El 27 de marzo, Andy McGee resolvió repentinamente que no podían permanecer más tiempo en Tashmore. Hacía más de dos semanas que había despachado las cartas, y si éstas hubiesen tenido que dar algún resultado, ya lo habrían dado. El mismo silencio ininterrumpido que pesaba en torno de la finca del Abuelo lo ponía nervioso. Suponía que era posible que lo hubieran desechado simplemente, como un chalado más, pero… no creía que ésta fuera la explicación.
Lo que creía, lo que le susurraba su intuición más profunda, era que las cartas no habían llegado a su destino.
Y esto significaba que conocían el paradero de él y de Charlie.
—Nos iremos —le dijo a Charlie—. Juntemos nuestros bártulos.
Ella se limitó a mirarlo atentamente, un poco asustada, y no contestó nada. No le preguntó a dónde irían ni qué harían, y esto también lo puso nervioso. En uno de los armarios habían encontrado dos viejas maletas, tapizadas con rótulos de lejanas vacaciones —Grand Rapids, Niágara Falls, Miami— y los dos empezaron a seleccionar lo que llevarían consigo y lo que dejarían atrás.
Un sol refulgente y enceguecedor entraba por las ventanas del lado oriental de la casa. El agua goteaba y gorgoteaba en los canalones. La noche anterior había dormido poco. El hielo se había resquebrajado y él había permanecido despierto, escuchándolo, escuchando el ruido agudo, etéreo y a veces macabro del viejo hielo amarillo que se partía y se deslizaba lentamente hacia la desembocadura de la laguna, donde el Great Hancock River se derramaba hacia el Este a través de New Hampshire y de todo Maine, cada vez más maloliente y contaminado hasta vomitar sus aguas fétidas y muertas en el Atlántico. El ruido parecía el de una prolongada nota cristalina o quizás el de un arco de violín frotado incesantemente contra una cuerda aguda, un zzziiiiinnnggg constante y atiplado que se posaba sobre las terminaciones nerviosas y parecía hacerlas vibrar por simpatía. El nunca había estado allí en la época del deshielo y no estaba seguro de querer repetir la experiencia. Ese sonido tenía un elemento sobrecogedor, de ultratumba, a medida que reverberaba entre las silenciosas paredes vegetales de esa cuenca montañosa, baja y erosionada.
Intuía que estaban muy cerca otra vez, como el monstruo entrevisto de una pesadilla reiterada. El día después del cumpleaños de Charlie había emprendido una de sus expediciones, con los esquíes incómodamente abrochados a sus pies, y había encontrado una hilera de huellas de raquetas de nieve que conducían hasta un alto abeto. En la costra superficial se veían marcas semejantes a puntos allí donde el caminante se había quitado las raquetas y las había clavado de punta en la nieve. Se observaban marcas confusas donde había vuelto a ceñirse las raquetas («botes para fango», las llamaba siempre el Abuelo, que las desdeñaba por una oscura razón que sólo él conocía). En la base del árbol, Andy encontró seis colillas de cigarrillos Vangate y un estuche amarillo estrujado que alguna vez había contenido un carrete de película Kodak Tri-X. Más inquieto que nunca, se había quitado los esquíes y había trepado por el tronco. A mitad de trayecto su campo visual había abarcado la casa del Abuelo situada a un kilómetro y medio. Parecía pequeña y vacía. Pero con un teleobjetivo…
No le mencionó su hallazgo a Charlie.
Terminaron de preparar las maletas. El silencio continuo de Charlie lo obligó a abordarla con un tono nervioso, como si al callar ella lo estuviera acusando.
—Haremos autostop hasta Berlín —anunció—, y después volveremos a la ciudad de Nueva York en un Greyhound. Iremos a las oficinas del New York Times…
—Pero papá, si ya les enviaste una carta.
—Es posible que no la hayan recibido, cariño.
Ella lo miró un momento en silencio y después preguntó:
—¿Crees que ellos la interceptaron?
—Claro que n… —Andy meneó la cabeza y después volvió a empezar—: Sencillamente no lo sé, Charlie.
Charlie no contestó. Se arrodilló, cerró una de las maletas, y empezó a maniobrar torpemente con los pestillos.
—Deja que te ayude, querida.
—¡No puedo hacerlo! —le gritó ella, y se echó a llorar.
—Charlie, no. Por favor, cariño. Esto terminará pronto.
—No, no terminará pronto —replicó ella, llorando más desconsoladamente aún—. No terminarán nunca.