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El mismo Rainbird de siempre.

Entró lentamente, vestido con una cazadora desgastada, de cuero marrón, sobre una camisa a cuadros desvaída. Por los bajos de sus vaqueros desteñidos, de perneras rectas, asomaban unas botas viejas y maltratadas. La parte superior de su cabezota casi parecía rozar el techo. El despojo mutilado de su cuenca ocular vacía hizo estremecer interiormente a Cap.

—Cap —dijo, y se sentó—. He pasado demasiado tiempo en el desierto.

—He oído hablar de tu casa de Flagstaff —comentó Cap»—. Y de tu colección de zapatos.

John Rainbird se limitó a mirarlo sin parpadear, con su ojo sano.

—¿Cómo se explica que nunca te ves calzado con algo que no sea ese par de viejos trastos? —inquirió Cap.

Rainbird exhibió una ligera sonrisa y no contestó nada. Cap experimentó la inquietud de siempre y se preguntó de nuevo cuánto sabía Rainbird, y por qué esto lo preocupaba tanto.

—Tengo un trabajo para ti —anunció.

—Estupendo. ¿Es lo que yo quiero?

Cap lo miró, sorprendido y dubitativo, y por fin respondió:

—Creo que sí.

—Entonces hable, Cap.

Cap bosquejó el plan que permitiría llevar a Andy y Charlie McGee a Longmont. No necesitó mucho tiempo para ello.

—¿Puedes manejar el fusil? —preguntó, cuando hubo terminado.

—Puedo manejar cualquier fusil. Y su plan es bueno. Tendrá éxito.

—Es una suerte que le des tu aprobación —dijo Cap. Había tratado de emplear un tono de ligera ironía y sólo había conseguido parecer petulante. De todos modos, lo maldijo por dentro.

—Y dispararé el arma —agregó Rainbird—. Con una condición.

Cap se levantó, apoyó las manos sobre el escritorio —que estaba cubierto de papeles del expediente McGee— y se inclinó hacia Rainbird.

—No —sentenció—. Tú no me impones ninguna condición.

—Esta vez sí —replicó Rainbird—. Pero creo que le resultará fácil cumplirla.

—No —repitió Cap. De pronto el corazón le martilleaba el pecho, aunque no sabía si lo que lo excitaba era el miedo o la cólera—. Te equivocas. En esta agencia y en esta dependencia mando yo. Soy tu superior. Creo que has pasado suficiente tiempo en el ejército como para entender lo que significa un oficial superior.

—Sí —asintió Rainbird, sonriendo—. Me cargué a uno o dos en mi época. Una vez por orden directa de la Tienda. Su orden, Cap.

—¿Me estás amenazando? —bramó Cap. Una parte de su ser tenía conciencia de que la reacción era exagerada, pero aparentemente no podía controlarse—. ¿Me estás amenazando, maldito seas? ¡Si es así, creo que has perdido la chaveta por completo! ¡Si decido que no debes abandonar este edificio, me bastará con pulsar un botón! Hay treinta hombres que pueden disparar ese fusil…

—Pero ninguno de ellos puede dispararlo con tanto aplomo como este negro piel roja tuerto —lo interrumpió Rainbird. Su tono apacible no había cambiado—. Usted cree que ya los tiene en sus manos, Cap, pero son intangibles. Es posible que los dioses, cualesquiera que éstos sean, no quieran que usted los atrape. Es posible que no quieran que usted los encierre en sus cámaras diabólicas y vacías. No es la primera vez que cree tenerlos a su alcance. —Señaló el expediente apilado sobre el carrito de la biblioteca y después la carpeta de cubiertas azules—. He leído todo eso. Y el informe de su doctor Hockstetter.

—¡Ni en sueños! —exclamó Cap, pero vio la verdad reflejada en las facciones de Rainbird. Los había leído. De alguna manera los había leído. ¿Quién se los había dado?, se preguntó, furioso. ¿Quién?

—Oh, sí —prosiguió Rainbird—. Consigo lo que quiero, cuando lo quiero. La gente me lo da. Creo… que debe ser por mi cara bonita. —Su sonrisa se ensanchó y se tornó súbita y horriblemente rapaz. Su ojo sano se revolvió en la cuenca.

—¿Qué me dices? —murmuró Cap. Necesitaba un vaso de agua.

—Sólo que he dispuesto de mucho tiempo en Arizona para caminar y olfatear los vientos que soplan… y para usted, Cap, tienen un olor amargo, como los de una meseta alcalina. He dispuesto de tiempo para leer mucho y reflexionar mucho. Y lo que pienso es que tal vez soy el único hombre del mundo que puede traer a esos dos hasta aquí. Y tal vez soy el único hombre del mundo que podrá hacer algo con la chica cuando esté aquí. En cuanto a su voluminoso informe, su Toracín y su Orasín… es posible que las drogas no basten para resolver el problema. Es posible que existan más peligros que los que usted puede suponer.

Escuchar a Rainbird era como escuchar al fantasma de Wanless, y ahora Cap tenía tanto miedo y estaba tan indignado que no podía hablar.

—Haré todo esto —afirmó Rainbird amablemente—. Los traeré aquí y ustedes harán todas sus pruebas. —Parecía un padre a la hora de darle permiso a su crío para jugar con un juguete nuevo—. Con la condición de que me encomiende la eliminación de la chica cuando hayan terminado con ella.

—Estás loco —susurró Cap.

—Cuánta razón tiene —contestó Rainbird, y se rió—. Usted también lo está. Loco como una cabra. Se sienta aquí y urde planes para controlar una fuerza que escapa a su comprensión. Una fuerza que sólo pertenece a los dioses en persona… y a esta única chiquilla.

—¿Y qué impedirá que te haga borrar del mapa? ¿Aquí mismo y ahora?

—Mi palabra de que si desaparezco, en este mismo mes se expandirá por todo el país una onda sísmica de asco e indignación tan grande que, en comparación, Watergate parecerá un simple robo de caramelos. Mi palabra de que si desaparezco, la Tienda dejará de existir en el curso de seis semanas, y de que en los próximos seis meses usted comparecerá ante un juez que lo sentenciará por crímenes suficientemente graves como para retenerlo entre rejas durante el resto de su vida. —Sonrió nuevamente, mostrando unos dientes torcidos que parecían lápidas—. Créame, Cap. He pasado mucho tiempo en esta viña pestilente y pútrida, y la cosecha sería en verdad amarga.

Cap intentó reír. Lo que brotó de su garganta fue un gruñido ahogado.

—Durante diez años he almacenado mis nueces y mi forraje —explicó Rainbird serenamente—, como un animal que ha conocido el invierno y lo recuerda. Tengo una olla podrida de fotos, cintas magnetofónicas y fotocopias de documentos que le helarían la sangre en las venas a nuestro buen amigo el Hombre de la Calle.

—Nada de eso es posible —argumentó Cap, pero sabía que Rainbird no fanfarroneaba, y tuvo la impresión de que una mano fría e invisible le oprimía el pecho.

—Oh, es muy posible —replicó Rainbird—. Durante los últimos tres años he vivido en un estado de saturación informativa, porque en ese mismo lapso he podido conectarme con su computadora cada vez que se me antojaba. Mediante un sistema de tiempo compartido, desde luego, lo cual lo hizo muy costoso, pero he estado en condiciones de pagar. Mis remuneraciones han sido muy buenas, y he podido multiplicarlas con inversiones. Estoy plantado ante usted, Cap, o sentado, mejor dicho, aunque sea menos poético, como un ejemplo triunfal de la libre empresa norteamericana en acción.

—No —protestó Cap.

—Sí —respondió Rainbird—. Soy John Rainbird, pero también soy la Oficina de los Estados Unidos para Estudios Geológicos. Verifíquelo, si quiere. Mi clave para la computadora es AXON. Verifique en su terminal los códigos de tiempo compartido. Coja el ascensor. Lo esperaré.

Rainbird se cruzó de piernas y los bajos de la pernera derecha del pantalón se levantaron y dejaron al descubierto un desgarrón y un abultamiento en la costura de una de sus botas. Parecía un hombre que podía esperar por los tiempos de los tiempos, si ello era necesario.

Los pensamientos de Cap giraban vertiginosamente.

—Tal vez tengas acceso a la computadora mediante un sistema de tiempo compartido. Pero eso no te permite conectarte…

—Vaya a ver al doctor Noftzieger —dijo Rainbird cortésmente—. Pregúntele cuántos medios existen para conectarse con una computadora cuando se tiene acceso a ella utilizando un sistema de tiempo compartido. Hace dos años, un chico espabilado de doce años consiguió interferir la computadora de claves de los Estados Unidos. Y entre paréntesis; conozco su clave de acceso, Cap. Este año es BROW. El año pasado era RASP. Esta última me gustaba mucho más.

Cap se quedó sentado, mirando a Rainbird. Su mente parecía haberse fraccionado, parecía haberse convertido en un circo de tres pistas. Una parte se maravillaba ante el hecho de que nunca había oído hablar tanto a John Rainbird de una sola tirada. Otra parte procuraba asimilar la idea de que ese maníaco conocía todas las actividades de la Tienda. Una tercera parte recordaba una maldición china, una maldición que parecía engañosamente simpática hasta que uno la analizaba seriamente. Ojalá vivas en tiempos interesantes. Durante el último año y medio había vivido en tiempos excepcionalmente interesantes. Intuía que le bastaría un solo hecho interesante adicional para volverse totalmente loco.

Y entonces pensó una vez más en Wanless, con un espanto reptante, que sólo ahora empezaba a despuntar. Casi se sentía como si… como si… se estuviera trasformando en Wanless. Rodeado y acosado por demonios pero impotente para combatirlos o incluso para pedir ayuda.

—¿Qué deseas, Rainbird?

—Ya se lo he dicho, Cap. No quiero nada más que su palabra de que mi relación con Charlene McGee no terminará con el fusil sino que empezará allí. Deseo —el ojo de Rainbird se oscureció y se tornó pensativo, melancólico, introspectivo—, anhelo conocerla íntimamente.

Cap lo miró, despavorido.

Rainbird entendió repentinamente y meneó la cabeza, con expresión despectiva.

—No tan íntimamente. No en el sentido bíblico. Pero la conoceré. Ella y yo nos haremos amigos, Cap. Si es tan poderosa como todo lo indica, ella y yo seremos grandes amigos.

Cap dio una muestra de buen humor. No se rió, exactamente, sino que emitió más bien una risita estridente.

La expresión despectiva reflejada en el rostro de Rainbird no cambió.

—No, claro que usted no cree que eso sea posible. Mira mi cara y ve un monstruo. Mira mis manos y las ve empapadas en la sangre que usted me ordenó derramar. Pero le aseguro, Cap, que lo conseguiré. Hace dos años que la chica no tiene un amigo. Ha tenido a su padre, y nada más. La ve a ella como me ve a mí, Cap. Ese es su gran error. Donde mira, ve un monstruo. Sólo que en el caso de la niña ve un monstruo útil. Quizás ello se debe a que es blanco. Los blancos ven monstruos en todas partes. Los blancos miran sus propios miembros sexuales y ven monstruos —Rainbird volvió a reír.

Por fin Cap había empezado a sosegarse y a pensar sensatamente.

—¿Por qué habría de permitírtelo, aunque todo lo que dices sea cierto? Tus días están contados y ambos lo sabemos. Hace veinte años que buscas tu propia muerte. Todo lo demás ha sido casual, sólo un hobby. No tardarás en encontrarla. Y entonces ése será el fin para todos nosotros. ¿Por qué habría de complacerte y concederte lo que deseas?

—Quizá tenga razón. Quizá he estado buscando mi propia muerte, y le confieso que nunca habría esperado de usted una frase tan pintoresca, Cap. Quizá a usted deberían inculcarle más a menudo el miedo a Dios.

—Tú no coincides con la imagen que tengo de Dios —replicó Cap.

Rainbird sonrió.

—Sí, me parezco más al diablo de los cristianos. Pero le diré algo: creo que si realmente hubiera estado buscando mi propia muerte, la habría encontrado hace mucho tiempo. Quizá la he estado acechando para entretenerme. Pero no tengo ningún interés en demolerlo a usted, Cap, ni en destruir a la Tienda, ni al servicio de inteligencia interna de los Estados Unidos. No soy un idealista. Sólo deseo a la chiquilla. Y es posible que usted descubra que me necesita. Es posible que descubra que soy capaz de conseguir mucho más que todas las drogas almacenadas en el gabinete del doctor Hockstetter.

—¿Ya cambio de ello?

—Cuando concluya la operación McGee, dejará de existir la Oficina de Estudios Geológicos de los Estados Unidos. Su jefe de computadoras, Noftzieger, podrá cambiar todas sus claves. Y usted, Cap, volará conmigo a Arizona en un avión de una línea comercial. Disfrutaremos de una buena cena en mi restaurante favorito de Flagstaff y después iremos a mi casa, y detrás de ella, en el desierto, encenderemos nuestra propia hoguera y quemaremos un montón de papeles y cintas magnetofónicas y películas. Incluso le mostraré mi colección de zapatos, si quiere.

Cap reflexionó.

Rainbird le dio tiempo, plácidamente sentado.

Por fin Cap explicó.

—Hockstetter y sus colegas sugieren que tal vez se necesiten dos años para desentrañar los secretos de la niña. Todo depende de la profundidad de los estratos donde se hallan implantadas sus inhibiciones protectoras.

—Y usted no durará más de cuatro o seis meses.

Cap se encogió de hombros.

Rainbird se tocó la aleta de la nariz con el índice e inclinó la cabeza, con un grotesco ademán de cuento de hadas.

—Creo que podremos conservarlo mucho más tiempo en el puesto de mando, Cap. Entre los dos, sabemos dónde están sepultados centenares de cadáveres… tanto en un sentido literal como metafórico. Y dudo que hagan falta años. Al final, los dos conseguiremos lo que deseamos. ¿Qué me dice?

Cap lo pensó. Se sentía viejo y exhausto y completamente desconcertado.

—Supongo que hemos cerrado el trato —murmuró.

—Estupendo —asintió Rainbird vivamente—. Creo que seré el ordenanza de la niña. No estaré implicado en el esquema rutinario. Lo cual será importante para ella. Y, por supuesto, nunca sabrá que fui yo quien disparó el fusil. Sería peligroso que lo supiera, ¿no le parece? Muy peligroso.

—¿Por qué? —preguntó Cap finalmente—. ¿Por qué ha llegado a este extremo demencial?

—¿Le parece demencial? —replicó Rainbird con tono despreocupado. Se levantó y cogió una de las fotos que descansaban sobre el escritorio de Cap. Era aquella en la que aparecía Charlie deslizándose por la pendiente de nieve apelmazada sobre su caja de cartón de fondo plano, riendo—. En esta profesión todos almacenamos nuestras nueces y forraje para el invierno, Cap. Es lo que hizo Hoover. Y lo que hicieron incontables directores de la CÍA. Y lo que hizo usted, porque de lo contrario ya estaría cobrando su jubilación. Cuando yo empecé a hacerlo, Charlene McGee ni siquiera había nacido. Sólo me protegía las espaldas.

—¿Pero por qué tanto interés en la chica?

Rainbird tardó mucho en contestar. Miraba la foto atentamente, casi con ternura. La tocó.

—Es muy hermosa —dijo—. Y muy joven. Sin embargo lleva dentro su factor Z. El poder de los dioses. Ella y yo tendremos una relación muy íntima. —En su ojo apareció una expresión soñadora—. Sí, muy íntima.