Las maletas estaban preparadas. Charlie se había puesto su anorak y los pantalones para la nieve. Andy se enfundó en su propio chaquetón, levantó la cremallera y cogió las maletas. No se sentía bien, nada bien. Estaba nervioso. Una de sus corazonadas.
—¿Tú también lo captas, no es cierto? —preguntó Charlie. Su carita estaba pálida e inexpresiva.
Andy asintió con un movimiento de cabeza, de mala gana.
—¿Qué haremos?
—Roguemos que la corazonada sea un poco prematura —contestó, aunque íntimamente no creía que lo fuera—. ¿Qué otra cosa podemos hacer?
—¿Qué otra cosa podemos hacer? —repitió ella.
Se acercó a él y estiró los brazos para que la alzara, cosa que Andy no recordaba que ella hubiera hecho en mucho tiempo, quizás desde hacía dos años. Era increíble cómo pasaba el tiempo, con cuánta rapidez podía cambiar una criatura, delante de tus ojos y con una naturalidad casi pavorosa.
Andy depositó las maletas en el suelo y la alzó y la abrazó. Ella lo besó en la mejilla y después lo abrazó a su vez, con mucha fuerza.
—¿Estás lista? —le preguntó Andy, mientras la bajaba.
—Supongo que sí. —Charlie estaba nuevamente al borde del llanto—. Papá… no provocaré incendios. Aunque vengan antes de que podamos huir.
—Sí —contestó él—. Está bien, Charlie. Te entiendo.
—Te quiero, papá.
El hizo un ademán afirmativo.
—Yo también te quiero, pequeña.
Andy se encaminó hacia la puerta y la abrió. Por un momento el sol lo encandiló y no pudo ver absolutamente nada. Después sus pupilas se contrajeron y el día se aclaró delante de él, radiante con el brillo de la nieve derretida. A su derecha estaba la laguna Tashmore: tramos refulgentes e irregulares de agua azul que asomaban entre los témpanos flotantes. Al otro lado, en línea recta, se alzaban los bosques de pinos. Entre éstos vislumbró el tejado de tejas verdes de la casa más próxima, finalmente despejado de nieve.
En el bosque reinaba el silencio, y la sensación de desasosiego de Andy se intensificó. ¿Dónde estaban los gorjeos de los pájaros que los recibían por la mañana desde que habían empezado a mitigarse las temperaturas invernales? Ese día no se oía nada… sólo el goteo de la nieve que se derretía en las ramas. De pronto lamentó tremendamente que el Abuelo no hubiera instalado un teléfono en la casa. Tuvo que reprimir el deseo de gritar ¿Quién está ahí? a voz en grito. Sólo habría conseguido asustar aún más a Charlie.
—Todo parece estar bien —comentó—. Creo que seguimos llevándoles la delantera… si es que vienen hacia aquí.
—Qué bien —murmuró ella, sin convicción.
—Echemos a andar, nena —dijo Andy, y reflexionó por centésima vez, ¿Qué otra cosa podemos hacer?, y pensó una vez más cuánto los odiaba.
Charlie atravesó el cuarto en dirección a él, dejando atrás el escurridor cargado de platos que habían lavado esa mañana después de desayunar. Toda la casa quedaba tal como la habían encontrado, muy bien arreglada. El Abuelo se habría sentido satisfecho.
Andy pasó un brazo alrededor de los hombros de Charlie y le dio otro fugaz apretón. Después cogió las maletas y salieron juntos al encuentro del sol primaveral.