El 24 de marzo, día del cumpleaños de Charlie McGee, Cap Hollister estaba sentado tras su escritorio, presa de una gran e indefinida inquietud. La razón de su inquietud no era indefinida. Esperaba recibir la visita de John Rainbird antes de una hora, y eso era más o menos como esperar la aparición del diablo. Por así decir. Y al menos el diablo cumplía lo pactado, cuando pactaba, si uno daba crédito a sus comunicados de prensa, pero Cap siempre había intuido que en la personalidad de John Rainbird había un elemento fundamentalmente ingobernable. Una vez que se reducían las cosas a su esencia última, Rainbird no era más que un asesino a sueldo, y los asesinos a sueldo siempre se autodestruyen, tarde o temprano. Cap sospechaba que cuando Rainbird saltara por los aires, la detonación sería espectacular. ¿Cuánto sabía acerca de la operación McGee, exactamente? No más de lo debido, ciertamente, pero… la idea lo carcomía. Se preguntó, y no por primera vez, si una vez concluido el caso McGee no sería prudente que ese indio descomunal sufriera un accidente. Para decirlo con las memorables palabras del padre de Cap, Rainbird estaba tan loco como un hombre que comía mierda de rata y decía que era caviar.
Suspiró. Afuera, una lluvia fría azotaba las ventanas, impulsada por un vendaval. Su estudio, tan luminoso y agradable en verano, se hallaba poblado, ahora, de sombras grises y fluctuantes. Sombras que no le eran gratas, mientras estaba sentado allí con el expediente McGee a su izquierda, sobre el carrito de la biblioteca. El invierno lo había envejecido. No era el mismo hombre vivaz que había pedaleado hasta la puerta de entrada en aquel día de octubre en que los McGee habían vuelto a huir, dejando en pos de sí una tempestad de fuego. Las arrugas de su rostro que en aquel entonces habían sido apenas perceptibles se habían profundizado hasta convertirse en fisuras. Le habían impuesto la humillación de utilizar bifocales —las gafas típicas de los ancianos, a su juicio— y para acostumbrarse había necesitado seis semanas de náuseas. Éstos eran los detalles minúsculos, los símbolos exteriores del curso absurda y demencialmente errado que habían seguido los acontecimientos. Estas eran las insignificancias por las que se irritaba consigo mismo, porque su educación le había enseñado a no irritarse por los problemas graves que se ocultaban apenas por debajo de la superficie.
Como si esa condenada chiquilla fuera una maldición personal, las dos únicas mujeres por las que había sentido un profundo afecto desde el fallecimiento de su madre habían muerto de cáncer ese invierno: su esposa, Georgia, tres días después de Navidad, y su secretaria particular, Rachel, hacía sólo poco más de un mes.
Él sabía que Georgia estaba gravemente enferma, desde luego. Una mastectomía practicada catorce meses antes de su muerte había retardado pero no detenido el progreso de la enfermedad. La muerte de Rachel había sido una cruel sorpresa. Recordaba que poco antes del fin (qué imperdonables parecemos a veces, retrospectivamente) había bromeado con ella, diciéndole que habría que engordarla, y Rachel le había devuelto los chistes.
Ahora sólo le quedaba la Tienda, y quizá no por mucho tiempo. Una forma insidiosa de cáncer había invadido al mismo Cap. ¿Cómo llamarlo? ¿Cáncer de la confianza? Algo así. Y en las jerarquías superiores este género de enfermedad era casi siempre mortal. Nixon, Lance, Helms… todos ellos víctimas del cáncer de la credibilidad.
Abrió el expediente McGee y extrajo los últimos agregados: las seis cartas que Andy había despachado hacía menos de dos semanas. Las barajó sin leerlas. Se trataba esencialmente de la misma carta, y conocía el contenido casi de memoria. Debajo de ellas había varias fotografías brillantes, algunas tomadas por Charles Payson, y las restantes por otros agentes en la orilla de la laguna que correspondía a Tashmore. Había fotos que mostraban a Andy subiendo por la calle principal de Bradford. En otras aparecía comprando en la tienda y pagando sus compras. Fotos de Andy y Charlie junto al cobertizo del bote, en la finca, con el Willys de Irv Manders al fondo, trasformado en un promontorio cubierto de nieve. Una foto que mostraba a Charlie deslizándose en una caja plana de cartón por una pendiente endurecida y refulgente cubierta de nieve compacta, mientras su cabellera flameaba asomando de un gorro de punto demasiado holgado para ella. En esta foto su padre aparecía en un segundo plano, con las manos enfundadas en mitones y apoyadas sobre las caderas, con la cabeza echada hacia atrás, lanzando una carcajada. Cap había contemplado esta foto a menudo, larga y serenamente, y a veces le sorprendía descubrir un temblor en sus manos cuando la dejaba a un lado. Éste era un testimonio de la vehemencia con que deseaba capturarlos.
Se levantó y se aproximó por un momento a la ventana. Ese día Rich McKeon no estaba cortando el césped. Los alisos se erguían pelados y esqueléticos, y el estanque que separaba las dos casas se hallaba reducido a una explanada desnuda con reminiscencias de pizarra. A comienzos de esa primavera había una docena de asuntos importantes sobre la bandeja de la Tienda, como si se tratara de un auténtico desayuno escandinavo, pero para Cap sólo había realmente uno, y éste era el que concernía a Andy McGee y a su hija Charlene.
El fracaso de Manders había producido mucho daño. La Tienda lo había superado, y Cap también, pero había generado una onda sísmica que no tardaría en estallar. El centro crítico de esta onda era la forma en que habían manejado a los McGee desde el día en que habían matado a Victoria McGee y habían secuestrado a su hija… aunque por muy poco tiempo. Muchas de las críticas estaban asociadas al hecho de que un profesor universitario que nunca había recibido siquiera adiestramiento militar hubiese podido rescatar a su hija de manos de dos agentes expertos de la Tienda, dejando a uno de ellos enloquecido y al otro en un estado de coma que había durado seis meses. El segundo agente nunca volvería a servir para nada. Si alguien pronunciaba la palabra «dormir» al alcance de sus oídos, se desplomaba como un saco de patatas y podía permanecer desde cuatro horas hasta un día íntegro en brazos de Morfeo. Desde un punto de vista aberrante, no dejaba de ser gracioso.
La otra crítica importante estaba asociada al hecho de que los McGee habían conseguido llevarles siempre la delantera, por mínima que ésta fuese. Lo cual no favorecía la imagen de la Tienda. Hacía que todos sus miembros parecieran lelos.
Pero la mayoría de las críticas estaban reservadas para el incidente de la granja Manders en sí mismo, porque éste casi había puesto al descubierto las actividades de la organización. Cap sabía que habían empezado los susurros. Los susurros, los informes, quizá incluso el testimonio en las audiencias ultrasecretas del Congreso. No queremos que se perpetúe como Hoover. La operación cubana se frustró completamente porque no podía sacar la cabeza de ese maldito expediente McGee. Su esposa falleció hace poco, sabe. Una lástima. Sufrió mucho. Toda la operación McGee no es más que un catálogo de ineptitudes. Quizás un hombre más joven…
Pero ninguno de ellos entendía con qué se enfrentaban. Creían saberlo, pero no lo sabían. Los había visto rechazar una y otra vez el sencillo dato de que la chiquilla era piroquinética: una incendiaria. Docenas de informes, literalmente docenas, sugerían que el incendio de la granja Manders había sido provocado al derramarse la gasolina, porque la mujer había roto una lámpara de queroseno, por una jodida combustión espontánea y sólo Dios sabía por qué otras necedades.
Algunos de esos informes procedían de personas que habían estado allí.
De pie junto a la ventana, Cap lamentó, perversamente, la ausencia de Wanless.
Wanless había entendido. El podría haber hablado con Wanless acerca de esa… esa peligrosa ceguera.
Volvió a su escritorio. Era inútil engañarse a sí mismo: una vez que empezaba a minarse el terreno, era imposible detener el proceso. Era realmente como un cáncer. Podías retrasar su crecimiento sacando a relucir favores (y Cap los había sacado a relucir por valor de diez años de actividad, sólo para conservar las riendas durante ese último invierno); y tal vez incluso podías forzarlo a mitigarse. Pero tarde o temprano estabas aniquilado. Intuía que podría durar hasta julio si se atenía a las reglas del juego, y quizás hasta noviembre si optaba por empecinarse y ponerse duro. Pero esto último podría implicar el descalabro de la Tienda, y él no quería llegar a semejante extremo. No deseaba destruir algo a lo cual había consagrado la mitad de su vida. Pero lo haría, si era necesario: seguiría esa operación hasta el fin.
El principal factor que le había permitido conservar el control había sido la rapidez con que habían localizado nuevamente a los McGee.
Cap aceptaba de buen grado que le atribuyeran ese mérito, porque así reforzaba su posición, pero en realidad se lo debían exclusivamente a la computadora.
El caso era tan antiguo que habían tenido tiempo más que suficiente de hurgar a fondo en la vida de los McGee. En la computadora habían almacenado datos sobre más de doscientos parientes y cuatrocientos amigos congregados en torno del árbol genealógico McGee-Tomlinson. Estas amistades se remontaban hasta la mejor amiga que había tenido Vicky en primer grado, una chica llamada Kathy Smith, que ahora era la esposa de Frank Worthy, de Cabral, California, y que probablemente no había vuelto a pensar en Vicky Tomlinson desde hacía veinte años.
La computadora fue alimentada con los datos del «último contacto» y escupió inmediatamente una lista de probabilidades. La lista la encabezaba el nombre del difunto abuelo de Andy, que había sido propietario de una finca en la laguna Tashmore, en Vermont. Andy había heredado la finca. Los McGee habían pasado sus vacaciones allí, y estaba a una distancia razonable de la granja Manders, por carreteras comarcales. La computadora opinaba que si Andy y Charlie querían ir a un «lugar conocido», elegirían precisamente ése.
Menos de una semana después de que se hubieran instalado en la casa del Abuelo, Cap sabía que estaban allí. Tendió un cordón de agentes dispersos en torno de la finca. Tomó medidas para adquirir el bazar de Bradford, porque era probable que las compras indispensables las hicieran en ese pueblo.
Una vigilancia pasiva, y nada más. Todas las fotografías habían sido tomadas con teleobjetivo, en condiciones óptimas para no ser visto. Cap no quería correr el riesgo de que se produjera otra tempestad de fuego.
Podrían haber atrapado discretamente a Andy durante cualquiera de sus viajes a través de la laguna. Podrían haberlos acribillado a los dos con la misma facilidad con que habían fotografiado a Charlie en el momento en que ésta se deslizaba utilizando la caja de cartón a modo de trineo. Pero Cap deseaba capturar a la chica, y se había convencido de que para poder controlarla realmente también necesitarían a su padre.
Después de localizarlos, lo más importante fue asegurarse de que no levantarían la liebre. A Cap no le hacía falta una computadora para saber que a medida que Andy se sintiera más asustado, aumentarían progresivamente las probabilidades de que buscara ayuda exterior. Antes del incidente en la granja de Manders, podrían haber manipulado o soportado un rumor en la prensa. Pero a partir de ese episodio, la intromisión periodística habría tenido una repercusión muy distinta. A Cap le producía pesadillas el solo hecho de pensar en lo que sucedería si la noticia llegaba al New York. Times.
Durante un breve lapso, en medio de la confusión que había seguido a la tempestad de fuego, Andy podría haber despachado sus cartas. Pero aparentemente los McGee padecían parecida confusión. Habían desaprovechado su mejor oportunidad para enviar cartas o hacer algunas llamadas telefónicas… que de todas maneras muy posiblemente no les habrían servido para nada. Últimamente el mundo estaba lleno de chalados, y los periodistas eran tan cínicos como el que más. La suya se había convertido en una profesión deslumbrante. Les interesaba más lo que hacían Margaux y Bo y Suzanne y Cheryl. Era menos peligroso.
Ahora los dos estaban encajonados. Cap había tenido todo el invierno para estudiar las alternativas. Incluso durante el funeral de su esposa las había estado sopesando. Gradualmente se había decidido a optar por un plan de acción y ahora estaba preparado para ponerlo en marcha. Payson, su emisario en Bradford, decía que el hielo de la laguna Tashmore estaba a punto de ceder. Y McGee había despachado finalmente las cartas. Ya debía estar esperando impacientemente una respuesta… y quizás empezaba a sospechar que las cartas no habían llegado a destino. Tal vez se preparaban para partir, y Cap prefería que no se movieran de donde estaban.
Debajo de las fotos había un grueso informe mecanografiado, de más de trescientas páginas, encuadernado en la cubierta azul propia de todo material ULTRASECRETO. Once médicos y psicólogos habían compilado esa combinación de monografía y prospecto bajo la dirección general del doctor Patrick Hockstetter, psicólogo clínico y psicoterapeuta. Éste era, a juicio de Cap, uno de los diez o doce cerebros más astutos que prestaban servicios a la Tienda. Tenía que serlo, dados los ochocientos mil dólares que le había costado al contribuyente la redacción de ese informe. Ahora, mientras lo hojeaba, Cap se preguntó qué habría opinado al respecto Wanless, aquel viejo augur.
Allí confirmaban su intuición de que necesitaban a Andy con vida. El equipo de Hockstetter había fundado su propia secuencia lógica sobre la premisa de que todos los poderes que les interesaban eran ejercidos por iniciativa propia, y tenían su causa inicial en la voluntad de su poseedor, que debía querer emplearlos. La palabra clave era voluntad.
Los poderes de la niña, de los cuales la piroquinesis era la piedra angular, tenían una peculiaridad, a saber, que escapaban a su control, que saltaban caprichosamente las barreras de su voluntad, pero este estudio, que incorporaba toda la información disponible, indicaba que era la criatura la que resolvía por sí misma si entraría o no en acción… como lo había hecho en la granja de Manders al darse cuenta de que los agentes de la Tienda planeaban matar a su padre.
Hojeó la recapitulación del experimento original con el Lote Seis. Todos los gráficos y las respuestas de las computadoras se reducían, en última instancia, a una misma conclusión: la voluntad como causa inicial.
Hockstetter y sus colegas habían utilizado la voluntad como base de todo y habían pasado revista a un asombroso catálogo de drogas antes de optar por el Toracín para Andy y por una nueva droga llamada Orasín para la niña. Setenta páginas de monsergas del informe se condensaban en el hecho de que estas drogas los harían sentirse embriagados, aletargados, flotantes. Ninguno de los dos podría ejercer la voluntad necesaria para elegir entre la leche con chocolate y la leche pura, y menos aún para generar incendios o para convencer a las personas de que estaban ciegas o de cualquier otra cosa.
A Andy McGee podrían mantenerlo constantemente drogado.
No estaba en condiciones de prestarles ningún servicio concreto: tanto el informe como la intuición de Cap sugerían que era un callejón sin salida, un caso perdido. La que les interesaba era la niña. Concededme seis meses, pensó Cap, y no necesitaremos más. El tiempo suficiente para revelar la topografía interior de esa cabecita portentosa. Ninguna subcomisión de la Cámara de Representantes o del Senado podría desentenderse de la promesa de poderes extrasensoriales inducidos mediante productos químicos, ni de las implicaciones colosales que tendría para la carrera de armamentos el hecho de que la niña poseyera aunque sólo fuese la mitad de los poderes que le había atribuido Wanless.
Y había otras posibilidades. No figuraban en el informe de cubiertas azules, porque eran demasiado explosivas incluso para un material ULTRASECRETO. Hockstetter, que se había ido excitando gradualmente a medida que la imagen cobraba forma ante él y su comisión de expertos, le había mencionado una de tales posibilidades a Cap hacía sólo una semana.
—Este factor Z… —sentenció Hockstetter—. ¿Ha considerado alguna de las perspectivas que se plantearían si resultara que la niña no es un híbrido sino una mutación auténtica?
Cap lo había considerado, aunque no se lo había confesado a Hockstetter. Eso planteaba la interesante cuestión de la eugenesia, con sus connotaciones latentes de nazismo y razas superiores. Los norteamericanos habían combatido en la Segunda Guerra Mundial precisamente para acabar con todo eso. Pero una cosa era perforar un yacimiento filosófico y hacer saltar un surtidor de bazofias sobre la usurpación del poder divino, y otra muy distinta demostrar en el laboratorio que los vástagos de padres tratados con el Lote Seis podrían ser teas humanas, levitadores, telépatas, telémpatas, o sólo Dios sabía qué más. Era fácil defender los ideales mientras no existían argumentos sólidos para desecharlos. ¿Pero qué había que hacer si existían dichos argumentos? ¿Había que montar criaderos de seres humanos? Aunque la idea pareciera disparatada, Cap podía imaginar su materialización. Ésa podría ser la clave de todo. De la paz mundial, o de la dominación mundial, ¿y acaso las dos no eran en realidad una misma cosa, cuando se eliminaban los espejos deformantes de la retórica y la pomposidad?
Era una situación compleja. Las posibilidades se proyectaban a lo largo de los doce próximos años. Cap sabía que, con espíritu realista, él, personalmente, no podía aspirar a un plazo mayor de seis meses, pero tal vez le bastaría con fijar la estrategia, con explorar el terreno sobre el que tenderían los rieles y circularía el ferrocarril. Ése sería su legado al país y al mundo. En comparación, la vida de un profesor universitario fugitivo y de la golfa de su hija valían menos que el polvo que arrastraba el viento.
No podrían someter a la chica a pruebas y observaciones mínimamente válidas si la mantenían constantemente drogada, pero su padre sería la prenda de la fortuna. Y en las pocas ocasiones en que quisieran ponerlo a prueba a él, procederían a la inversa. Era un simple sistema de palancas. Y como había observado Arquímedes, una palanca de longitud suficiente movería el mundo.
Se oyó el zumbido del interfono.
—Ha llegado John Rainbird —anunció la nueva secretaria. Su tono de recepcionista, habitualmente afable, estaba lo bastante erosionado como para dejar entrever el miedo que se ocultaba abajo.
No te culpo por ello, nena, pensó Cap.
—Hágalo pasar, por favor.