Antes de acostarse, Andy volvió a la cámara subterránea, sacó uno de los frascos de aguardiente, se sirvió una pequeña ración en un vaso, y salió a la terraza por la puerta corredera. Se sentó en uno de los sillones de lona (olía a moho, y se preguntó por un momento si habría alguna solución para eso), y miró hacia la inmensidad oscura y movediza de la laguna. El aire estaba un poco frío, pero un par de sorbos del matarratas del Abuelo lo hicieron entrar agradablemente en calor. Por primera vez desde aquella pavorosa persecución por la Tercera Avenida, él también se sentía seguro y descansado.
Fumaba y miraba hacia el otro extremo de la laguna Tashmore.
Seguro y descansado, pero no por primera vez desde el episodio de la ciudad de Nueva York. Por primera vez desde que la Tienda había reaparecido en sus vidas en aquel terrible día de agosto, catorce meses atrás. Desde entonces habían vivido escapando, o emboscados, y ni lo uno ni lo otro implicaba un descanso.
Recordaba haber hablado por teléfono con Quincey mientras respiraba el olor de la alfombra quemada. El en Ohio y Quincey allá lejos en California, a la que siempre bautizaba, en sus escasas cartas, con el nombre de Reino Mágico de los Terremotos. Sí, es una suerte —había dicho Quincey—. Porque si no fuera así podrían meterlos en dos pequeñas habitaciones y podrían hacerlos trabajar las veinticuatro horas del día en beneficio de la seguridad y la libertad de doscientos veinte millones de norteamericanos… Apuesto a que ellos querrían pillar a esa criatura y encerrarla en una pequeña habitación y comprobar si esto puede ayudarlos a salvar el mundo para la democracia. Y creo que no quiero agregar nada más, muchacho, excepto esto: sé discreto.
Entonces había creído estar asustado. No sabía lo que era estar asustado. El susto consistía en volver a casa y encontrar a tu esposa muerta y con las uñas arrancadas. Se las habían arrancado para que les dijera dónde estaba Charlie. Charlie estaba pasando unos días en la casa de su amiga Terri Dugan. Planeaban recibir a Terri en su propia casa, uno o dos meses más tarde, por un lapso parecido. Vicky lo había llamado el Gran Intercambio de 1980.
Ahora, mientras fumaba sentado en la terraza, Andy pudo reconstruir lo que había sucedido, aunque en aquella época sólo había vegetado en medio de una bruma de dolor y pánico y furia: había sido una racha de buena suerte ciega (o quizás un poco más que suerte) lo que le había permitido desentrañar lo que se traían entre manos.
Toda la familia había estado bajo control. Probablemente desde hacía bastante tiempo. Y cuando aquel miércoles por la tarde Charlie no volvió del campamento de verano donde pasaba el día, y tampoco volvió en la tarde del martes o del jueves, los secuaces de la Tienda debieron de llegar a la conclusión de que Andy y Vicky habían descubierto por casualidad que los estaban vigilando. En lugar de descubrir que Charlie estaba sencillamente alojada en casa de una amiga, a no más de tres kilómetros de la suya propia, debieron de deducir que ellos se habían llevado a su hija y habían pasado a la clandestinidad.
Fue un error absurdo y estúpido, pero no el primero de esa naturaleza que cometía la Tienda. Según un artículo que Andy había leído en la revista Rolling Stone, la Tienda había estado implicada y había influido en los hechos que habían desencadenado un baño de sangre durante el secuestro de un avión por terroristas del Ejército Rojo (el secuestro había fracasado… con un coste de sesenta vidas), en la venta de heroína a la Organización a cambio de datos sobre grupos cubano-norteamericanos de Miami (en su mayoría inofensivos), y en la caída en manos de los comunistas de una isla del Caribe que había sido famosa por los hoteles multimillonarios que bordeaban su costa y por las prácticas vudúes de su población.
Con semejante serie de traspiés colosales anotados en la cuenta de la Tienda, resultaba menos difícil entender cómo los agentes encargados de vigilar a la familia McGee habían interpretado que las dos noches que la niña había pasado en casa de una amiga constituían en realidad el intento de poner pies en polvorosa. Como habría dicho (y quizá había dicho realmente) Quincey, si los más eficientes de los mil o más funcionarios de la Tienda hubieran pasado a trabajar en el sector privado, habrían empezado a cobrar el seguro de desempleo aún antes de completar el período de prueba.
Pero los errores absurdos los habían cometido ambos bandos, reflexionó Andy, y si el transcurso del tiempo había desdibujado un poco la naturaleza dolorosa de esta convicción, en otra época había sido suficientemente aguda como para hacer brotar sangre, y sus efectos habían sido semejantes a los de un instrumento de múltiples puntas, cada una de ellas impregnada con el veneno del remordimiento. Las cosas que Quincey había insinuado por teléfono aquel día en que Charlie había tropezado y caído por la escalera lo habían asustado, pero aparentemente no lo suficiente. Si lo hubieran asustado lo suficiente, quizá sí habrían pasado a la clandestinidad.
Había descubierto demasiado tarde que la mente humana puede quedar hipnotizada cuando una vida,, o la vida de una familia, empieza a apartarse poco a poco de la escala normal de las cosas para ingresar en un fervoroso mundo de fantasía que generalmente sólo te piden que aceptes durante eclosiones de sesenta minutos en la televisión, o quizá durante funciones de ciento diez minutos en un cine.
Después de la conversación con Quincey, se infiltró gradualmente en él una sensación peculiar: empezó a parecerle que estaba constantemente drogado. ¿Una interferencia en su teléfono? ¿Gente que los vigilaba? ¿La posibilidad de que los secuestraran a todos y los encerrasen en las cámaras subterráneas de un complejo de edificios del gobierno? Tendía a sonreír tontamente y a limitarse a mirar cómo se materializaban estas circunstancias, tendía a comportarse civilizadamente y a burlarse de sus propios instintos…
En la laguna Tashmore se produjo una súbita conmoción invisible y varios patos remontaron vuelo en medio de la noche, rumbo al Oeste. La media luna se estaba elevando, y proyectó un opaco resplandor plateado sobre sus alas a medida que se alejaban. Andy encendió otro cigarrillo. Fumaba demasiado, pero pronto tendría la oportunidad de iniciar un tratamiento de desintoxicación. Sólo le quedaban cuatro o cinco.
Sí, había sospechado que su teléfono estaba interferido. A veces se producía un extraño chasquido metálico doble cuando levantaba el auricular para atender una llamada. En un par de ocasiones la comunicación se había interrumpido misteriosamente mientras hablaba con un alumno que lo había llamado para consultarle algo, o con un colega. Había sospechado que podían existir micrófonos ocultos en la casa, pero nunca se había dedicado a buscarlos (¿acaso porque temía encontrarlos?). Y varias veces había sospechado que los vigilaban. No había estado seguro de ello.
Vivían en el barrio Lakeland de Harrison, y Lakeland era el sublime arquetipo de un barrio residencial. En una noche de borrachera podías dar vueltas durante horas alrededor de seis u ocho manzanas, buscando tu propia casa. Sus vecinos trabajaban en la planta de la IBM situada en las afueras de la ciudad, en la Ohio Semi-Conductor situada en plena ciudad, o daban clases en la universidad. Podrías haber trazado dos rectas horizontales sobre la hoja de ingresos de una familia promedio, la inferior a la altura de los dieciocho mil quinientos dólares, y la superior más o menos a la altura de los treinta mil, y prácticamente todos los habitantes de Lakeland habrían quedado comprendidos entre la una y la otra.
Con el tiempo aprendías a conocer a la gente. Saludabas en la calle a la señora Bacon, que había perdido a su esposo y que posteriormente había vuelto a casarse con el vodka, lo cual se reflejaba en su aspecto: la luna de miel con este caballero específico le estaba arruinando las facciones y la silueta. Hacías una seña amistosa a las dos chicas del Jaguar blanco que alquilaban la casa de la esquina de Jasmine Street y Lakeland Avenue… y te preguntabas qué tal sería pasar la noche con las dos. Hablabas de béisbol con el señor Hammond de Laurel Lane mientras éste recortaba eternamente su seto. El señor Hammond trabajaba para la IBM («que significa, en inglés, I’ve Been Moved, o sea Me Han Trasladado», repetía incesantemente mientras las tijeras de podar eléctricas susurraban y zumbaban), provenía de Atlanta y era un hincha fanático de los Atlanta Braves. Odiaba al equipo de Cincinnati, lo que no lo hacía precisamente acreedor a la estima del vecindario. Cosa que a Hammond le resultaba indiferente. El se limitaba a esperar que la IBM volviera a trasladarlo.
Sin embargo, el señor Hammond no era lo importante. La señora Bacon no era lo importante, ni tampoco lo eran las dos muchachas suculentas montadas en su Jaguar blanco con el ribete de pintura roja opaca alrededor de los faros. Lo importante era que al cabo de un tiempo tu cerebro generaba su propia categoría inconsciente: la gente que encaja en Lakeland.
Pero en los meses trascurridos antes de que mataran a Vicky y secuestraran a Charlie de la casa de los Dugans, allí había habido gente que no pertenecía a esa categoría. Andy no había hecho caso de su presencia, diciéndose que habría sido ridículo alarmar a Vicky sólo porque la conversación con Quincey lo había trasformado en un paranoide.
Los ocupantes de la furgoneta de color gris claro. El pelirrojo que una noche había estado repantigado al volante de un Matador AMC y que otra noche, dos semanas más tarde, había estado al volante de un Arrow Plymouth, y que aproximadamente diez días más tarde había estado en el asiento para pasajeros de la furgoneta gris. Los visitaban demasiados vendedores. Había noches en que volvían a casa después de haber pasado el día fuera o después de haber llevado a Charlie a ver la última película de Disney y él tenía la sensación de que alguien había estado allí, de que los objetos habían sufrido un desplazamiento infinitesimal.
La sensación de que lo vigilaban.
Pero había pensado que se conformarían con vigilarlo. Éste había sido su error absurdo. Aún no estaba totalmente convencido de que a ellos los hubiera impulsado un acceso de pánico. Tal vez habían planeado secuestrarlos a él y a Charlie, y matar a Vicky porque no les era de utilidad. ¿Quién necesitaba realmente a una mujer dotada de poderes parapsicológicos cuya mayor hazaña de la semana consistía en cerrar la puerta de la nevera desde el otro extremo de la habitación?
Sin embargo, la operación había tenido unas características temerarias, apresuradas, que le hacían pensar que la desaparición inesperada de Charlie los había obligado a reaccionar antes de lo previsto. Si el que hubiera desaparecido hubiese sido Andy, tal vez habrían esperado, pero no había sido él. Había sido Charlie, y ésta era la que les interesaba verdaderamente. Ahora Andy estaba seguro de ello.
Se levantó y se desperezó, oyendo cómo crujían sus vértebras. Era hora de acostarse, de dejar de remover esos recuerdos viejos, dolorosos. No podía pasar el resto de su vida culpándose por la muerte de Vicky. Al fin y al cabo, no había sido más que un cómplice. Y posiblemente, tampoco a él le quedaba mucho tiempo de vida. Lo que había ocurrido en la galería de la casa de Irv Manders no le había pasado inadvertido. Tenían el propósito de eliminarlo. Ahora sólo deseaban capturar a Charlie.
Se fue a la cama y no tardó en dormirse. Sus sueños no fueron placenteros. Vio una y otra vez la franja de fuego que corría a través de la tierra apisonada del patio, la vio dividirse para formar un círculo alrededor del tajo, vio cómo las gallinas se inflamaban cual bombas incendiarias vivas. En sueños, se sintió rodeado por la cápsula de fuego, cada vez más caliente.
Ella había dicho que no volvería a provocar incendios.
Y quizás esto sería lo mejor.
Afuera, la fría luna de octubre brillaba sobre la laguna Tashmore; sobre Bradford, New Hampshire, en la otra orilla; y sobre el resto de New England. Más al Sur, brillaba sobre Longmont, en Virginia.