Cuando se cortó la corriente, Andy McGee estaba frente al televisor, viendo el programa The PTL Club. La sigla PTL correspondía a «Praise the Lord», o sea, «Alabado sea el Señor». The PTL Club parecía transmitirse continuamente por una de las emisoras de Virginia, las veinticuatro horas del día. Probablemente no era así, pero Andy tenía el sentido del tiempo tan alterado que resultaba difícil determinarlo con precisión.
Había aumentado de peso. A veces —más a menudo cuando estaba en pie— se veía en el espejo y pensaba en Elvis Presley y en cómo éste se había hinchado en las postrimerías de su vida. En otros momentos, pensaba en la forma en que a veces engorda y se pone abúlico un gato «operado».
Aún no estaba gordo, pero le faltaba poco. En Hastings Glen se había pesado en la balanza del baño del Slumberland Motel y la aguja había señalado setenta y tres kilos. Últimamente rondaba los ochenta y cinco. Tenía los carrillos más rellenos, y se veía un atisbo de doble papada y de lo que su viejo profesor de gimnasia de la escuela secundaria llamaba (con feroz desdén) «tetas de hombre». Y más que un atisbo de barriga. No hacía mucho ejercicio —ni sentía muchos deseos de hacerlo mientras estaba bajo los efectos de una fuerte dosis de Toracín— y la comida era excelente.
No se preocupaba por su peso cuando estaba dopado, y ésta era la condición en que vivía casi permanentemente. Cuando resolvían someterlo a otra de sus pruebas infructuosas, lo desintoxicaban durante un lapso de dieciocho horas, un médico verificaba sus reacciones físicas, lo sometían a un electroencefalograma para comprobar que sus ondas cerebrales estaban en orden y a punto, y después lo llevaban al cubículo de experimentos, que consistía en una pequeña habitación blanca con paneles de corcho perforado.
Habían empezado, allá por abril, con voluntarios humanos. Le explicaron lo que debía hacer y le advirtieron que si se pasaba de rosca —si dejaba ciego a alguien, por ejemplo— lo harían sufrir. La amenaza llevaba implícita la connotación de que tal vez no lo harían sufrir a él sólo. Andy tuvo la impresión de que ésta era una amenaza hueca: no creía que pudieran maltratar realmente a Charlie. Ella era la estrella del espectáculo. El no pasaba de ser una figura secundaria.
El médico que controlaba sus pruebas se llamaba Hermán Pynchot. Frisaba los cuarenta y habría parecido perfectamente normal si no hubiera sonreído tanto. A veces el exceso de sonrisas lo ponía nervioso. De cuando en cuando aparecía un médico mayor, llamado Hockstetter, pero generalmente trataba con Pynchot.
Cuando se aproximó el momento de realizar la primera prueba, Pynchot le informó que en la pequeña sala de experimentos había una mesa. Sobre la mesa descansaban una botella de zumo de uvas Kool-Aid con un rótulo que rezaba TINTA, una estilográfica montada sobre un soporte, un bloc de papel, una jarra de agua y dos vasos. Pynchot le explicó que el voluntario no sabría que en la botella de tinta había otra cosa. Añadió que le quedarían agradecidos a Andy si este «empujaba» al voluntario para inducirlo a servirse un vaso de agua, a verter en éste una dosis considerable de «tinta» y a beber después la mezcla.
—A punto —dijo Andy. El no se sentía personalmente tan a punto. Echaba de menos su Toracín y el sosiego que éste le aportaba.
—Muy a punto —asintió Pynchot—. ¿Lo hará?
—¿Por qué habría de hacerlo?
—Recibirá algo a cambio. Algo placentero.
—Pórtate como una buena ratita y te recompensaremos con un trozo de queso —comentó Andy—. ¿Correcto?
Pynchot se encogió de hombros y sonrió. Su bata era agresivamente pulcra. Parecía cortada por un sastre de primera.
—Está bien —manifestó Andy—. Me rindo ¿Con qué me recompensarán si consigo que ese pobre infeliz beba tinta?
—Bueno, para empezar, podrá seguir tomando sus píldoras.
Súbitamente tuvo una pequeña dificultad para tragar y se preguntó si el Toracín creaba adicción, y en el caso de que fuera así, si ésta era psicológica o fisiológica.
—Dígame, Pynchot, ¿qué sensación produce el hecho de traficar con drogas? ¿Eso figura en el juramento hipocrático?
Pynchot se encogió de hombros y sonrió.
—También saldrá por un tiempo de aquí —anunció—. Creo que usted ha manifestado interés en salir.
Era cierto. Sus aposentos eran agradables… tanto, que a veces casi podía olvidar que sólo se trataba de una celda acolchada. Disponía de tres habitaciones y un baño. Había un televisor en colores equipado con un sistema privado de video en el que cada semana aparecía una nueva opción de tres películas recientes. Uno de los trepanadores de cráneos —probablemente había sido Pynchot— debía de haber explicado que era inútil quitarle el cinturón y darle sólo lápices blandos para escribir y cucharas de plástico para comer. Si quería suicidarse, no podrían impedírselo.
Si empujaba con suficiente fuerza y durante el tiempo necesario, podría reventarse sencillamente el cerebro como si fuera un neumático viejo.
Así que su alojamiento tenía toda clase de comodidades, incluido un horno de microondas. Estaba totalmente pintado con colores decorativos, una alfombra mullida cubría el suelo de la sala, y los cuadros eran reproducciones de calidad. Pero a pesar de todo, un excremento de perro glaseado no es un pastel de bodas, sino simplemente un excremento de perro glaseado, y ninguna de las puertas de ese bonito apartamento tenía picaportes por dentro. Por todas partes había pequeñas mirillas de cristal, como las que se ven en las puertas de los hoteles. Incluso había una en el cuarto de baño, y Andy había calculado que su campo visual abarcaba todo el apartamento. Andy sospechaba la existencia de equipos monitores de televisión, y probablemente equipados con rayos infrarrojos, así que ni siquiera podía uno masturbarse en un clima de relativa intimidad.
No padecía claustrofobia, pero tampoco le gustaba vivir encerrado durante mucho tiempo. Eso le ponía nervioso, aun con las drogas. Era un nerviosismo mitigado, que generalmente se traducía en largos suspiros y períodos de abulia. Claro que había pedido que lo dejaran salir. Deseaba ver nuevamente el sol, y la hierba verde.
—Sí —le informó en voz baja a Pynchot—. He manifestado mi interés por salir.
Pero no lo logró.
Al principio el voluntario se mostró nervioso. Indudablemente esperaba que Andy lo hiciera poner cabeza abajo y cacarear como una gallina o ejecutar una acción igualmente ridícula. Era hincha de fútbol. Andy consiguió que el tipo, que se llamaba Dick Albright, lo pusiera al día acerca de lo sucedido durante la última temporada.
Albright se entusiasmó. Pasó los veinte minutos siguientes evocando lo sucedido durante toda la temporada y se fue serenando gradualmente. Estaba describiendo la pésima actuación de un árbitro cuando Andy dijo:
—Beba un vaso de agua, si quiere. Debe de tener sed.
Albright lo miró.
—Sí, tengo un poco de sed. Escuche… ¿estoy hablando demasiado? ¿Cree que echaré a perder las pruebas?
—No, no me lo parece —respondió Andy. Observó cómo Dick Albright vertía el agua de la jarra en un vaso.
—¿Usted también quiere beber? —inquirió Albright.
—No, gracias —contestó Andy, y súbitamente asestó un fuerte empujón—. ¿Por qué no le agrega un poco de tinta?
Albright volvió a mirarlo y después estiró la mano hacia la botella de «tinta». La levantó, la estudió y volvió a dejarla en su lugar.
—¿Pretende que le agregue tinta? Debe de estar loco.
Pynchot sonrió tanto después de la prueba como antes, pero no estaba satisfecho. Nada satisfecho. Andy tampoco lo estaba. Cuando había empujado en dirección a Albright no había experimentado aquella sensación de deslizamiento… la curiosa sensación de desdoblamiento que generalmente acompañaba al empujón. Ni la jaqueca. Había encauzado toda su voluntad hacia el acto de sugerirle a Albright que sería muy razonable agregar tinta al agua, y Albright le había dado una respuesta igualmente razonable: que Andy estaba chiflado. No obstante el inmenso dolor que siempre le había causado su poder, tuvo un acceso de pánico al pensar que tal vez lo había perdido.
—¿Por qué quiere mantenerlo encubierto? —le preguntó Pynchot. Encendió un Chesterfield y sonrió—. No lo entiendo, Andy. ¿Qué beneficio le produce?
—Le repito por décima vez que no lo estaba reprimiendo. No fingía. Empujé con toda la fuerza posible. No sucedió nada, eso es todo.
Quería su píldora. Se sentía deprimido y nervioso. Todos los colores parecían demasiado brillantes, la luz demasiado intensa, las voces demasiado estridentes. Con las píldoras vivía mejor. Con las píldoras la indignación inútil por lo que había sucedido y la soledad que experimentaba por la ausencia de Charlie y su preocupación por lo que podía estar sucediéndole a su hija… se diluían y se convertían en sentimientos controlables.
—Temo no poder creerlo —manifestó Pynchot, y sonrió—. Píenselo mejor, Andy. No le pedimos que obligue a alguien a arrojarse por un precipicio o a pegarse un tiro en la cabeza. Supongo que usted no estaba tan ansioso como decía por salir de este edificio.
Se levantó como si se dispusiera a irse.
—Escuche —exclamó Andy, sin poder impedir que parte de la desesperación se reflejara en su voz—. Me gustaría tomar una de esas píldoras.
—¿De veras? Bueno, tal vez le interese saber que estoy reduciendo la dosis… por si es el Toracín el que anula su poder. —Volvió a exhibir la sonrisa—. Claro está que si su poder reapareciera súbitamente…
—Hay un par de cosas que usted debe saber —lo interrumpió Andy—. En primer lugar, ese tipo estaba nervioso, a la expectativa. En segundo lugar, no era tan listo. Es mucho más difícil empujar a los viejos y a las personas con un coeficiente intelectual bajo o entre bajo y normal. Las personas inteligentes responden mejor.
—¿Eso es cierto? —preguntó Pynchot.
—Sí.
—¿Entonces por qué no me empuja a mí para que le dé una píldora ahora mismo? Mi coeficiente intelectual, verificado mediante tests, es de ciento cincuenta y cinco.
Andy lo había intentado… infructuosamente.
Finalmente consiguió que lo dejaran salir al aire libre, y finalmente también volvieron a aumentarle la dosis de la medicación… una vez convencidos de que realmente no fingía, de que, en verdad, se esforzaba desesperadamente por utilizar el empujón, sin ningún éxito. Independientemente el uno del otro, tanto Andy como el doctor Pynchot empezaron a preguntarse si no había perdido sus capacidades definitivamente durante la fuga que los había llevado a él y a Charlie de Nueva York al aeropuerto del condado de Albany y de éste a Hastings Glen. Si no había agotado sencillamente su talento. Y los dos se preguntaban si no se trataba de alguna suerte de bloqueo psicológico. El mismo Andy llegó a convencerse de que su talento se había esfumado por completo o de que sólo se trataba de un mecanismo de defensa: su mente se negaba a activar su poder porque sabía que eso podría matarlo. No había olvidado los puntos insensibles de la mejilla y el cuello, ni el ojo inyectado en sangre.
Fuera como fuere, el resultado era el mismo: un fracaso total. Al comprobar que se desvanecían sus sueños de convertirse en el primer hombre que había obtenido pruebas verificables y empíricas de la dominación mental parapsicológica, y de cubrirse así de gloria, Pynchot empezó a visitarlo cada vez con menos frecuencia.
Las pruebas continuaron durante los meses de mayo y junio, primero con voluntarios y después con sujetos totalmente desprevenidos. Pynchot fue el primero en admitir que no era muy ético recurrir a éstos, pero algunos de los experimentos iniciales con LSD tampoco habían sido totalmente éticos. Andy se maravilló de que, después de equiparar estas dos trasgresiones, Pynchot pareciera llegar a la conclusión de que todo era lícito. Tampoco importaba mucho, porque Andy no consiguió empujar a ninguno de estos sujetos.
Hacía un mes, inmediatamente después del 4 de julio, habían empezado a ponerlo a prueba con animales. Andy argumentó que empujar a un animal era aún mas imposible que tratar de empujar a un subnormal, pero sus protestas no conmovieron a Pynchot y su equipo, que a esa altura ya se conformaban con atenerse a las apariencias formales de una investigación científica. Y así, Andy se encontraba sentado una vez por semana en una habitación en compañía de un perro o un gato o un mono, y con la sensación de ser el protagonista de una novela del género absurdo. Recordaba al taxista que había mirado el billete de un dólar y había visto uno de quinientos. Recordaba a los ejecutivos tímidos a los que había conseguido encauzar apaciblemente por el camino de la confianza y la agresividad. Antes de trabajar con ellos había montado, en Port City, Pennsylvania, el Programa de Adelgazamiento, a cuyas clases asistían sobre todo amas de casa obesas adictas a los pasteles, la Pepsi Cola, y a cualquier sustancia que se pudiera meter entre dos rebanadas de pan. Éstas eran las cosas que llenaban un poco el vacío de sus vidas. Entonces había bastado empujar ligeramente, porque la mayoría de ellas querían rebajar realmente de peso. Él las había ayudado a lograrlo. También pensaba en lo que les había sucedido a los dos matones de la Tienda que habían secuestrado a Charlie.
Él había podido hacerlo, pero ya no. Incluso era difícil recordar lo que había sentido entonces. De modo que se sentaba en la habitación con perros que le lamían la mano y con gatos que ronroneaban y con monos que se rascaban melancólicamente el culo y que a veces le mostraban los dientes con unas sonrisas apocalípticas, erizadas de colmillos, unas sonrisas que se parecían procazmente a las de Pynchot, y por supuesto ninguno de esos animales hacía nada inusitado. Y más tarde lo llevaban a su apartamento, cuyas puertas carecían de picaportes, y sobre la repisa de la cocina encontraba una píldora azul en un plato blanco y al cabo de poco tiempo dejaría de sentirse nervioso y deprimido. Empezaría a sentirse a gusto una vez más. Y miraba una de las películas del sistema privado de video —una de Clint Eastwood, si la conseguía— o quizá The PTL Club. No lo preocupaba mucho haber perdido su talento y haberse convertido en una persona superflua.