Rainbird introdujo su tarjeta de identificación en la ranura apropiada y después bajó a la sala de ordenanzas para tomar una taza de café antes de entrar. No quería café, pero aún era temprano. No podía darse el lujo de demostrar su ansiedad. Ya era bastante grave que Norton la hubiera notado y hubiese hecho un comentario al respecto.
Se sirvió un chorro del lodo recalentado sobre el hornillo y se sentó a beberlo. Por lo menos todavía no había llegado ninguno de los otros lacayos. Se instaló en el sofá gris agrietado y desfondado y bebió el café. Sus facciones devastadas (por las que Charlie sólo había manifestado un interés pasajero) se mantenían serenas e impasibles. Su cerebro funcionaba aceleradamente, analizando la situación.
El equipo que trabajaba allí tenía muchos puntos en común con los ladrones novatos de la anécdota de Rammaden, los que habían entrado en la oficina del supermercado. Ahora trataban a la niña con guantes de seda, pero no porque le tuvieran cariño. Tarde o temprano decidirían que los guantes de seda no servían para nada, y cuando se les agotaran las alternativas «suaves» optarían por volar la caja. Rainbird estaba casi seguro de que al proceder así «matarían el dinero», para decirlo con las palabras cáusticas de Rammaden.
Ya había leído la frase «tratamientos ligeros de shock» en los informes de dos médicos, y uno de estos médicos era Pynchot, que tenía un gran ascendiente sobre Hockstetter. Había visto un informe de contingencia redactado en una jerga tan abstrusa que casi se trataba de otro lenguaje. Traducido, se condensaba al fin en una serie de recursos violentos: si la chica ve que su padre sufre mucho, cederá. Rainbird sospechaba que si la chica veía a su padre conectado a una batería Delco, bailando la polca y con los cabellos erizados, lo que haría sería volver parsimoniosamente a su habitación, romper un vaso y tragarse los fragmentos de vidrio.
Pero era imposible abrirles los ojos. La Tienda, como el FBI y la CÍA, tenía un largo historial de operaciones en las que «mataban el dinero». Si no puedes conseguir lo que deseas con la ayuda extranjera, irrumpe con ametralladoras y gelinita y asesina al bastardo. Inyecta cianuro en los cigarros de Castro. Era absurdo, pero no podías advertírselo. Sólo veían los RESULTADOS, refulgiendo y titilando como una mítica fortuna ganada en Las Vegas. Entonces mataban el dinero y se quedaban con un puñado de jirones de papel verde que se les escapaban entre los dedos y se preguntaban qué demonios había sucedido.
Empezaron a entrar otros ordenanzas, bromeando, intercambiando palmadas en los bíceps, hablando de los tantos que habían marcado la noche anterior al derribar todos los bolos con el primer o el segundo tiro, hablando de mujeres, hablando de autos, hablando de la curda que habían agarrado. Los mismos temas que se reiterarían hasta el día del juicio final, aleluya, amén. Se mantuvieron alejados de Rainbird. Este no le caía simpático a nadie. Este no jugaba a los bolos y no quería hablar de su auto y parecía haber salido de una película de Frankenstein. Los ponía nerviosos. Si uno de ellos le hubiera dado una palmada en el bíceps, Rainbird lo habría enviado al hospital con fracturas múltiples.
Extrajo una bolsita de Red Man, un papel Zig-Zag, y lió un cigarrillo. Permaneció sentado y fumó y esperó la hora de bajar a los aposentos de la chica.
En términos generales, se sentía mejor, más vivo, que en muchos años. Se daba cuenta de ello y se lo agradecía a la chica. Esta nunca sabría que le había devuelto la vida por un tiempo, la vida de un hombre que tiene los sentidos aguzados y alimenta esperanzas portentosas. O sea, un hombre con inquietudes vitales. Era bueno que la chica fuese difícil. Finalmente se introduciría en ella (aperturas difíciles y aperturas fáciles, pero no aperturas imposibles); la haría interpretar su número fuerte delante de ellos, suponiendo que mereciera la pena; y cuando terminara el número la mataría y le miraría los ojos, con la esperanza de captar esa chispa de comprensión, ese mensaje, en el momento en que ella cruzara a donde había que cruzar, estuviera esto donde estuviere.
En el ínterin, él viviría.
Aplastó el cigarrillo y se levantó, listo para ir a trabajar.