John Rainbird había trepado hasta la mitad del tronco de un alto abeto situado a ciento cincuenta metros de allí. Usaba botas con clavos, como los obreros que reparaban líneas telefónicas, y un cinturón que también pertenecía al equipo de esos obreros lo ceñía fuertemente al tronco. Cuando se abrió la puerta de la casa, se echó la culata del fusil al hombro y la apoyó firmemente. La calma total se asentó sobre él como un manto apaciguador. Todo asumió una nitidez prodigiosa delante de su único ojo sano. Cuando había perdido su otro ojo, había sufrido un embotamiento del sentido de profundidad, pero en los momentos de extrema concentración, como ése, recuperaba su antigua claridad visual. Era como si su ojo estropeado pudiera regenerarse por lapsos muy breves.
No era un tiro difícil, y no habría perdido un momento en preocuparse si lo que se proponía incrustar en el cuello de la niña hubiese sido una bala. Pero se trataba de algo muy distinto, de algo que multiplicaba por diez el elemento de riesgo. Dentro del cañón de este fusil especialmente modificado estaba embutido un dardo acoplado a una ampolla de Orasín, y desde esa distancia siempre existía la posibilidad de que diera una voltereta o se desviase. Afortunadamente, casi no soplaba viento.
Si ésta es la voluntad del Gran Espíritu y de mis antepasados —rezó silenciosamente Rainbird—, guía mis manos y mi ojo para que dé en el blanco.
La chica salió acompañada por su padre, o sea que debería intervenir Jules. Vista a través de la mira telescópica, la niña parecía tan grande como la puerta de un granero. El anorak era una mancha azul brillante contra las tablas añosas de la casa. Rainbird dispuso de un momento para notar que McGee trasportaba las maletas, para comprender que después de todo habían llegado justo a tiempo.
La chica llevaba la capucha baja y la lengüeta de la cremallera levantada sólo hasta el esternón, así que la prenda se abría ligeramente a la altura del cuello. La atmósfera estaba tibia y esto también jugaba a su favor.
Presionó el disparador y enfocó los hilos cruzados de la mira sobre la base del cuello.
Sí ésa es la voluntad…
Oprimió el disparador. No se oyó un estampido, sino sólo un plut hueco, y de la boca del fusil brotó una pequeña espiral de humo.