía informarles nada, que yo sólo era un pobre recluta, un número más con una mochila sobre la espalda. No me creían. Mi cara… el dolor… me hinqué de rodillas y les supliqué que me dieran morfina… ellos contestaron que después… que después de que hablara me darían la morfina. Me tratarían en un buen hospital… después de que les dijera lo que deseaban saber.
Ahora era Charlie quien le apretaba la mano con fuerza. Charlie pensaba en los fríos ojos grises de Hockstetter, en Hockstetter que le señalaba la bandeja de acero llena de virutas enroscadas. Creo que sabes la respuesta… si las inflamas, te llevaré inmediatamente a ver a tu padre. Podrás pasar dos minutos con él. Su corazón se apiadó de ese hombre de facciones mutiladas, de ese hombre adulto que le temía a la oscuridad. Pensó que podía entender lo que él había sufrido. Conocía su dolor. Y en la oscuridad empezó a llorar silenciosamente por él, y hasta cierto punto las lágrimas también las derramaba por ella misma… eran todas las lágrimas contenidas durante los últimos cinco meses. Eran lágrimas de dolor e ira por John Rainbird, por su padre, por su madre, por ella misma. La quemaban y la mortificaban.
Las lágrimas no fueron tan silenciosas como para que los oídos de radar de Rainbird no las captaran. Tuvo que esforzarse para sofocar otra sonrisa. Oh, sí, el escoplo estaba bien implantado. Había aperturas difíciles y aperturas fáciles, pero no aperturas imposibles.
—Sencillamente no me creyeron nunca. Por fin me arrojaron en un hoyo excavado en la tierra, donde siempre reinaba la oscuridad. Había un pequeño… un cuarto, supongo que se podría decir, con raíces que asomaban de las paredes de tierra… y a veces veía un poco de sol a unos dos metros y medio de altura. Venían con un hombre que debía de ser su comandante, y éste me preguntaba si ya estaba dispuesto a hablar. Decía que ahí abajo me estaba poniendo blanco, como un pez. Que mi cara se estaba infectando, que se gangrenaría y que después la gangrena me atacaría el cerebro y lo pudriría y que me volvería loco y que luego me moriría. Me preguntaba si me gustaría salir de las tinieblas y volver a ver el sol. Yo le imploraba… le suplicaba… le juraba por mi madre que no sabía nada. Y entonces se reían y volvían a colocar las tablas y a cubrirlas con tierra. Era como estar sepultado en vida. La oscuridad… como esta…
Dejó escapar un sonido gutural y Charlie le apretó la mano con más fuerza para recordarle que ella estaba allí.
—Había un cuarto y un pequeño túnel de un poco más de dos metros de longitud. Yo debía ir al final del túnel para… ya sabes. El aire estaba viciado y yo no cesaba de pensar que moriría asfixiado allí abajo, en la oscuridad, que me iba a sofocar con el olor de mi propia mi… —Soltó un gemido—. Lo siento. Ésta no es una historia para niñas.
—No te preocupes. Si te hace bien hablar, no te preocupes.
Rainbird reflexionó y después optó por explayarse un poco más.
—Pasé cinco meses allí abajo hasta que me incluyeron en un intercambio de prisioneros.
—¿Qué comías?
—Me arrojaban arroz podrido. Y a veces, arañas. Arañas vivas. Enormes… arañas de los árboles, supongo. Yo las perseguía en la oscuridad, ya sabes, y las mataba y las comía.
—¡Qué horror!
—Me convirtieron en un animal —prosiguió él, y permaneció un momento callado, respirando con fuerza—. Tú has tenido más suerte que yo, pequeña, pero en última instancia es lo mismo. Una rata en una trampa. ¿Crees que encenderán pronto las luces?
Tardó mucho en contestar, y él temió haberse excedido. Entonces Charlie dijo:
—No importa. Estamos juntos.
—Está bien —asintió él, y después añadió, atropelladamente—: ¿No contarás nada, verdad? Me echarían si supieran que he hablado así. Necesito este empleo. Cuando tienes una cara como la mía, necesitas un buen empleo.
—No, no contaré nada.
El sintió que el escoplo avanzaba otro poco, sin encontrar obstáculos. Ahora compartían un secreto.
La tenía en sus manos.
En la oscuridad, pensó en lo que sentiría si la cogía por el cuello. Esta era la meta final, naturalmente, y no las estúpidas pruebas, los juegos de niños. Ella… y después quizás él. La chica le gustaba, de veras. Incluso era posible que se estuviera enamorando de ella. Llegaría el momento en que la despacharía al más allá, mientras le escudriñaba atentamente los ojos. Y entonces, si sus ojos irradiaban la señal que él buscaba desde hacía tanto tiempo, tal vez la seguiría. Sí. Tal vez se internarían juntos en la verdadera oscuridad.
Afuera, del otro lado de la puerta cerrada, iban y venían remolinos de confusión, a ratos cerca, a ratos lejos.
Rainbird se escupió mentalmente en las manos y luego volvió a la carga.