4

A veces, Andy McGee tenía intuiciones, corazonadas extraordinariamente vívidas. Desde que había participado en el experimento del Pabellón Jason Gearneigh. Ignoraba si las corazonadas eran una forma primaria de precognición o no, pero había aprendido a no desecharlas cuando las tenía.

Alrededor del mediodía de aquel día de agosto de 1980 tuvo una, y mala.

Empezó mientras almorzaba en la Sala Buckeye, el comedor para profesores situado en el último piso del edificio del Club de estudiantes. Incluso podía identificar el momento preciso. Estaba comiendo pollo a la crema con arroz en compañía de Ev O’Brien, Bill Wallace y Don Grabowski, del Departamento de Inglés. Buenos amigos, todos ellos. Como de costumbre, alguien le había aportado un chiste de polacos a Don, que los coleccionaba. El chiste lo había contado Ev, y decía algo así como que lo que diferenciaba a una escalera polaca de una escalera común era el hecho de que la polaca tenía la palabra STOP pintada en el último escalón. Todos se estaban riendo cuando una vocecilla muy serena habló en la mente de Andy.

(algo anda mal en casa)

Eso fue todo. Y fue suficiente. Empezó a intensificarse más o menos como se intensificaban las jaquecas cuando empujaba demasiado fuerte y se desmoronaba. Pero esto no residía en su cabeza. Todas sus emociones parecían estar "embrollándose, casi perezosamente, como si fueran una madeja y alguien hubiera soltado un gato irritable por los conductos de su sistema nervioso para que jugase con ellos y los enmarañara.

Dejó de sentirse bien. El pollo a la crema perdió cualquier vestigio de atractivo que pudiera haber tenido. Su estómago empezó a convulsionarse y el corazón le latía aceleradamente, como si acabara de recibir un susto tremendo. Y entonces los dedos de su mano derecha comenzaron a palpitar bruscamente, como si se los hubiera pillado con una puerta.

Se levantó repentinamente.

Un sudor frío le perlaba la frente.

—Escuchad, no me siento muy bien —anunció—. ¿Puedes sustituirme en la clase de la una, Bill?

—¿Con los aspirantes a poetas? Claro. No tengo ningún inconveniente. ¿Qué te pasa?

—No lo sé. Tal vez me ha sentado mal algo que comí.

—Estás un poco pálido —comentó Don Grabowski—. Deberías ir a la enfermería, Andy.

—Quizá sea eso lo que haga —asintió.

Se fue, pero sin la menor intención de acudir a la enfermería. Eran las doce y cuarto, y el campus discurría aletargado por la última semana del curso final de verano. Saludó con un ademán a Ev, Bill y Don mientras se alejaba de prisa. Desde aquel día no había vuelto a ver a ninguno de ellos.

Se detuvo en la planta baja del Club, entró en una cabina telefónica y llamó a su casa. No obtuvo respuesta. No había ninguna razón concreta para que la obtuviera: puesto que Charlie se hallaba en casa de los Dugans, Vicky podía haber ido de compras, o a la peluquería, o a la casa de Tammy Upmore, o incluso haber ido a almorzar con Eileen Bacon. Sin embargo, sus nervios se tensaron un poco más. Ahora casi los oía chirriar.

Salió del edificio del Club y fue mitad caminando y mitad corriendo hasta el coche familiar, que se hallaba en el aparcamiento del Pabellón Prince. Condujo con movimientos bruscos, incorrectamente. Se saltó semáforos, perdió fugazmente el control del coche, y estuvo a punto de atropellar a un hippie que circulaba en una Olympia de diez velocidades. El hippie le hizo un ademán obsceno. Andy casi no le prestó atención. Ahora el corazón le martilleaba el pecho. Se sentía como si hubiera tomado una dosis de anfetaminas.

Vivían en Conifer Place, o la calle de la conífera: en Lakeland, como en muchas otras urbanizaciones residenciales construidas en los años cincuenta, la mayoría de las calles parecían tener nombres de árboles o arbustos. En medio del calor de ese mediodía de agosto, la calle parecía tétricamente desierta. Eso sólo contribuía a exacerbar la intuición de que había pasado algo malo. Con tan pocos coches aparcados a lo largo de las aceras, la calzada parecía más ancha Incluso los pocos niños que jugaban de trecho en trecho no bastaban para disipar la sensación de soledad. La mayoría de ellos estaban comiendo en sus casas, o jugando en el parque. La señora Flynn, de Laurel Lane, pasó empujando un carrito de compras con un bolso de comestibles, con la panza tan redonda y tensa como un balón de fútbol bajo sus pantalones elásticos de color verde oscuro. Los rociadores giraban lentamente de un extremo al otro de la calle, esparciendo agua sobre el césped y múltiples arco iris por el aire.

Andy montó las ruedas laterales del coche familiar sobre el bordillo y después frenó de manera tan brusca que su cinturón de seguridad se trabó momentáneamente y el morro del vehículo se inclinó hacia el pavimento. Desconectó el motor con la palanca de cambios todavía en primera, cosa que jamás hacía, y echó a andar por el camino interior de cemento agrietado que siempre se proponía reparar y del que por alguna razón u otra no se ocupaba nunca. Sus tacones repicaban sin ningún sentido. Observó que la persiana enrollable del ventanal de la sala (una ventana mural, la había llamado el agente de propiedades que les había vendido la casa, una típica ventana mural) estaba baja, lo que suministraba a la casa un aspecto cerrado, secreto, que no le gustaba. ¿Vicky bajaba habitualmente la persiana? ¿Quizá para evitar, en la medida de lo posible, que entrase el calor del verano? No lo sabía. Reflexionó que ignoraba muchas de las cosas que hacía Vicky cuando él estaba fuera.

Cogió el pomo de la puerta pero éste no giró, sino que sólo le resbaló entre los dedos. ¿Ella cerraba la puerta con llave cuando él estaba ausente? No lo creía. No era propio de Vicky. Su preocupación —no, ahora era terror— aumentó. Y sin embargo hubo un instante (cosa que nunca habría de confesarse a sí mismo, más tarde), un fugacísimo instante en el cual no experimentó otra cosa que el fuerte deseo de volverle la espalda a la puerta cerrada. De huir, simplemente. Sin pensar en Vicky, ni en Charlie, ni en las débiles justificaciones que se le ocurrirían más tarde.

Sólo huir.

En cambio, hurgó en su bolsillo, buscando las llaves.

Estaba tan nervioso que las dejó caer y tuvo que agacharse para recogerlas: las llaves del coche, la llave del ala oriental del Pabellón Prince, la llave negruzca para el candado de la cadena que él tendía sobre el camino del Abuelo al concluir cada visita de verano. Era curioso cómo se acumulaban las llaves.

Separó del manojo la llave de la casa y abrió la puerta. Entró y la cerró a sus espaldas. En la sala de estar había una tenue claridad, una luz amarilla y enfermiza. Hacía calor. Y reinaba el silencio. Dios, qué silencio.

—¿Vicky?

Ninguna respuesta. Y la falta de respuesta sólo significaba que Vicky no estaba allí. Se había calzado sus «zapatones de bruja», como ella los llamaba, y había salido de compras o a visitar a alguien. Pero no, no estaba haciendo nada de eso. Andy se sentía seguro de ello. Y su mano, su mano derecha… ¿por qué los dedos palpitaban tanto?

—¡Vicky!

Entró en la cocina. Allí había una pequeña mesa de formica con tres sillas. Generalmente él y Vicky y Charlie desayunaban en la cocina. Ahora una de las sillas yacía de costado, como un perro muerto. El salero estaba volcado y su contenido se había esparcido sobre la superficie de la mesa. Sin pensar en lo que hacía, Andy cogió una pizca de sal entre el pulgar y el índice de la mano izquierda y la arrojó por encima del hombro, recitando entre dientes un ensalmo contra la mala suerte que les había oído repetir a su padre y a su abuelo.

Sobre el hornillo había una cacerola de sopa. Estaba fría. El bote de sopa vacío descansaba sobre la repisa. Almuerzo para uno. ¿Pero dónde estaba Vicky?

—¡Vicky! —gritó, mirando escaleras abajo. Allí reinaba la oscuridad. El lavadero y el salón de juegos, que ocupaba toda la fachada de la casa.

No hubo respuesta.

Volvió a pasear la mirada por la cocina. Limpia y ordenada. Dos dibujos de Charlie, que ésta había hecho en la Escuela Bíblica de Vacaciones a la que había concurrido en julio, sostenidos sobre la nevera por unas pequeñas hortalizas de plástico con base magnética. Una factura de electricidad y otra de teléfonos ensartadas en el pincho sobre cuya base se leía: PAGAR A ULTIMA HORA. Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar.

Pero la silla estaba caída. Pero la sal se había esparcido.

No le quedaba una gota de saliva en la boca, ni una. La tenía reseca y resbaladiza como el cromo en un día de verano.

Andy subió al primer piso, y exploró la habitación de Charlie, la habitación de ellos, la habitación de huéspedes. Nada. Volvió a atravesar la cocina, encendió la luz de la escalera y bajó. La lavadora Maytag estaba abierta. La secadora lo miraba fijamente con su ojo solitario de vidrio. Entre ambas colgaba un bordado que Vicky había comprado en alguna parte, con la leyenda: CARIÑO, ESTAMOS FREGADOS. Entró en la sala de juegos y buscó a tientas el interruptor de la luz, rozando la pared con la mano, demencialmente seguro de que en cualquier momento unos dedos helados y desconocidos se cerrarían sobre los suyos y los guiarían hasta su objetivo. Por fin lo encontró, y los tubos fluorescentes embutidos en el techo cobraron vida.

Ese era un lugar acogedor. Había pasado mucho tiempo allí, reparando cosas, sonriendo constantemente para sus adentros porque, al fin, se habían convertido en todo aquello en lo que durante sus años de estudiantes habían jurado no convertirse nunca. Los tres habían pasado mucho tiempo allí. Había un televisor empotrado en la pared, una mesa de ping-pong, un tablero descomunal de backgammon. Había más juegos de mesa alineados contra la pared, en sus cajas, y a lo largo de una mesa baja, que Vicky había confeccionado con tablas rústicas, descansaban algunos libros de grandes dimensiones. Una pared estaba tapizada de libros de bolsillo. De las paredes colgaban varias labores de punto, enmarcadas y montadas sobre esteras, que había confeccionado Vicky. Ésta bromeaba diciendo que era una especialista en cuadrados individuales, pero que sencillamente carecía de fuerzas para armar un condenado cubrecamas íntegro. Allí estaban también los libros de Charlie, en una biblioteca especial fabricada a su medida, y clasificados escrupulosamente por orden alfabético. Andy le había enseñado ese orden en una tediosa noche nevada, dos inviernos atrás, y a ella todavía la fascinaba.

Una habitación acogedora.

Una habitación vacía.

Procuró distenderse. La premonición, la corazonada, o como quisiera llamarla, lo había engañado. Sencillamente, Vicky no estaba allí. Apagó la luz y volvió al lavadero.

La lavadora, que se cargaba por delante y que habían comprado por sesenta dólares en una liquidación de artículos de segunda mano, seguía abierta. La cerró con un movimiento reflejo, tal como había arrojado por encima del hombro la pizca de sal esparcida. Había sangre sobre la tapadera de vidrio de la lavadora. No mucha. Sólo tres o cuatro gotas. Pero era sangre.

Andy se quedó mirándola. Allí abajo hacía más frío, demasiado frío, como en un depósito de cadáveres. Miró el suelo. Más sangre. Ni siquiera estaba seca.

De su garganta brotó un débil susurro sibilante.

Echó a andar por el lavadero, que no era más que un pequeño nicho con paredes de escayola blanca. Abrió el cesto de ropa. Sólo había un calcetín dentro. Espió en el hueco de debajo del fregadero. Sólo jabones en polvo y detergentes de distintas marcas. Miró bajo la escalera. Sólo telas de araña y la pierna de plástico de una de las viejas muñecas de Charlie. Dios sabría desde cuándo esa extremidad desmembrada esperaba pacientemente allí que alguien la encontrase.

Abrió la puerta situada entre la lavadora y la secadora, y la tabla de planchar se desplomó estrepitosamente y detrás de ella apareció Vicky Tomlinson McGee, con una bayeta metida en la boca, con las piernas atadas de modo tal que las rodillas se hallaban recogidas justo debajo del mentón, con los ojos abiertos y muertos. En el aire flotaba un fuerte y nauseabundo olor de cera para muebles.

Lo acometió una arcada y retrocedió, tambaleándose. Agitó espasmódicamente las manos, como si quisiera alejar esa visión sobrecogedora, y una de ellas golpeó el panel de mandos de la secadora y ésta se puso en funcionamiento. Las ropas empezaron a dar vueltas y a repicar en su interior. Andy lanzó un alarido. Y después echó a correr. Corrió escaleras arriba y tropezó al girar hacia la cocina y cayó despatarrado y se golpeó la frente contra el suelo. Se sentó, resollando.

La escena se repitió. Se repitió en cámara lenta, como la segunda proyección instantánea de una jugada de fútbol, cuando ves sortear al defensa o detener el pase ganador. Después habría de perseguirlo en sueños. La puerta que se abría, la tabla de planchar que caía hacia la horizontal con un fuerte chasquido, que le recordaba un poco el de la guillotina, su esposa apretujada en el espacio posterior y dentro de su boca una bayeta que había servido para lustrar los muebles. Todo esto volvió a aflorar con una especie de evocación total y comprendió que iba a lanzar otro alarido así que se metió el antebrazo en la boca y lo mordió y lo que se filtró fue un aullido confuso, sofocado. Repitió la operación dos veces, y algo escapó de su interior y se serenó. Era el falso sosiego de la conmoción, pero podría aprovecharlo. El miedo amorfo y el terror desenfocado se disiparon. La palpitación de su mano derecha había cesado. Y el pensamiento que se infiltró entonces en su mente fue tan frío como la calma que se había posado sobre él, tan frío como la conmoción, y lo que pensó fue: CHARLIE.

Se levantó, se encaminó hacia el teléfono y después volvió a la escalera. Se detuvo un momento en lo alto, mordiéndose los labios, juntando fuerzas, y al fin bajó nuevamente. La secadora giraba y giraba. Allí no había nada más que unos vaqueros, y era el gran botón de bronce de la cintura el que repicaba a medida que la prenda daba una vuelta y caía, daba una vuelta y caía. Andy detuvo la secadora y miró hacia el interior del armario donde guardaban la tabla de planchar.

—Vicky —murmuró suavemente.

Ella, su esposa, lo observaba con sus ojos muertos. Él había caminado con ella, le había cogido la mano, había poseído su cuerpo en la oscuridad de la noche. Recordó imprevistamente la noche en que ella había bebido demasiado en una fiesta del cuerpo de profesores y él le había sostenido la cabeza mientras vomitaba. Y este recuerdo se trasformó en el del día en que él estaba lavando su coche y había entrado fugazmente en el garaje para recoger el bote de cera y ella había cogido la manguera y había corrido tras él y se la había introducido por la parte posterior del pantalón. Recordó la boda y el beso que le había dado delante de todos, el beso en la boca, en su boca suculenta, suave, el beso que tanto había disfrutado.

—Vicky —repitió, y emitió un largo suspiro tembloroso.

La sacó del armario y le quitó la bayeta de la boca. Su cabeza se bamboleó fláccidamente sobre los hombros. Vio que la sangre le había manado de la mano derecha, de la cual le habían arrancado algunas uñas. De una de sus fosas nasales había brotado un hilillo de sangre, pero eso era todo. Le habían fracturado el cuello con un solo golpe violento.

—Vicky —susurró.

Charlie, susurró su mente, a modo de respuesta.

En medio del manso sosiego que ahora le colmaba la cabeza, comprendió que Charlie se había convertido en el elemento importante, en el único elemento importante. Las recriminaciones quedaban para el futuro.

Volvió a la sala de juegos, esta vez sin molestarse en encender la luz. En el otro extremo de la habitación, junto a la mesa de ping-pong, había un sofá cubierto por una funda. Cogió la funda y volvió al lavadero y la desplegó encima de Vicky. Quién sabe por qué, su silueta inmóvil bajo la funda del sofá era aún más impresionante. Lo tenía casi hipnotizado. ¿Nunca volvería a moverse? ¿Era posible?

Le descubrió la cara y la besó en los labios. Estaban fríos.

Le arrancaron las uñas —se maravilló su mente—. Jesús, le arrancaron las uñas.

Y comprendió la razón. Querían saber dónde estaba Charlie. Habían perdido de alguna manera su rastro cuando ella había ido a la casa de Terri Dugan en lugar de volver a la suya, después de pasar el día en el campamento de verano. Se habían dejado arrastrar por el pánico, y ahora la etapa de vigilancia había concluido. Vicky estaba muerta… premeditadamente o porque un agente de la Tienda había puesto demasiado celo en su trabajo. Se arrodilló junto a Vicky y pensó que posiblemente, hostigada por el miedo, había hecho algo un poco más espectacular que cerrar la puerta de la nevera desde el otro extremo de la habitación. Quizás había apartado a uno de ellos o le había hecho perder el equilibrio. Qué pena que no hubiera tenido suficiente poder para despedirlos contra la pared a unos setenta kilómetros por hora, pensó.

Supuso que tal vez sabían apenas lo suficiente para sentirse nerviosos. Quizás incluso les habían impartido órdenes expresas: La mujer puede ser extremadamente peligrosa. Si hace algolo que seaque ponga en peligro la operación, eliminadla. Enseguida.

O a lo mejor sólo se trataba de que preferían no dejar testigos. Al fin y al cabo estaba en juego algo más que la tajada que les tocaba en el reparto de dólares de los contribuyentes.

Pero la sangre. Debería estar pensando en la sangre, que ni siquiera se hallaba seca cuando la había descubierto. Sólo pegajosa. No hacía mucho que se habían ido.

Su mente repitió, con más insistencia: ¡Charlie!

Besó nuevamente a su esposa y dijo:

—Regresaré, Vicky.

Pero tampoco volvió a ver a Vicky.

Subió en busca del teléfono y encontró el número de los Dugan en la agenda de Vicky. Marcó el número y lo atendió Joan Dugan.

—Qué tal, Joan —exclamó, y esta vez la conmoción lo ayudaba: la suya era una voz perfectamente serena, normal—.

—¿Puedo hablar un momento con Charlie?

—¿Charlie? —La señora Dugan pareció dudar—. Bueno, se fue con sus dos amigos. Esos profesores. ¿No… era eso lo que debía hacer?

Algo se disparó dentro de él y después de describir una trayectoria ascendente volvió a caer a plomo. Tal vez fue su corazón. Pero de nada serviría aterrorizar a esa simpática mujer con la que sólo había tenido tratos sociales en cuatro o cinco oportunidades. Eso no lo ayudaría a él ni ayudaría a Charlie.

—Caray —murmuró—. Esperaba que estuvieran allí todavía. ¿Cuándo se fueron?

La voz de la señora Dugan se apagó un poco.

—Terri, ¿cuándo se fue Charlie?

Una vocecilla infantil contestó algo. No entendió qué. Le brotó sudor entre los nudillos.

—Dice que hace aproximadamente quince minutos. —Su tono era compungido—. Yo estaba lavando la ropa y no tengo reloj. Uno de ellos vino a hablar conmigo. ¿No pasa nada malo, verdad, señor McGee? Me pareció una persona correcta…

Tuvo el impulso lunático de soltar una risita y responder: ¿Estaba lavando la ropa, eh? Mi esposa también. La encontré apretujada bajo la tabla de planchar. Este ha sido su día de suerte, Joan.

—Está bien —manifestó, en cambio—. Me pregunto si pensaban venir aquí.

La pregunta fue trasmitida a Terri, y ésta contestó que lo ignoraba. Estupendo, pensó Andy. La vida de mi hija está en manos de otra chiquilla de seis años.

Se aferró a un clavo ardiente.

—Tengo que ir al supermercado de la esquina —le explicó a la señora Dugan—. ¿Puede preguntarle a Terri si iban en el coche o en la furgoneta? Por si los veo.

Esta vez oyó a Terri.

—Iban en la furgoneta. Se fueron en una furgoneta gris, como la del padre de David Pasioco.

—Gracias —exclamó. La señora Dugan respondió que no tenía por qué darlas. Volvió a experimentar el impulso, esta vez de gritarle solamente por la línea telefónica: ¡Mi esposa está muerta! Mi esposa está muerta, ¿y usted por qué estaba lavando la ropa mientras mi hija montaba en una furgoneta con dos desconocidos?

En lugar de gritar esto o cualquier otra cosa, colgó y salió de la casa. El calor le asestó un garrotazo en la cabeza y se tambaleó un poco. ¿Hacía tanto calor cuando había llegado? Ahora parecía hacer mucho más. Había pasado el cartero. Del buzón asomaba una circular publicitaria de Woolco que no había estado antes allí. El cartero había pasado mientras él estaba abajo, meciendo entre sus brazos a su esposa muerta. Su pobre Vicky muerta: le habían arrancado las uñas, y el hecho de que la muerte te acosara constantemente desde distintos flancos y distintos ángulos era curioso, más curioso en verdad que la forma en que se acumulaban las llaves. Tratabas de zigzaguear, de protegerte por un lado, y la verdad te acometía por el otro. La muerte es un jugador de fútbol, pensó, un enorme futbolista hijo de puta. Y te sienta de culo una y otra vez sobre el césped.

Mueve los pies, pensó. Quince minutos de ventaja., no era mucho. La pista aún no se había enfriado. No a menos que Terri Dugan no supiera distinguir quince minutos de media hora o dos horas. Eso ya no importaba. Debía ponerse en marcha.

Se puso en marcha. Volvió al coche familiar, que se hallaba aparcado mitad sobre la acera y mitad sobre la calzada. Abrió la portezuela del lado del conductor y después echó una mirada a la pulcra casa cuya hipoteca estaba pagada a medias. El banco permitía una «moratoria de pagos» de dos meses por año, si la necesitabas. Andy nunca la había necesitado. Miró la casa que dormitaba al sol, y sus ojos alelados volvieron a sentirse atraídos por la insignia roja de la circular de Woolco que asomaba del buzón y, ¡zas!, la muerte volvió a machacarlo, y le nubló los ojos y le hizo entrechocar los dientes.

Se metió en el coche y enderezó hacia la calle donde vivía Terri Dugan, no porque lo impulsara la convicción concreta y lógica de que podría rastrearlos, sino porque lo guiaba una esperanza ciega. Desde entonces no había vuelto a ver su casa de Conifer Place, en Lakeland.

Ahora conducía mejor. Ahora que sabía lo peor, conducía mucho mejor. Encendió la radio y oyó la voz de Bob Seeger cantando «Still the Same».

Atravesó Lakeland, a la mayor velocidad que se atrevía a desarrollar. Hubo un momento sobrecogedor en el que olvidó el nombre de la calle, y después lo recordó. Los Dugan vivían en Blassmore Place. Él y Vicky habían bromeado al respecto: Blassmore Place, con casas diseñadas por Bill Blass. Al recordarlo empezó a sonreír un poco, y ¡zas!, el hecho de su muerte volvió a martillearlo, aturdiéndolo.

Llegó en diez minutos. Blassmore Place era una calle corta, sin salida. La furgoneta gris no podría haber huido por el otro extremo, donde una valla de tela metálica marcaba el límite de la John Glenn Júnior High School.

Andy aparcó el coche en la intersección de Blassmore Place y Ridge Street. En la esquina había una casa pintada de verde sobre blanco. Un rociador de césped daba vueltas. En el frente había dos críos, una niña y un varón de aproximadamente diez años. Se turnaban para montar en un patinete. La niña vestía con shorts, y tenía sendas costras en las rodillas.

Se apeó del coche familiar y caminó hacia ellos. Lo miraron de arriba abajo, cautamente.

—Hola —saludó—. Busco a mi hija. Pasó por aquí hace aproximadamente media hora en una furgoneta gris. Estaba con… bueno, con unos amigos míos. ¿Visteis pasar una furgoneta gris?

El chico se encogió de hombros.

—¿Está preocupado por ella, señor? —preguntó la chica.

—¿Has visto la furgoneta, verdad? —inquirió Andy amablemente, y le dio un empujoncito. Otro más fuerte habría sido contraproducente. Vería la furgoneta avanzando en cualquier dirección que a él se le antojara. Incluso hacia el cielo.

—Sí, la he visto —contestó la chica. Montó sobre el patinete y se deslizó hacia la boca de riego de la esquina y allí se apeó de un salto—. Fue directa por allí. —Señaló calle arriba, por Blassmore Place. Dos o tres intersecciones más adelante estaba Carlisle Avenue, una de las principales calles de Harrison. Andy había sospechado que seguirían ese trayecto, pero era bueno estar seguro.

—Gracias —dijo, y volvió a meterse en el coche.

—¿Está preocupado por ella? —repitió la chica.

—Sí, un poco —respondió Andy.

Dio media vuelta con el coche y siguió tres manzanas calle arriba, por Blassmore Place, hasta la intersección con Carlisle Avenue. Eso era imposible, totalmente imposible. Experimentó un acceso de pánico, apenas un foco ardiente, pero se expandiría. Lo apartó de sí y se obligó a concentrarse en el objetivo de seguir la pista hasta donde fuera posible. Si tenía que utilizar el empuje, lo utilizaría. Podría aplicar un montón de empujoncitos sin enfermarse por ello. Gracias a Dios no había utilizado ese talento —o esa maldición, según cómo se la mirara— durante todo el verano.

Estaba en inmejorables condiciones y tenía la carga completa, suponiendo que eso sirviera para algo.

Carlisle Avenue tenía cuatro carriles y a esa altura estaba regulada por un semáforo. A su derecha había un lavadero de coches y a su izquierda una cantina abandonada. Enfrente se levantaban una gasolinera Exxon y la tienda de artículos de fotografía Mike. Si habían girado hacia la izquierda, habían enfilado hacia la parte baja de la ciudad. Si habían girado hacia la derecha, se dirigían hacia el aeropuerto y la Carretera 8o.

Andy entró en el lavadero de coches. Un hombre joven, con una increíble melena roja y crespa que se derramaba sobre el cuello de su mono de color verde opaco, se acercó a él. Chupaba un pirulí.

—Lo siento, señor —dijo, antes de que Andy pudiese abrir siquiera la boca—. El equipo de lavado se estropeó hace una hora. Hemos cerrado.

—No quiero un lavado —respondió Andy—. Busco una furgoneta gris que pasó por la intersección hace quizá media hora. Mi hija iba dentro, y estoy un poco preocupado por ella.

—¿Cree que alguien pudo haberla secuestrado? —Siguió chupando el pirulí.

—No, no se trata de eso. ¿Ha visto la furgoneta?

—¿Una furgoneta gris? Escuche, amigo, ¿sabe cuántos coches pasan por aquí en sólo una hora? ¿O en media hora? Es una calle muy transitada. Carlisle es una calle muy, muy transitada.

Andy señaló con el pulgar por encima del hombro.

—Venía de Blassmore Place. Ésa no es una calle tan transitada. —Se dispuso a agregar un empujoncito, pero no hizo falta. Los ojos del joven se iluminaron súbitamente. Partió el pirulí en dos, como si fuera la espoleta de la pechuga de un pollo, y sorbió todo el caramelo púrpura de uno de los palitos con una sola succión.

—Sí, de acuerdo, está bien —asintió—. La vi. Le diré por qué me llamó la atención. Montó sobre la explanada para eludir la luz roja del semáforo. A mí, personalmente, no me importa, pero el patrón se pone hecho una furia cuando hacen eso. Claro que con la máquina de lavado averiada, las cosas cambian. Tiene otro motivo para sentirse irritado.

—Así que la furgoneta enfiló hacia el aeropuerto. El tipo asintió con un movimiento de cabeza, arrojó uno de los palitos del pirulí por encima del hombro, y atacó el trozo restante.

—Ojalá encuentre a su hija, amigo. Pero si no le molesta, le daré un pequeño consejo gratuito. Si está realmente preocupado, debería notificar a la poli.

—Creo que no sería muy útil —contestó Andy—. Dadas las circunstancias.

Montó nuevamente en el coche familiar, cruzó él también la explanada y giró por Carlisle Avenue. Ahora se dirigía hacia el Oeste. La zona estaba atestada de gasolineras, lavaderos de coches, centros donde se vendían alimentos precocidos, agencias de venta de coches usados. Un autocine anunciaba un programa doble compuesto por LOS TRITURADORES DE CADÁVERES y LOS SANGRIENTOS MERCADERES DE LA MUERTE. Miró la marquesina y oyó el chasquido de la tabla de planchar que caía del interior del armario como una guillotina. Se le revolvió el estómago.

Pasó bajo un cartel que anunciaba que dos kilómetros más adelante se podía entrar en el I-80. A continuación había un cartel más pequeño con la imagen de un avión. Muy bien, había llegado hasta allí. ¿Y ahora qué?

Súbitamente entró en el aparcamiento de Shakey’s Pizza. Habría sido inútil detenerse a formular preguntas en ese lugar. Como había dicho el tipo del lavadero de coches, Carlisle era una calle de mucho tránsito. Podría empujar a la gente hasta que los sesos les chorrearan de las orejas y lo único que conseguiría sería aumentar su propia confusión. De todas maneras debía optar entre la autopista y el aeropuerto. Estaba seguro de ello. La princesa o el tigre.

Nunca en su vida se había esforzado realmente por generar una de sus corazonadas. Cuando las tenía, sencillamente las aceptaba como un don, y generalmente se dejaba guiar por ellas. Esta vez se deslizó hacia abajo por el asiento del coche, se tocó ligeramente las sienes con las puntas de los dedos, y procuró que apareciera algo. El motor seguía funcionando y la radio continuaba encendida. Los Rolling Stones. Baila, hermanita, baila.

Charlie, pensó. Había ido a casa de Terri con las ropas apretujadas en la mochila que llevaba a casi todas partes. Probablemente esto había contribuido a despistarlos. La última vez que la había visto, vestía vaqueros y una blusa de color salmón. Usaba trenzas, como casi siempre. Una despedida despreocupada, papá, y un beso y santo cielo, ¿ahora dónde estás, Charlie?

No apareció nada.

No importa. Quédate así otro rato. Escucha a los Rolling Stones. Shakey’s Pizza. Cómo la prefieres, poco tostada o crujiente. Tú pagas y tú eliges, como acostumbraba a decir el Abuelo McGee. Los Rolling Stones que exhortaban a la hermanita a bailar, a bailar, a bailar. Quincey que decía que, probablemente, la meterían en una habitación para que doscientos veinte millones de norteamericanos vivieran seguros y libres. Vicky. Al principio, él y Vicky habían tenido contratiempos en su relación sexual. Ella estaba muerta de miedo. Simplemente considérame la Doncella de Hielo, había dicho ella entre lágrimas después de aquel primer fracaso lastimoso. Nada de sexo, por favor, somos británicos. Pero hasta cierto punto, el experimento con el Lote Seis los había ayudado en este contexto: la totalidad que compartían era a su modo, semejante a la copulación. Igualmente había sido difícil. Paso a paso. Ternura. Llanto. Vicky que empezaba a responder, y que después se ponía rígida, gritando: ¡No, me dolerá, no, Andy, basta! Y quién sabe por qué había sido la prueba del Lote Seis, esa experiencia compartida, la que lo había alentado a perseverar, como si fuera un violador de cajas de caudales convencido de que hay un sistema, de que siempre hay un sistema. Y una noche habían llegado hasta el fin. Y otra noche todo había salido bien. Y entonces, otra noche, todo había sido portentoso. Baila, hermanita, baila. Andy había estado junto a ella cuando había nacido Charlie. Un parto rápido y fácil. Rápido para componer, fácil de conformar…

No aparecía nada. El rastro se estaba enfriando y él no sabía nada.

¿El aeropuerto o la autopista? ¿La princesa o el tigre?

Terminó la canción de los Rolling Stones. Los sustituyeron los Doobie Brothers, que deseaban saber dónde estarías ahora si no fuera por el amor. Andy no lo sabía. El sol se encarnizaba con él. Las rayas del aparcamiento de Shakey’s estaban recién pintadas. Eran muy blancas y resaltaban contra el asfalto negro. Las tres cuartas partes del aparcamiento estaban ocupadas. Era la hora del almuerzo. ¿Charlie habría almorzado? ¿Le darían de comer? Quizá (quizá se detendrán para hacer sus necesidades ya sabes en una de las áreas de servicio que bordean la autopista… al fin y al cabo no podrán conducir no podrán conducir)

¿A dónde? ¿A dónde no podrán conducir?

(no podrán conducir hasta Virginia sin hacer un alto en el camino, ¿no es verdad? Quiero decir que una chiquilla debe detenerse y hacer sus necesidades en algún momento, ¿no es cierto?)

Se enderezó, experimentando una inmensa pero embotada sensación de gratitud. Había aparecido, espontáneamente. No iban hacia el aeropuerto, como habría conjeturado inicialmente, si se hubiera limitado a conjeturar. No iban hacia el aeropuerto sino hacia la autopista. No estaba totalmente seguro de que la corazonada fuera válida, pero sí estaba bastante seguro. Y esto era mejor que no tener la menor idea.

Avanzó el coche sobre la flecha recién pintada que señalaba la salida y volvió a girar hacia la derecha por Carlisle. Diez minutos más tarde estaba en la autopista, rumbo al Este, con una tarjeta de peaje entre las páginas del ejemplar de El paraíso perdido, descuajeringado y cubierto de anotaciones, que descansaba sobre el asiento, junto a él. Y al cabo de otros diez minutos, Harrison, Ohio, había quedado a sus espaldas. Había iniciado el viaje hacia el Este que lo llevaría a Tashmore, Vermont, catorce meses más tarde.

El sosiego perduraba. Aumentó el volumen de la radio y esto lo ayudó. Una canción sucedía a otra y sólo reconoció las antiguas porque hacía tres o cuatro años que había dejado de escuchar música pop. Sin ninguna razón especial: era algo que había ocurrido, sencillamente. Aún le llevaban ventaja, pero el sosiego reiteraba con su propia lógica impasible que no era mucha ventaja… y que él no haría más que buscarse problemas si se disparaba a más de cien kilómetros por hora por el carril de adelantamiento.

Fijó la aguja del velocímetro por encima de los noventa, diciéndose que los hombres que habían secuestrado a Charlie no querrían exceder el límite de velocidad de ochenta y cinco kilómetros por hora.

Cierto que podrían mostrarle la credencial a cualquier policía de tráfico que los hiciera detener por exceso de velocidad, pero tal vez, a pesar de ello, les resultaría un poco difícil explicar la presencia de una chiquilla de seis años que estaría berreando a voz en grito. Eso podría retrasarlos y seguramente los indispondría con el que manejaba los hilos de ese espectáculo, quienquiera que fuese.

Podrían haberla drogado y escondidole susurró su mente—. Entonces, si los detuvieran por ir a ciento diez, o incluso a ciento veinte, les bastaría con mostrar sus papeles y seguir adelante. ¿Acaso a un agente de la policía de Ohio se le ocurriría confiscar una furgoneta de la Tienda?

Andy lidió con esta idea mientras el territorio oriental de Ohio desfilaba junto a él. En primer lugar, tal vez tendrían miedo de drogar a Charlie. Sedar a una criatura puede resultar peligroso, si no eres un experto… y quizá no sabían con certeza qué efecto tendría el sedante sobre los poderes que presuntamente estaban investigando. En segundo lugar, el agente de policía podría confiscar igualmente la furgoneta, o al menos podría retenerlos en el carril de desaceleración mientras verificaba la autenticidad de sus credenciales. En tercer lugar, ¿qué motivo tenían para correr? No sospechaban que alguien los seguía. Aún no era la una. Teóricamente, Andy debería haber permanecido en la Universidad hasta las dos. Los tipos de la Tienda no esperaban que volviera a casa antes de las dos y veinte, y probablemente calculaban que podrían contar entre veinte minutos a dos horas hasta que la policía diera la alarma. ¿Qué motivo tenían para correr?

Andy aceleró un poco.

Pasaron cuarenta minutos, y después cincuenta, A él le parecieron más. Empezaba a sudar ligeramente. La preocupación corroía el hielo artificial de la calma y la conmoción. ¿La furgoneta estaba realmente más adelante, o todo eso no había sido más que la expresión de sus deseos?

Las configuraciones del tráfico se formaban y transformaban. Vio dos furgonetas grises. Ninguna se parecía a la que había visto rondando por Lakeland. El conductor de una de ellas era un anciano de alborotada melena blanca. La otra estaba llena de alucinados que fumaban marihuana. El conductor vio que Andy le escudriñaba, y lo saludó con una pinza para sostener pitillos. La chica sentada junto a él estiró el dedo cordial, lo besó apaciblemente y después lo alzó en dirección a Andy. Este los dejó atrás.

Empezó a dolerle la cabeza. El tráfico era pesado, el sol brillaba Cada coche estaba recargado de cromo y cada pieza de cromo contaba con su propio rayo de sol que le reverberaba en los ojos.

Pasó frente a un cartel que rezaba: ÁREA DE SERVICIO A 1 KILÓMETRO

Había estado transitando por el carril de adelantamiento. Encendió el intermitente de la derecha y volvió al primer carril.

Disminuyó la velocidad a setenta, y después a sesenta. Un pequeño coche deportivo lo pasó, y el conductor hizo sonar el claxon, enfadado con Andy.

ÁREA DE SERVICIO, anunciaba el cartel. No era tal: sólo un desvío con un aparcamiento, un surtidor de agua y lavabos. Había cuatro o cinco coches aparcados allí y una furgoneta gris. La furgoneta gris. Se sintió casi seguro de ello. El corazón empezó a martillearle las paredes del tórax. Entró con un rápido giro del volante y los neumáticos emitieron un débil chirrido.

Condujo lentamente el coche por la entrada en dirección a la furgoneta, mirando en torno, tratando de abarcarlo todo simultáneamente. Había dos mesas de picnic ocupadas por sendas familias. Un grupo estaba recogiendo sus cosas y se disponía a partir: la madre y los dos chicos recogían la basura y la trasportaban hasta el tonel reservado para los desperdicios. En la otra mesa, un joven y una mujer comían bocadillos y ensalada de patatas. Un bebé dormía sentado en una sillita, entre ellos dos. La criatura tenía puesto un trajecito de pana sobre el que bailaban un montón de elefantes. Sobre el césped, entre dos grandes y hermosos olmos, había dos chicas de unos veinte años, que también estaban comiendo. No se veían señales de Charlie ni de hombres que parecieran suficientemente jóvenes y suficientemente fornidos como para pertenecer a la Tienda.

Andy desconectó el motor. Ahora sentía las palpitaciones del corazón en los globos oculares.

La furgoneta parecía vacía.

Una anciana apoyada sobre un bastón salió del lavabo para señoras y se encaminó lentamente hacia un viejo Biscayne rojo. Un caballero que tenía aproximadamente la misma edad que ella salió de detrás del volante, pasó por delante del motor, abrió la portezuela y la ayudó a subir. Volvió al lugar, arrancó, y el Biscayne dio marcha atrás, mientras despedía por el escape un espeso chorro de humo aceitoso y azul.

Se abrió la puerta del lavabo de hombres y salió Charlie. Por la izquierda y la derecha la flanqueaban dos hombres de unos treinta años, vestidos con americanas deportivas, camisas de cuello abierto y pantalones oscuros. Charlie tenía un semblante inexpresivo y conmocionado. Miraba alternativamente a los dos hombres. Las tripas de Andy empezaron a revolverse impotentemente. Charlie llevaba consigo su mochila. Caminaba hacia la furgoneta. Charlie le dijo algo a uno de los hombres y éste negó con la cabeza. Se volvió hacia el otro, que se encogió de hombros y luego comentó algo con su compañero por encima de la cabeza de Charlie. El que antes había hecho el ademán negativo hizo ahora otro de asentimiento. Se volvieron y fueron hacia el surtidor de agua.

El corazón de Andy latía más aceleradamente que nunca. Un torrente de adrenalina se expandió, agrio y espasmódico, por su organismo. Estaba asustado, muy asustado, pero algo más palpitaba dentro de él, la cólera, la furia total. La furia era aún mejor que el sosiego. Era casi dulce. Esos eran los dos hombres que habían matado a su esposa y secuestrado a su hija, y si no se habían puesto en paz con Jesús, los compadecía.

Cuando se encaminaron con Charlie hacia el surtidor de agua, le volvieron la espalda a Andy. Este se apeó del coche y se apostó detrás de la furgoneta.

La familia de cuatro que acababa de terminar su picnic se dirigió hacia un Ford nuevo, de medianas dimensiones, se instaló en él e inició la marcha atrás. La madre miró a Andy sin ninguna curiosidad, tal como las personas se miran entre sí cuando realizan largos viajes, deslizándose lentamente por el sistema digestivo de la red de autopistas de los Estados Unidos. Al partir dejaron ver una matrícula de Michigan. Ahora quedaban en el aparcamiento del área de servicio tres autos, la furgoneta, y el coche familiar de Andy. Uno de los autos pertenecía a las chicas. Otras dos personas se paseaban por los terrenos circundantes, y dentro de la pequeña cabina de información había un hombre que estudiaba el mapa de la I-80, con las manos metidas en los bolsillos posteriores de sus vaqueros.

Andy no sabía exactamente qué era lo que iba a hacer.

Charlie terminó de beber. Uno de los dos hombres se agachó y tomó un sorbo. Después emprendieron el regreso a la furgoneta. Andy los miraba desde detrás del ángulo posterior izquierdo del vehículo. Charlie parecía asustada, realmente asustada. Había llorado. Andy tanteó la puerta posterior, sin saber por qué, pero de todas maneras fue inútil: estaba cerrada con llave.

Súbitamente se mostró de cuerpo entero.

Fueron muy rápidos. Andy se dio cuenta de que lo reconocieron inmediatamente, aun antes de que el júbilo se reflejara en el rostro de Charlie, disipando su talante de conmoción y susto.

¡Papá! —gritó Charlie con voz estridente, y la joven pareja del bebé los miró. Una de las chicas sentadas bajo los olmos se protegió los ojos con una mano colocada a manera de visera para observar lo que ocurría.

Charlie intentó correr hacia él y uno de los hombres la cogió por el hombro y la arrastró nuevamente hacia atrás, torciéndole a medias la mochila. Un instante después blandió una pistola. La había extraído de debajo de la americana deportiva, como si fuera un prestidigitador en el momento de ejecutar un truco avieso. Apoyó el cañón contra la sien de Charlie.

El otro hombre empezó a apartarse sin prisa de Charlie y de su compañero, y después echó a andar en dirección a Andy. Su mano estaba metida debajo de la americana, pero no era tan experto como su colega en las artes del escamoteo. Tenía dificultades para desenfundar el arma.

—Apártese de la furgoneta si no quiere que le suceda nada malo a su hija —ordenó el de la pistola.

¡Papa! —volvió a gritar Charlie.

Andy se apartó lentamente del vehículo. El otro tipo, que era prematuramente calvo, ya había conseguido extraer el arma. Le apuntó a Andy. Estaba a menos de un metro y medio de éste.

—Le aconsejo sinceramente que no se mueva —dijo en voz baja—. Esta es una Colt cuarenta y cinco, y abre un boquete enorme.

El joven que ocupaba con su esposa una de las mesas para picnic se levantó. Usaba gafas sin montura y tenía un semblante adusto.

—¿Qué es lo que pasa aquí, exactamente? —preguntó, con esa voz resonante, bien modulada, que es típica de los profesores universitarios.

El hombre que llevaba a Charlie se volvió hacia él. El cañón de la pistola se apartó ligeramente de la sien de la niña, para que el joven pudiera verla.

—Misión oficial —espetó—. No se mueva. Todo está en orden.

La esposa del joven lo cogió por el brazo y lo hizo sentar nuevamente.

Andy miró al agente calvo y murmuró en voz baja, afablemente:

—Esa pistola está demasiado caliente para su mano.

El Pelado lo miró, intrigado. Entonces, repentinamente, lanzó un alarido y soltó el arma. Esta golpeó contra el asfalto y se disparó sola. Una de las chicas sentadas bajo los olmos dejó escapar un grito de perplejidad y sorpresa. El Pelado se apretaba la mano y brincaba de un lado a otro. En su palma aparecieron unas ampollas frescas y blancas, que se hinchaban como la masa del pan.

El hombre que conducía a Charlie miró a su compañero, y por un momento la pistola se desentendió totalmente de su cabecita.

—Está ciego —le dijo Andy, y empujó con todas sus fuerzas. Un ramalazo de dolor le taladró la cabeza, descomponiéndolo.

El hombre chilló súbitamente. Soltó a Charlie y se llevó las manos a los ojos.

—Charlie —murmuró Andy, y su hija corrió hacia él y se aferró a sus piernas con un abrazo trémulo. El hombre que se hallaba dentro de la cabina de información salió de prisa para averiguar qué ocurría.

El Pelado, que seguía sosteniendo su mano quemada, corrió hacia Andy y Charlie. Hacía unas muecas horribles.

—Duérmase —ordenó Andy lacónicamente y volvió a empujar. El Pelado cayó despatarrado, como si le hubieran asestado un garrotazo. Su frente rebotó contra el asfalto. La esposa del joven adusto lanzó un gemido.

Ahora a Andy le dolía ferozmente la cabeza, y se alegró remotamente de que fuese verano y de no haber usado el empujón, quizá desde mayo, ni siquiera para azuzar a un alumno que descuidaba sus estudios sin una razón concreta. Estaba cargado, pero cargado o no, Dios sabía que pagaría caro lo que hacía en esa calurosa tarde estival.

El ciego se tambaleaba por el césped, cubriéndose la cara con las manos y aullando. Chocó con el tonel verde que tenía estampada en el costado la leyenda ARROJE LA BASURA AQUÍ y se desplomó sobre una mezcolanza de envoltorios de bocadillos, botes de cerveza, colillas y botellas vacías de gaseosas.

—Oh, papá, estaba tan asustada —exclamó Charlie, y se echó a llorar.

—El coche está allí ¿Lo ves? —se oyó decir Andy—. Sube y enseguida estaré contigo.

—¿Mamá ha venido?

—No. Sube, Charlie. —Ahora no podía ocuparse de eso. Ahora tenía que ocuparse, de alguna manera, de los testigos.

—¿Qué diablos significa esto? —preguntó, azorado, el hombre de la cabina de informaciones.

—Mis ojos —chilló el hombre que había encañonado con su pistola la cabeza de Charlie—. Mis ojos, mis ojos. ¿Qué ha hecho con mis ojos, hijo de puta? —Se puso en pie. Tenía el envoltorio de un bocadillo adherido a una de sus manos. Empezó a trastabillar en dirección a la cabina de informaciones, y el hombre de los vaqueros volvió a meterse precipitadamente dentro de ésta.

—Vete, Charlie.

—¿Tú vendrás, papá?

—Sí, dentro de un segundo. Ahora vete.

Charlie se alejó, zarandeando las trenzas rubias. Su mochila aún estaba torcida.

Andy pasó junto al agente dormido de la Tienda, pensó en su pistola y resolvió que no la quería. Se acercó a los jóvenes que ocupaban la mesa de picnic. No te excedas, se dijo. Calma. Unos toquecitos. No empieces a generar ecos. Tu propósito no es hacer daño a esta gente.

La mujer levantó bruscamente al bebé de su sillita. El niño se despertó y empezó a berrear.

—No se acerque a mí, chiflado —exclamó la mujer. Andy miró al hombre y a su esposa.

—Nada de esto es muy importante —explicó, y empujó. Un flamante dolor se posó sobre la parte posterior de su cabeza, como una araña… y se implantó profundamente.

El joven pareció aliviado.

—Bueno, gracias a Dios.

Su esposa sonrió ambiguamente.

El empujón no le había surtido mucho efecto. Su espíritu maternal estaba exacerbado.

—Qué criatura tan encantadora —comentó Andy—. ¿Es un niño, verdad?

El ciego bajó del bordillo, se abalanzó hacia adelante y se estrelló de cabeza contra el marco de la portezuela del Pinto rojo que probablemente pertenecía a las dos chicas. Lanzó un alarido. Le manaba sangre por la sien

¡Estoy ciego! —chilló.

La sonrisa ambigua de la mujer se tornó radiante.

—Sí, es un niño —asintió—. Se llama Michael.

—Hola, Mike —lo saludó Andy. Pasó la mano sobre la cabeza casi pelada del crío.

—No entiendo por qué llora —murmuró la mujer—. Estaba durmiendo plácidamente. Supongo que tiene hambre.

—Claro que sí, contestó su marido.

—Excúsenme. —Andy se encaminó hacia la cabina de información. No podía perder más tiempo. Algún viajero podría entrar en cualquier momento en ese manicomio situado a la vera de la autopista.

—¿De qué se trata, hombre? —preguntó el tipo de los vaqueros—. ¿Es un arresto?

—No, no ha pasado nada —contestó Andy, y dio otro empujoncito. Empezaba a sentir náuseas. La cabeza le palpitaba y le retumbaba.

—Oh —murmuró el tipo—. Bueno, yo sólo quería averiguar cómo se llega a Chagrín Falls desde aquí. Discúlpeme. —Y volvió a entrar en la cabina de información.

Las dos chicas se habían replegado hasta la valla de tela metálica que separaba el área de servicio del campo particular contiguo. Lo miraron con los ojos desencajados. Ahora el ciego daba vueltas de un lado para otro, arrastrando los pies, con los brazos rígidamente estirados delante de él. Blasfemaba y sollozaba.

Andy se acercó lentamente a las chicas, mostrando las manos para convencerlas de que no llevaba nada en ellas. Les habló. Una de las chicas le formuló una pregunta y Andy volvió a hablar. Poco después las dos sonrieron aliviadas y empezaron a hacer ademanes de asentimiento. Andy se despidió agitando la mano y ellas le devolvieron el saludo. Después atravesó rápidamente el prado en dirección al coche familiar Tenía la frente perlada de sudor frío y su estómago se convulsionaba en un mar de grasa. Sólo le quedaba rogar al cielo que no entrara nadie antes que él y Charlie se hubieran ido, porque lo había agotado todo. Estaba totalmente desbaratado. Se deslizó tras el volante y puso en marcha el coche.

—Papá —dijo Charlie, y se arrojó sobre él y ocultó el rostro contra su pecho. El la abrazó rápidamente y después salió de la plaza de aparcamiento dando marcha atrás. Girar la cabeza era una tortura. El caballo negro. Después de empujar, ésta era siempre la imagen que cobraba forma. Había dejado salir al caballo negro de su pesebre situado en algún lugar del establo oscuro de su inconsciente y ahora volvía a galopar de un lado a otro por su cerebro.. Tendrían que detenerse en alguna parte, para que él pudiera tumbarse a descansar. Enseguida. No estaría en condiciones de conducir durante mucho más tiempo.

—El caballo negro —murmuró con voz pastosa. Se acercaba. No… no. No se acercaba; ya estaba allí. Ploc…ploc…ploc. Sí, estaba allí.

¡Cuidado, papá! —gritó Charlie.

El ciego se había cruzado directamente en su trayecto, trastabillando. Andy frenó. El ciego empezó a aporrear el capó del coche y a vociferar pidiendo ayuda. A su derecha, la joven madre había empezado a amamantar a su crío. Su marido leía un libro de bolsillo. El hombre de la cabina de información había ido a conversar con las dos chicas del Pinto rojo, quizá con la esperanza de tener una experiencia fugaz suficientemente aberrante como para comentarla en el «Foro» de Penthouse. El Pelado seguía durmiendo, despatarrado sobre el asfalto.

El otro agente golpeaba sin parar el capó del coche.

—¡Ayúdenme¡ —chillaba—. ¡Estoy ciego! ¡Ese inmundo hijo de puta me hizo algo en los ojos! ¡Estoy ciego!

—Papá —gimió Charlie.

Estuvo a punto de apretar el acelerador a fondo, en un acceso de locura. Dentro de su cabeza dolorida oyó el ruido que habrían hecho los neumáticos, sintió el sordo rebote de las ruedas al pasar sobre el cuerpo.

Había secuestrado a Charlie y le había apuntado en la cabeza con una pistola. Quizás era el mismo que le había metido la bayeta en la boca a Vicky para que no gritara mientras le arrancaban las uñas.

Sería maravilloso matarlo… ¿pero entonces qué lo diferenciaría de ellos?

En cambio pulsó el claxon. Esto descerrajó otro ramalazo de dolor en su cabeza. El ciego se apartó con un salto, como si lo hubieran pinchado. Andy hizo girar el volante y pasó de largo junto a él. Lo último que vio en el espejo retrovisor mientras enfilaba por el carril de entrada a la autopista fue la imagen del ciego sentado en el asfalto, con las facciones crispadas por la cólera y el terror… y de la joven madre que levantaba plácidamente al pequeño Michael hasta su hombro para hacerlo eructar.

Entró en la columna de tráfico de la autopista sin mirar. Un claxon resonó estridentemente; hubo un chirrido de neumáticos.

Un Lincoln enorme contorneó al coche familiar y el conductor blandió el puño en dirección a ellos.

—¿Te sientes bien, papá?

—Ya pasará —respondió él. Su voz pareció llegar de muy lejos—. Charlie, mira la tarjeta de peaje y dime cuál es la próxima salida.

El tráfico se desdibujaba delante de sus ojos. Se duplicaba, se triplicaba, volvía a fusionarse y luego se dispersaba nuevamente en fragmentos microscópicos. El sol se reflejaba en todas partes sobre el cromo lustroso.

—Y colócate el cinturón de seguridad, Charlie.

La salida siguiente estaba en Hammersmith, treinta kilómetros más adelante. De alguna manera consiguió llegar. Más tarde pensó que lo único que lo retuvo en la autopista fue la conciencia de que Charlie estaba sentada junto a él y dependía de él. Charlie también lo ayudó a superar todos los contratiempos que se presentaron posteriormente: la idea de que Charlie estaba supeditada a él. Charlie McGee, cuyos padres habían necesitado en otra época doscientos dólares.

Al pie de la rampa de Hammersmith se levantaba un motel de la cadena Best Western y Andy consiguió alojamiento. Especificó que deseaba una habitación alejada de la autopista. Utilizó un nombre falso.

—Nos perseguirán, Charlie —dijo—. Necesito dormir. Pero sólo hasta que oscurezca. Ese es todo el tiempo del que podemos disponer… del que me atrevo a disponer. Despiértame cuando caiga la noche.

Charlie contestó algo, pero él ya se estaba durmiendo en la cama. El mundo se condensó en un punto gris y borroso, y después incluso el punto desapareció y todo fue una oscuridad hasta la que no llegaba el dolor. No hubo dolor ni sueños. Cuando Charlie lo zarandeó para despertarlo en esa calurosa tarde de agosto, a las siete y cuarto, en la habitación reinaba un calor sofocante y sus ropas estaban empapadas en transpiración. Ella había tratado de poner en marcha el acondicionador de aire, pero no había entendido el funcionamiento de los mandos.

—No te preocupes —murmuró Andy. Bajó los pies al suelo y se llevó las manos a las sienes, apretando su cabeza para que no estallara.

—¿Te sientes mejor, papá? —preguntó Charlie ansiosamente.

—Un poco mejor —asintió él. Era verdad… pero sólo un poco—. Dentro de un rato nos detendremos a comer un bocado. Eso me ayudará.

—¿A dónde vamos?

El balanceó la cabeza lentamente hacia atrás y adelante. Sólo llevaba encima el dinero con el que había salido esa mañana de su casa: unos diecisiete dólares. Tenía su Master Charge y su Visa, pero había pagado la habitación con los dos billetes de veinte que siempre guardaba en el compartimiento posterior de su cartera (el dinero para mi fuga, le decía a veces a Vicky, en son de broma, pero que endemoniadamente cierto había resultado ser eso) para no emplear las tarjetas de crédito. Usar cualquiera de las dos habría equivalido a pintar en un cartel: POR AQUÍ PASARON EL PROFESOR FUGITIVO Y SU HIJA. Con los diecisiete dólares comprarían unas hamburguesas y llenarían una vez el depósito del coche. Después estarían en la indigencia.

—No lo sé, Charlie. Nos vamos, sencillamente.

—¿Cuándo nos reuniremos con mamá?

Andy la miró y su jaqueca empezó a ser más intensa de nuevo. Pensó en las gotas de sangre que salpicaban el suelo y el cristal de la lavadora. Pensó en el olor de la cera para muebles.

—Charlie… —musitó y no pudo agregar nada más. De todos modos no era necesario.

Ella lo miró con unos ojos que se iban dilatando lentamente. Se llevó la mano a su boca trémula.

—Oh, no, papá… por favor dime que no es verdad.

—Charlie…

Ella gritó:

¡Oh, por favor di que no es verdad!

—Charlie, esos hombres que…

—¡Por favor dime que mamá está bien, dime que mamá está bien, dime que mamá está bien!

En la habitación hacía mucho calor, el aire acondicionado estaba desconectado, esto era todo, pero hacía mucho calor, y le dolía la cabeza, el sudor le chorreaba por la cara, ahora no era un sudor frío sino que parecía caliente, caliente…

—No —repetía Charlie—. No, no, no, no, no. —Sacudió la cabeza. Sus trenzas revolotearon de un lado a otro, y él recordó absurdamente la primera vez que él y Vicky la habían llevado al parque de atracciones, al tiovivo…

No era la falta de aire acondicionado.

—¡Charlie! —vociferó—. ¡Charlie, la bañera! ¡El agua!

Charlie gritó. Giró la cabeza hacia la puerta abierta del baño y súbitamente allí se produjo un fogonazo azul, como el de una bombilla en cortocircuito. La ducha se desprendió de la pared y repicó contra la bañera, retorcida y negra. Varios azulejos azules se trizaron. El apenas atinó a sostenerla cuando cayó, sollozando.

—Lo siento, papá, lo siento…

—No te preocupes —respondió Andy, con voz temblorosa, y la abrazó.

Una tenue columna de humo se desprendía de la bañera fundida, en el cuarto de baño. Todas las superficies de porcelana se habían agrietado instantáneamente. Fue como si todo el recinto hubiera pasado por un horno de cochura, potente pero defectuoso. Las toallas estaban ardiendo.

—No te preocupes —repitió él, apretándola—. No te preocupes, Charlie, todo se arreglará, de alguna manera se arreglará, te lo prometo.

—Quiero a mamá —gimoteó ella.

Andy hizo un ademán de asentimiento. El también la quería. Estrujó a Charlie contra su pecho y aspiró el olor de ozono y de la porcelana y de las toallas quemadas del Best Western. Había estado a punto de achicharrarlos instantáneamente a ambos.

—Se arreglará —insistió Andy, y la meció, sin creerlo realmente, pero era la letanía, la salmodia, la voz del adulto que clama en el foso negro de los años hasta el fondo del abismo aciago de la infancia aterrorizada; era lo que se decía cuando las cosas entraban en crisis; era la lámpara de noche que tal vez no podía ahuyentar al monstruo del armario pero que quizá lo mantendría a raya durante un rato; era la voz impotente que a pesar de serlo debe hablar—. Se arreglará —sentenció, sin creerlo realmente, convencido, como todo adulto lo está en lo más recóndito del alma, de que nada se arregla de veras, nunca—. Se arreglará.

Andy lloraba. Ahora no podía evitarlo. Se había abierto la compuerta de sus lágrimas y la estrechó contra su pecho con toda la fuerza posible.

—Te juro, Charlie, que todo se arreglará, de alguna manera.