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Había exactamente doce agentes en torno a la casa del Abuelo McGee. Se habían apostado la noche anterior. Todos vestían ropas con motas blancas y verdes. Ninguno de ellos había estado en la granja de Manders y ninguno estaba armado, con excepción de John Rainbird, que empuñaba el fusil, y de Don Jules, que llevaba una pistola calibre 22.

—No quiero correr el riesgo de que alguien reaccione despavorido por lo que ocurrió allá en Nueva York —le había dicho Rainbird a Cap—. Cuando miro a Jamieson, todavía me parece que las pelotas le cuelgan hasta las rodillas.

Igualmente, no aceptó ni oír hablar de que los agentes fueran armados. Siempre sucedían cosas imprevistas, y no quería que la operación terminara con dos cadáveres. Había seleccionado personalmente a todos los agentes, y el que había escogido para encomendarle la captura de Andy McGee era Don Jules. Jules era un hombre canijo, de unos treinta años, taciturno, adusto. Y conocía su oficio. Rainbird lo sabía, porque Jules era el único hombre que había elegido como compañero de trabajo en más de una oportunidad. Era rápido y práctico. No estorbaba en los momentos críticos.

—McGee saldrá en algún momento durante el día —les había explicado Rainbird durante la reseña previa—. La chica sale habitualmente, pero McGee sale siempre. Si el hombre va solo, yo me ocuparé de él y Jules se ocultará rápida y silenciosamente. Si la niña sale sola, el procedimiento será el mismo. Si salen juntos, yo me ocuparé de la niña y Jules se ocupará de McGee. Los demás sois sólo comparsas… ¿entendido? —El ojo de Rainbird los recorrió con una mirada fulminante—. Estaréis allí únicamente por si algo sale completamente mal, eso es todo. Por supuesto, si algo sale completamente mal, la mayoría de vosotros echaréis a correr hacia la laguna con los pantalones incendiados. Venís por si se presenta esa única probabilidad entre cien de que podáis hacer algo. Desde luego, se entiende que también asistiréis como observadores y testigos para el caso de que yo meta la pata

Esto provocó una risita débil y nerviosa. Rainbird levantó un dedo.

—Si alguno de vosotros se aparta del guión previsto y los ahuyenta de alguna manera, me ocuparé personalmente de que lo destinen a la jungla más atroz de Sudamérica que pueda encontrar… y con el culo roto. Creedme, amigos. Sois los comparsas de mi espectáculo. Recordadlo.

Más tarde, en su «área de concentración» —un motel abandonado de St. Johnsbury— Rainbird llevó aparte a Don Jules.

—Has leído el expediente de ese hombre —manifestó Rainbird. Jules fumaba un Camel.

—Sí.

—¿Entiendes el concepto de dominación mental?

—Sí.

—¿Entiendes lo que les sucedió a los dos hombres de Ohio? ¿A los hombres que intentaron secuestrar a su hija?

—Yo trabajé con George Waring —respondió Jules parsimoniosamente—. Ese tipo era capaz de cosas peores.

—No lo creas. Sólo quiero dejarlo todo en claro. Tendrás que ser muy veloz.

—Sí, está bien.

—Este fulano ha descansado durante todo el invierno. Si tiene tiempo de asestarte un impacto, te convertirás en un candidato ideal para pasar los próximos tres años de tu vida en una celda acolchada, pensando que eres un pájaro o un nabo o algo semejante.

—Está bien.

—¿Qué es lo que está bien?

—Seré veloz. No hace falta que insistas, John.

—Es muy probable que salgan juntos —prosiguió Rainbird, sin hacerle caso—. Tú estarás a la vuelta de la esquina de la galería, donde no te verán desde la puerta. Esperarás que yo me ocupe de la chica. Su padre correrá hacia ella. Tú estarás detrás de él. Aciértale en el cuello.

—De acuerdo.

—No jodas esta operación, Don.

Jules sonrió fugazmente y continuó fumando.

—No.