Aquel invierno, en Tashmore, tanto tiempo después de su desdichado despertar en aquel motel de Ohio, pareció que su desesperada predicción por fin se había convertido en realidad.
No fue un invierno idílico para ambos. Poco después de Navidad, Charlie pilló un resfriado y siguió estornudando y tosiendo hasta comienzos de abril, cuando por fin se curó totalmente.
Durante un tiempo tuvo fiebre. Andy la atosigó con mitades de aspirina y se dijo que si la fiebre no bajaba al cabo de tres días, tendría que llevarla al médico de Bradford, al otro lado de la laguna, sin pensar en cuáles pudieran ser las consecuencias. Pero la fiebre bajó, y durante el resto del invierno el resfriado de Charlie no fue más que un engorro para ésta. En una ocasión memorable, en marzo, Andy se las apañó para sufrir una ligera congelación, y en una ventosa noche de febrero, con una temperatura bajo cero, estuvo a punto de provocar un incendio que los habría achicharrado a ambos, cuando cargó en exceso la estufa de leña. Irónicamente, fue Charlie la que se despertó en mitad de la noche y descubrió que en la casa hacía demasiado calor.
El 14 de diciembre celebraron el cumpleaños de él, y el 24 de marzo festejaron el de Charlie. Ella tenía ocho años, y a veces Andy la miraba con una suerte de asombro, como si la viera por primera vez. Ya no era una chiquilla: le llegaba más arriba del codo. Su cabello había crecido nuevamente y Charlie se había acostumbrado a trenzarlo para que no le cayera sobre los ojos. Sería hermosa. Ya lo era, a pesar de la nariz enrojecida y todo lo demás.
No tenían coche. El Willys de Irv Manders se había congelado en enero, y Andy sospechaba que el bloque de cilindros estaba rajado. Lo había puesto en marcha todos los días, más por sentido de responsabilidad que por cualquier otra razón, porque ni siquiera un vehículo de tracción en las cuatro ruedas podría haberlos sacado de la finca del Abuelo después de Año Nuevo. La nieve, intacta si se exceptuaban las huellas de las ardillas, algunos ciervos y un mapache tenaz que se acercaba a husmear esperanzado el cubo de desperdicios, ya tenía más de medio metro de profundidad.
En el pequeño cobertizo que se levantaba detrás de la casa había unos anticuados esquíes para viajar a campo traviesa: tres pares, ninguno de los cuales casaba con los pies de Charlie. Tanto mejor. Andy la mantenía bajo techo tanto como podía. Se resignaba a vivir con su resfriado, pero no quería correr el riesgo de que reapareciera la fiebre.
Bajo la mesa donde el Abuelo había cepillado antaño las persianas y fabricado las puertas, encontró un par de viejas botas de esquiar, polvorientas y agrietadas, guardadas en una caja de cartón para rollos de papel higiénico. Andy las aceitó, las flexionó, y después descubrió que aún no podía calzarse los zapatos del Abuelo sin antes rellenar las punteras con papel de periódico. Eso le pareció un poco cómico, pero también un tanto ominoso. Durante ese largo invierno pensó mucho en el Abuelo, preguntándose qué habría hecho él en semejante aprieto.
En el invierno se calzó media docena de veces los esquíes (que no tenían un sistema de fijación moderno sino una confusa e irritante maraña de correas, hebillas y anillos) y se deslizó a través de la vasta y helada superficie de la laguna Tashmore hasta el embarcadero de Bradford. Desde allí, un camino angosto y sinuoso conducía a la aldea, plácidamente acurrucada en las colinas a tres kilómetros de la laguna.
Siempre partía antes del amanecer, con la mochila del Abuelo ceñida a la espalda, y nunca regresaba antes de las tres de la tarde. En una ocasión se adelantó por muy poco tiempo a un aullante temporal de nieve que lo habría dejado cegado y desorientado y a la deriva sobre el hielo. Charlie lanzó una exclamación de alivio cuando él entró, y después tuvo un largo y alarmante acceso de tos.
Los viajes a Bradford los hacía en busca de víveres y de ropas para él y para Charlie. Contaba con el «capital de reserva» del Abuelo, y después forzó la puerta de tres de las casas más grandes del otro extremo de la laguna Tashmore y robó dinero. No se envanecía de ello, pero le parecía una cuestión de supervivencia. Las casas que eligió se podrían haber vendido en el mercado de propiedades a ochenta mil dólares cada una, y suponía que los dueños podrían soportar la pérdida de treinta o cuarenta dólares guardados en botes de galletas, que eran el lugar donde la mayoría de ellos ocultaban su dinero. Aquel invierno sólo tocó otro elemento: el gran tambor de petróleo montado detrás de una casa amplia y moderna bautizada con el extraño nombre de CONFUSIÓN.
No le gustaba ir a Bradford. No le gustaba la certidumbre de que los ancianos sentados en torno de la gran estufa vecina a la caja registradora conversaran acerca del forastero que residía en una de las casas, del otro lado de la laguna. Las historias de ese tipo solían circular y a veces llegaban a oídos peligrosos. No haría falta mucho —sólo un susurro— para que la Tienda urdiera un nexo inevitable entre Andy, su abuelo, y la casa que éste tenía en Tashmore, Vermont. Pero sencillamente no se le ocurría qué otra cosa podía hacer. Necesitaban comer, y no podían pasar todo el invierno alimentándose con sardinas envasadas. Quería frutas frescas para Charlie, y vitaminas, y ropas. Charlie no había traído consigo nada más que una blusa sucia, un par de pantalones rojos, y un solo par de bragas. No contaba con ningún medicamento para la tos que le inspirara confianza, no había verduras frescas, y aunque pareciera absurdo, casi no tenían fósforos. En todas las casas que visitó tras forzar la puerta había una chimenea, pero sólo encontró una caja de fósforos de madera Diamond.
Podría haberse alejado más —había otras casas y cabañas— pero muchas de las zonas vecinas estaban despejadas de nieve y eran patrulladas por la policía local de Tashmore. Y en muchos de los caminos había por lo menos uno o dos residentes fijos.
En la tienda de Bradford pudo comprar todo lo que necesitaba, incluidos tres pares de pantalones gruesos y tres camisas de lana, aproximadamente de la talla de Charlie. No había ropa interior para niñas, así que tuvo que conformarse con unos shorts de talla pequeña. Esto la indignaba y la divertía al mismo tiempo.
El viaje de nueve kilómetros, entre ida y vuelta, hasta Bradford, en los esquíes del Abuelo, suponía un engorro y un placer para Andy. No le gustaba dejar sola a Charlie, no porque no confiara en ella sino porque siempre temía volver y no encontrarla… o encontrarla muerta. Las viejas botas le producían ampollas aunque se pusiera muchos pares de calcetines. Si intentaba desplazarse a demasiada velocidad lo atacaban las jaquecas, y entonces recordaba los pequeños puntos insensibles de su rostro e imaginaba su cerebro como un viejo neumático pelado, un neumático que había sido usado durante tanto tiempo y en condiciones tan difíciles que en algunos tramos estaba corroído hasta la lona. Si sufría una hemorragia cerebral en medio de esa condenada laguna y moría congelado, ¿qué sería de Charlie?
Pero era durante esas expediciones cuando pensaba mejor. El silencio contribuía a despejarle la cabeza. La laguna Tashmore en sí misma no era ancha —el trayecto de Andy desde la orilla occidental hasta la oriental abarcaba poco más de un kilómetro— pero era muy larga. En febrero, con una capa de nieve de más de un metro de espesor sobre el hielo, Andy a veces se detenía en el centro y miraba lentamente a derecha e izquierda. Entonces la laguna parecía un extenso corredor pavimentado con deslumbrantes azulejos blancos: limpio, ininterrumpido, se desplegaba por ambos lados hasta perderse de vista. Pinos espolvoreados con azúcar en todo el perímetro. Arriba, el cielo de invierno, azul, duro, refulgente y despiadado, o la blancura baja e indescriptible de la nieve en cierne. A veces se oía el graznido lejano de un cuervo, o el ruido débil, ondulante, que producía el hielo al dilatarse, pero esto era todo. El ejercicio tonificaba su cuerpo. Le brotaba una tibia película de sudor entre la piel y sus ropas, y era agradable generar transpiración y enjugársela después de la frente. Había olvidado en parte esta sensación mientras enseñaba la obra de Yeats y Williams y corregía ejercicios.
En medio de ese silencio, y merced al esfuerzo que implicaban los ejercicios corporales violentos, se le despejaba la cabeza y podía analizar el problema. Debía hacer algo, debería haberlo hecho hacía mucho tiempo, pero esto pertenecía al pasado. Habían ido a pasar el invierno en la finca del Abuelo, pero seguían siendo fugitivos. La sensación incomoda que le producían los viejos sentados alrededor de la estufa, fumando sus pipas y mirándolo inquisitivamente, bastaba para convencerlo de ello. El y Charlie estaban acorralados, y tenía que haber alguna escapatoria.
Y todavía estaba furioso, porque no era justo. Sus perseguidores no tenían derecho. La suya era una familia de ciudadanos norteamericanos, que vivían en una sociedad presuntamente abierta, y habían asesinado a su esposa, habían secuestrado a su hija, y a ellos dos los perseguían como si fueran conejos.
Volvió a pensar que, si conseguía hacerse escuchar por una o más personas, podría destaparlo todo. No lo había hecho antes porque había perdurado, por lo menos hasta cierto punto, aquella extraña hipnosis, la misma hipnosis que había desembocado en la muerte de Vicky. No había querido que su hija se criara como si fuese un bicho raro de un parque de atracciones. No había querido que la internaran en alguna institución… ni por el bien de la patria ni por el suyo propio. Y peor aún, había seguido mintiéndose a sí mismo. Incluso después de ver a su esposa embutida en el armario de la tabla de planchar, en el lavadero, con aquella bayeta en la boca, había seguido mintiéndose y diciéndose que tarde o temprano los dejarían en paz. Jugamos en broma —habían dicho como niños—. Al final todos deberán devolver el dinero.
Pero no eran niños, ni jugaban en broma, y nadie les devolvería nada a él y a Charlie cuando concluyera el juego. Eso era irreversible.
En silencio, empezó a asimilar ciertas verdades crueles. Hasta cierto punto, Charlie era un bicho raro, no muy distinto de los bebés talidomídicos de los años sesenta o de las hijas de madres que habían tomado determinados estrógenos. Los médicos sencillamente no habían sabido que después de catorce o dieciséis años un número anormal de esas niñas desarrollarían tumores vaginales. Charlie no tenía la culpa, pero esto no cambiaba nada. Su naturaleza extraña, aberrante, era simplemente un elemento interior. Lo que había hecho en la granja Manders había sido terrorífico, absolutamente terrorífico, y desde entonces Andy no había cesado de preguntarse hasta dónde llegaba su capacidad, hasta dónde podía llegar. Durante el año que habían pasado huyendo había leído muchos libros sobre parapsicología, los suficientes para saber que se sospechaba que tanto la piroquinesis como la telequinesis estaban asociadas a ciertas glándulas de secreción interna cuyo funcionamiento nadie entendía muy bien. Sus lecturas también le habían revelado que ambos talentos estaban íntimamente relacionados, y que en la mayoría de los casos documentados se trataba de niñas no mucho mayores de lo que Charlie era en ese momento.
A los siete años, Charlie había estado en condiciones de iniciar la destrucción de la granja Manders. Ahora tenía casi ocho. ¿Qué podría hacer cuando cumpliera doce y entrase en la adolescencia? Quizá nada. Quizá mucho. Había dicho que no volvería a emplear su poder, pero, ¿y si la obligaban a usarlo? ¿Y si empezaba a manifestarse espontáneamente? ¿Y si empezaba a provocar incendios en sueños en el curso de su extraña pubertad, lo cual sería la abrasadora contrapartida de las poluciones nocturnas de la mayoría de los adolescentes varones? ¿Y si la Tienda finalmente se daba por vencida… y a Charlie la secuestraba una potencia extranjera?
Interrogantes, interrogantes.
En sus expediciones a través de la laguna, Andy trataba de encontrarles respuesta y llegó renuentemente a la conclusión de que tal vez Charlie debería someterse a algún tipo de custodia durante el resto de su vida, aunque sólo fuera para su propia protección. Tal vez la necesitaría tanto como las víctimas de la distrofia muscular necesitaban usar crueles soportes en las piernas o como los bebés talidomídicos necesitaban usar extrañas prótesis.
Y además debía considerar el problema de su propio futuro.
Recordaba las zonas insensibles, el ojo inyectado en sangre. Nadie quiere aceptar que su propia sentencia de muerte ha sido firmada y fechada, y Andy no terminaba de creerlo, pero tenía conciencia de que otros dos o tres empujones fuertes podrían matarlo, y comprendía que quizá su expectativa normal de vida ya se había abreviado drásticamente. Debería tomar alguna precaución para que Charlie no quedara desamparada en ese caso.
Pero no a la manera de la Tienda.
No quería que la encerraran en un cuartucho. No lo permitiría en absoluto.
Así que lo pensó bien y llegó por fin a una decisión penosa.