En la tarde de la gran tormenta estaba sentado mirando The PTL Club. Una mujer cuya permanente parecía una colmena le explicaba al entrevistador cómo el poder de Dios le había curado de la enfermedad de Bright. Andy estaba fascinado. Su peinado refulgía bajo las luces del estudio como la pata barnizada de una mesa. Parecía una viajera del tiempo llegada del año 1963. Éste era uno de los elementos que lo cautivaban en The PTL Club, junto con la charlatanería desvergonzada a la que recurrían para recaudar dinero en nombre de Dios. Andy escuchaba esos camelos recitados por jóvenes adustos elegantemente vestidos y recordaba, azorado, cómo Cristo había expulsado a los mercaderes del templo. Y todas las personas que participaban en ese programa parecían viajeros del tiempo llegados del año 1963.
La mujer terminó de narrar cómo Dios la había salvado de temblar hasta desarticularse. Antes, un actor que había sido famoso a comienzos de la década de los cincuenta había contado cómo Dios lo había rescatado del alcohol. En ese momento la mujer del peinado en forma de colmena se echó a llorar y el actor otrora célebre la abrazó. La cámara se acercó para tomar un primer plano. En el fondo, los PTL Singers empezaron a tararear. Andy cambió ligeramente de posición en la silla. Casi era hora de tomar la píldora.
Se daba cuenta, vagamente, de que la medicación sólo era responsable en parte de los cambios peculiares que había experimentado durante los últimos cinco meses, cambios de los cuales su ligero aumento de peso sólo era un síntoma externo. Cuando la Tienda le había quitado a Charlie, lo había privado del único soporte sólido que le quedaba en la vida. Sin Charlie —oh, indudablemente estaba cerca, pero tanto habría dado que estuviera en la luna— no parecía tener ningún motivo para salvaguardar su integridad.
Para colmo, la huida constante le había producido una variante del shock bélico. Había pasado tanto tiempo en la cuerda floja que, cuando por fin había caído, había caído en un letargo total. En verdad, creía haber sufrido una forma muy sosegada de colapso nervioso. Ni siquiera estaba seguro de que, si volvía a ver a Charlie, ésta lo reconociera como la misma persona que había sido antes, y eso le afligía.
Nunca había hecho ningún esfuerzo para engañar a Pynchot ni para hacer trampas en las pruebas. No pensaba realmente que esto pudiera repercutir sobre Charlie, pero tampoco se había atrevido a correr el menor riesgo de que ello sucediera. Y resultaba más fácil hacer lo que ellos querían. Se había convertido en un ser pasivo. Había agotado su furia al gritar en el porche de la casa del Abuelo, mientras acunaba a su hija con el dardo clavado en el cuello. Ya no le quedaba más indignación. Había descargado su última reserva.
Éste era el estado de ánimo de Andy McGee mientras veía la televisión aquel 19 de agosto, en tanto la tormenta avanzaba sobre las colinas circundantes. El animador del programa PTL soltó la arenga de las donaciones y después presentó a un trío evangélico. El trío empezó a cantar y entonces las luces se apagaron de pronto.
El televisor también se apagó, y la imagen se contrajo hasta reducirse a un punto brillante. Andy se quedó sentado en la silla, inmóvil, sin saber muy bien qué había ocurrido. Su mente dispuso del tiempo justo para captar la sobrecogedora totalidad de las tinieblas y entonces las luces se encendieron nuevamente. El trío evangélico reapareció, cantando «Me telefonearon desde el Cielo y Jesús estaba en la línea». Andy lanzó un suspiro de alivio y en ese momento volvieron a apagarse las luces.
Siguió sentado, sujetando los brazos de la silla como si pudiera echarse a volar en caso de que los soltara. Mantuvo la vista desesperadamente fija en el punto brillante de la pantalla aún después de saber que se había extinguido y que sólo veía una imagen que subsistía únicamente en su retina… o en sus deseos.
Volverá dentro de uno o dos segundos —se dijo—. En alguna parte debe de haber generadores de refuerzo. Nadie confía en la red central de energía doméstica para alimentar un lugar como éste.
De todas formas estaba asustado. Repentinamente empezó a evocar las historias de aventuras juveniles de su infancia. En más de una de ellas se producía un incidente en alguna caverna al apagarse las luces o las velas. Y el autor parecía poner siempre gran empeño en describir la oscuridad como algo «palpable» o «absoluto» o «total». Incluso existía aquella vieja muletilla de «la oscuridad viviente», como en «la oscuridad viviente envolvió a Tom y sus amigos». Si todo aquello había sido escrito con el propósito de impresionar a Andy McGee cuando tenía nueve años, el resultado había sido nulo. Por lo que a él concernía, si deseaba ser «devorado por la oscuridad viviente» le bastaba con meterse en el armario y extender una manta a lo largo de la rendija que había al pie de la puerta. Al fin y al cabo, la oscuridad era la oscuridad.
Ahora se dio cuenta de su error. No era el único que había cometido en su infancia, pero sí era tal vez el último del que tomaba conciencia. Habría preferido prescindir de esta comprobación, porque la oscuridad no era la oscuridad. Nunca en su vida había estado en una oscuridad como ésa. Si no hubiera sido por la sensación de la silla debajo de sus posaderas y bajo sus manos, podría haber estado flotando en un tenebroso abismo interestelar imaginado por Lovecraft. Levantó una mano y la sostuvo frente a sus ojos. Y aunque sintió que la palma le tocaba la nariz, no pudo verla.
Alejó la mano de su cara y volvió a cerrarla sobre el brazo de la silla. El corazón había empezado a palpitarle rápida y entrecortadamente en el pecho. Fuera, alguien gritó con voz ronca: «¡Richie! ¿Dónde mierda estás?» y Andy se acurrucó contra el respaldo de la silla como si lo hubieran amenazado. Se humedeció los labios.
La luz volverá dentro de uno o dos segundos —pensó, pero una zona asustada de su mente que se resistía a dejarse consolar por simples argumentos racionales preguntó—: ¿Cuánto duran un segundo o dos, o un minuto o dos, en la oscuridad total? ¿Cómo se mide el tiempo en la oscuridad total?
Afuera, más allá de su «apartamento», algo cayó y alguien lanzó un grito de dolor y sorpresa. Andy volvió a replegarse y dejó escapar un gemido trémulo. Eso no le gustaba. Eso no estaba bien.
Bueno, si tardan más de unos minutos en repararlo, en montar de nuevo los interruptores o lo que sea… vendrán a sacarme de aquí. Tendrán que hacerlo.
Incluso la zona asustada de su mente, la zona que estaba al borde del desvarío, admitió la lógica de este razonamiento, y Andy se distendió un poco. Al fin y al cabo, no era más que la oscuridad. Sólo eso: la falta de luz. No se trataba de que en la oscuridad hubiera monstruos o algo parecido.
Tenía mucha sed. Se preguntó si se atrevería a levantarse para ir a sacar una lata de ginger ale de la nevera. Llegó a la conclusión de que podría hacerlo si se movía con mucha cautela. Se levantó, avanzó dos pasos arrastrando los pies, y enseguida se golpeó la espinilla contra el borde de una mesita. Se agachó y se la frotó, con los ojos humedecidos por el dolor.
Eso también se parecía a la infancia. Habían jugado al «hombre ciego», como suponía que lo habían hecho todos los niños. Tratabas de ir de un extremo de la casa al otro con un pañuelo u otra cosa ceñido alrededor de los ojos. Y todos pensaban que era sencillamente el colmo de la diversión cuando caías sobre un escabel o cuando tropezabas con el escalón que separaba el comedor de la cocina. El juego podía enseñarte una lección dolorosa acerca de lo poco que recordabas realmente sobre la disposición de tu casa presuntamente familiar y acerca de la confianza que depositabas en tus ojos en detrimento de la memoria. Y el juego podía hacer que te preguntaras cómo diablos vivirías si te quedabas ciego.
Pero no me pasará nada —pensó Andy—. No me pasará nada si lo tomo todo con calma y paciencia.
Contorneó la mesita y después empezó a arrastrar los pies lentamente por el espacio abierto de la sala, con los brazos frente a él. Era gracioso que el espacio abierto pudiera parecer tan amenazador en la oscuridad. Probablemente las luces se encenderán en este mismo momento y me reiré como un loco de mí mismo. Me…
—¡Ay!
Sus dedos estirados chocaron con la pared y se doblaron dolorosamente hacia atrás. Algo cayó: el cuadro del granero y el campo de heno, estilo Wyeth, que colgaba cerca de la puerta de la cocina, supuso. Pasó zumbando junto a él, como el filo de una espada en las tinieblas, y se estrelló contra el suelo. El ruido fue alarmantemente fuerte.
Se quedó quieto, sosteniendo sus dedos doloridos, sintiendo las palpitaciones de su espinilla despellejada. El miedo le trababa la lengua.
—¡Eh! —gritó—. ¡Eh, muchachos, no se olviden de mí!
Esperó y escuchó. No obtuvo respuesta. Seguía oyendo ruidos y voces, pero ahora estaban más lejos. Si se alejaban mucho más, quedaría sumido en el silencio total.
Me han olvidado por completo, pensó, y su miedo se intensificó.
Su corazón se había disparado. Sintió un sudor frío en los brazos y la frente, y de pronto recordó aquella vez que se había internado demasiado en la laguna Tashmore, y se había cansado, había empezado a manotear y vociferar, seguro de que iba a morir… pero al estirar el pie hacia abajo había tocado el fondo, y el agua sólo le llegaba hasta la tetilla. ¿Dónde estaba el fondo ahora? Se pasó la lengua por los labios resecos, pero también estaba seca.
—¡EH! —gritó con todas sus fuerzas, y el timbre despavorido de su voz lo aterrorizó aún más. Tenía que controlarse. Ahora estaba a un paso del pánico total, revolviéndose insensatamente y aullando de forma estentórea. Todo porque había saltado un fusible.
Oh malditos sean, ¿por qué tuvo que suceder precisamente cuando era la hora de tomar la píldora? Si hubiera tomado la píldora me sentiría perfectamente. Jesús me siento como si tuviera la cabeza llena de vidrio molido…
Se quedó donde estaba, jadeando fuertemente. Había enfilado hacia la puerta de la cocina, había equivocado el rumbo y había chocado con la pared. Ahora se sentía totalmente desorientado y ni siquiera recordaba si el estúpido cuadro del granero había estado colgado a la derecha o a la izquierda de la puerta. Lamentó, angustiado, no haberse quedado en la silla.
—Contrólate —murmuró con voz audible—. Contrólate.
Se daba cuenta de que no era sólo pánico. Era la carencia de la píldora, de la píldora de la que dependía. Claro que no era justo que eso hubiera sucedido a la hora de tomar la píldora.
—Contrólate —volvió a murmurar.
El ginger ale. Tenía que conseguir el ginger ale y por Dios que lo conseguiría. Tenía que fijar la mente en algo. Esta era la clave, y el ginger ale le serviría tan bien como cualquier otra cosa.
Empezó a desplazarse nuevamente, hacia la izquierda, y enseguida tropezó con el cuadro que se había desprendido de la pared.
Andy gritó y cayó, agitando infructuosamente los brazos en un movimiento frenético, para recuperar el equilibrio. Se golpeó violentamente la cabeza y volvió a gritar.
Ahora estaba muy asustado. Ayúdenme, pensó. Que alguien me ayude, que alguien me alcance una vela, por el amor de Dios, algo, tengo miedo…
Se echó a llorar. Sus dedos palparon a tientas algo espeso y húmedo —sangre— sobre el costado de la cabeza, y se preguntó con alelado terror si sería grave.
—¿Dónde están ustedes? —vociferó. No obtuvo respuesta. Oyó, o creyó oír, un único grito lejano, y después se hizo el silencio. Sus dedos encontraron el cuadro con el que había tropezado y lo arrojó al otro extremo de la habitación, furioso con el objeto inanimado por el daño que le había hecho. El cuadro se estrelló contra la mesita contigua al sofá y derribó la lámpara ahora inútil que descansaba allí. La bombilla estalló en un ruido hueco, y Andy volvió a gritar. Se palpó el costado de la cabeza. Ahora allí había más sangre. Le chorreaba por la mejilla formando pequeños hilos.
Empezó a avanzar a gatas, resollando, con una mano estirada para tantear la pared. Cuando su solidez terminó bruscamente en el vacío, replegó al mismo tiempo el aliento y la mano, como si esperara que algún elemento avieso saliera reptando de las tinieblas y lo atrapara. Sus labios succionaron aire con un ruidito sibilante. Por un solo segundo se reencontró con la totalidad de su infancia y oyó el susurro de los duendes que convergían ávidamente hacia él.
—Sólo la puerta de la cocina, me cago en Dios —musitó entrecortadamente—. Eso sólo.
La atravesó arrastrándose. La nevera estaba a la derecha y empezó a avanzar hacia allí, arrastrándose lentamente y respirando deprisa, con las manos enfriadas por el contacto con los azulejos.
Algo cayó con estrépito un piso más arriba, a la altura de su cabeza. Andy se incorporó espasmódicamente sobre las rodillas. Perdió la compostura y se desorientó. Empezó a aullar «¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro!» una y otra vez, hasta quedarse ronco. Nunca habría de saber cuánto tiempo pasó vociferando allí, a cuatro patas dentro de la cocina oscura.
Por fin se calló y trató de dominarse. Sus manos y sus brazos temblaban incontrolablemente. El golpe le había dejado la cabeza dolorida, pero la hemorragia parecía haber cesado. Esto era un poco tranquilizador. Sentía la garganta ardiente y le escocía de tanto gritar. Lo cual le hizo pensar nuevamente en el ginger ale.
Empezó a arrastrarse una vez más y encontró la nevera sin otros contratiempos. La abrió (esperando absurdamente que se encendiera la luz interior con su habitual resplandor blanco escarchado) y tanteó dentro de la cavidad oscura y fría hasta encontrar una lata con una lengüeta de apertura en la parte superior. Cerró la puerta de la nevera y se apoyó contra ella. Abrió la lata y bebió la mitad de su contenido de una sola vez. Su garganta lo bendijo por esto.
Entonces se le ocurrió una idea y se le congeló la garganta.
El edificio se ha incendiado —le informó su mente con falsa serenidad—. Por eso nadie viene a sacarte de aquí. Lo están evacuando. Tú, ahora… eres prescindible.
Esta idea le produjo una crisis extrema de terror claustrofóbico que estaba más allá del pánico. Sencillamente se replegó contra la nevera, con los labios crispados en un rictus. Se le aflojaron las piernas. Por un momento incluso imaginó oler el humo, y una tromba de calor pareció arrollarlo. La lata de gaseosa se deslizó entre sus dedos y vertió su contenido en el suelo con un gorgoteo, mojándole los pantalones.
Andy se quedó sentado en medio del charco, gimoteando.