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Lo único que no habían podido achacarle —aunque eso les habría encantado— había sido el asesinato de Vicky. En cambio, habían optado por borrar sencillamente lo que había sucedido en el lavadero. Menos problemas para ellos. A veces —aunque no con frecuencia— Andy se preguntaba qué habían conjeturado los vecinos de Lakeland. ¿Cobradores de deudas sin pagar? ¿Problemas conyugales? ¿Tal vez un caso de drogadicción o de ultraje a la infancia? No conocían a nadie en Conifer Place tan bien como para que aquello pasara de ser el tema de una conversación ociosa a la hora de cenar, una sorpresa de nueve días de duración cuando el banco que tenía la titularidad de la hipoteca había sacado a subasta la casa.

Ahora, sentado en la terraza y con la vista perdida en la oscuridad, Andy pensó que tal vez aquel día había tenido más suerte de la que había sospechado (o sabido valorar). Había llegado demasiado tarde para salvar a Vicky, pero había partido antes de que irrumpiera la Cuadrilla de Limpieza.

Nunca había aparecido nada en el periódico, ni siquiera un suelto acerca de la forma —¡qué curioso!— en que un profesor de inglés llamado Andrew McGee y su familia se habían esfumado como por arte de magia. Quizá la Tienda había conseguido silenciar eso, también. Seguramente alguien había denunciado su desaparición.

Era lo menos que podía hacer uno de los tipos con los que había estado almorzando aquel día, o todos. Pero la noticia no había llegado a los diarios y, desde luego, los cobradores de deudas sin pagar no ponen anuncios.

—Me lo habrían achacado si hubieran podido —dijo, sin darse cuenta de que había hablado en voz alta.

Pero eso no habría sido posible. El médico forense habría fijado la hora de la muerte, y Andy, que había estado a la vista de algún testigo imparcial (y en el caso de la clase Eh 116, de Estilo y Cuento Breve, de diez a once y media, se trataba de veinticinco testigos imparciales) durante todo aquel día, no habría podido ser designado como chivo expiatorio. Aunque no hubiera estado en condiciones de probar dónde se hallaba a la hora crítica, carecía de motivos para perpetrar el asesinato.

Así que los dos agentes habían matado a Vicky y habían corrido en busca de Charlie… pero sin antes alertar a los que Andy imaginaba como la Cuadrilla de Limpieza (y mentalmente incluso los veía así: jóvenes lampiños vestidos con monos blancos). Y poco después de que él hubo corrido en pos de Charlie, quizás al cabo de apenas cinco minutos, pero casi seguramente antes de que transcurriera una hora, la Cuadrilla de Limpieza debía de haber llegado a su puerta. Habían Limpiado a Vicky mientras Conifer Place dormitaba por la tarde.

Tal vez habían razonado —correctamente— que una esposa desaparecida le crearía más problemas a Andy que una esposa efectivamente muerta. Si no había un cadáver, no había una hora probable de defunción. Si no había una hora probable de defunción, no había coartada. Lo vigilarían, lo halagarían, lo acorralarían cortésmente. Por supuesto habrían hecho circular la descripción de Charlie —y en verdad también la de Vicky— pero Andy no habría disfrutado de libertad para emprender sencillamente su propia búsqueda. Así que la habían Limpiado, y ahora ni siquiera sabía dónde estaba sepultada. O quizá la habrían quemado. O…

¿Oh mierda por qué te torturas así?

Se levantó bruscamente y vertió por encima de la baranda de la terraza el resto del matarratas del Abuelo. Todo pertenecía al pasado y no se podía modificar nada. Era hora de dejar de pensar en eso.

Habría sido maravilloso materializar esa decisión.

Miró las siluetas oscuras de los árboles y apretó el vaso con fuerza en la mano derecha, y la idea volvió a cruzarle por la mente.

Te juro que todo se arreglará, Charlie.