John Rainbird pensó más tarde que eso no podría haber salido mejor si lo hubieran planeado… y si esos psicólogos de pacotilla no hubiesen sido unos incompetentes, claro que lo habrían planeado. Pero tal como sucedieron las cosas, fue sólo el hecho casual y afortunado de que el apagón se produjera cuando se produjo lo que le permitió meter finalmente su escoplo bajo un ángulo del acero psicológico que blindaba a Charlie McGee. La buena fortuna y su propia intuición sagaz.
Entró en los aposentos de Charlie a las tres y media, precisamente cuando la tormenta empezaba a desencadenarse. Empujaba un carrito no muy distinto de los que empujan la mayoría de las criadas de los hoteles y moteles cuando van de habitación en habitación. Contenía sábanas y fundas de almohada limpias, cera para muebles y un preparado jabonoso para quitar las manchas de las alfombras. También llevaba encima un cubo y un lampazo. Había un aspirador adosado a un extremo del carrito.
Charlie estaba sentada en el suelo delante del sofá, y tenía puestos unos leotardos de color azul intenso y nada más. Sus largas piernas se hallaban cruzadas en la posición de loto. Se sentaba así a menudo. Un extraño habría pensado que estaba drogada, pero Rainbird sabía que no. Seguían administrándole una medicación ligera, pero ahora la dosis era poco más que un placebo. Todos los psicólogos coincidían en pensar, descorazonados, que hablaba en serio cuando decía que nunca volvería a encender fuego., En un principio, el objetivo, al administrarle las drogas, había sido el de impedir que se abriera paso mediante un incendio, pero ahora parecía seguro que no haría esto… ni ninguna otra cosa.
—Hola, nena —saludó Rainbird. Desprendió el aspirador del carrito.
Ella lo miró pero no contestó. Rainbird conectó el aspirador y, cuando lo puso en funcionamiento, Charlie se levantó elegantemente y se metió en el cuarto de baño. Cerró la puerta.
Rainbird siguió pasando el aspirador por la alfombra. No tenía ningún plan fijo. Sólo se trataba de buscar pequeños signos y señales, aferrarse a ellos y dejarse guiar. Sentía una admiración acendrada por esa chica. Su padre se estaba trasformando en un budín apático. Los psicólogos tenían su propio vocabulario para diagnosticarlo —«shock de dependencia» y «pérdida de identidad» y «fuga mental» y «ligera disfunción de la realidad»— pero todo eso se sintetizaba en el hecho de que había capitulado y ya se le podía borrar de la ecuación. A la chica no le había pasado nada de eso. Sencillamente, se había replegado en sí misma. Y Rainbird nunca se había sentido tan auténticamente indio como cuando estaba en compañía de Charlie McGee.
Pasaba el aspirador y esperaba que ella saliera… a lo mejor. Le parecía que últimamente salía del baño con un poco más de frecuencia. Al principio siempre se había escondido allí hasta que él se iba. Ahora a veces salía y lo miraba. Quizás ese día también lo haría. Quizá no. Él esperaría. Y estaría alerta a los signos.