Las herramientas del Abuelo seguían pulcramente alineadas en la zona que les correspondía dentro del cobertizo donde guardaban el bote, y Andy encontró, por añadidura, algo que había esperado hallar, aunque sin hacerse demasiadas ilusiones: dos pilas de leña limpiamente cortada y seca en la cala situada al pie del cobertizo. Casi toda la había partido él mismo, y seguía cubierta por la lona mugrienta y desgarrada que él le había echado encima. Ese acopio no duraría todo el invierno, pero cuando él terminara de trocear los troncos caídos alrededor de la casa y el abedul atravesado sobre el camino, estarían bien provistos.
Llevó la sierra hasta el árbol desplomado y lo cortó de forma que le fuera posible pasar con el Willys. Para entonces ya casi había oscurecido y él estaba exhausto y hambriento. Nadie se había molestado, tampoco, en saquear la bien provista despensa. Si durante los seis últimos inviernos había habido vándalos o ladrones equipados con quitanieves, se habían limitado al extremo sur de la laguna, más densamente poblado. Había cinco estantes atestados de sopas Campbell’s y sardinas Wyman’s y guisos de carne Dinty Moore y toda clase de verduras envasadas. También había en el suelo media caja de alimento para perros Rival, un legado del buen y viejo Bimbo del Abuelo, pero Andy no creía que tuvieran que llegar a semejantes extremos.
Mientras Charlie echaba un vistazo a los libros alineados en los anaqueles de la amplia sala de estar, Andy bajó los tres escalones que conducían desde la despensa hasta la pequeña cámara subterránea para guardar conservas, frotó un fósforo de madera contra una de las vigas, metió un dedo en el agujero natural de una de las tablas que recubrían las paredes del diminuto recinto con suelo de tierra, y tiró. La tabla se desprendió y Andy espió en el interior. Al cabo de un momento sonrió. Dentro del pequeño hueco festoneado de telas de araña había cuatro frascos de vidrio herméticamente cerrados, llenos de un líquido transparente, de aspecto ligeramente aceitoso, que era aguardiente destilado en casa, cien por ciento puro: lo que el Abuelo llamaba «el matarratas de papá.»
El fósforo le quemó los dedos. Lo lanzó lejos y encendió otro. Al igual que los adustos predicadores de la antigua New England (de los cuales había sido descendiente directa), Hulda McGee no estimaba, ni comprendía, ni toleraba los placeres masculinos, simples y un poco tontos. Había sido una atea puritana, y éste había sido el pequeño secreto del Abuelo, que había compartido con Andy el año antes de morir.
Además del aguardiente, había un bote para fichas de póker. Andy lo extrajo del hueco y tanteó a través de la abertura de la tapa. Oyó un crujido y sacó un delgado fajo de billetes: unos pocos de diez y cinco y algunos de uno. Unos ochenta dólares en total. La debilidad del Abuelo había sido el póker de siete cartas, y eso era lo que él llamaba su «capital de reserva».
El segundo fósforo le quemó los dedos y Andy lo arrojó. En la oscuridad, volvió a guardar las fichas de póker y el dinero. Era bueno saber que estaba allí. Colocó la tabla en su lugar y atravesó nuevamente la despensa.
—¿Sopa de tomate para ti? —le preguntó a Charlie. Milagrosamente, ella había encontrado todos los libros infantiles de Winnie-the-Pooh en uno de los estantes y ahora estaba sumergida en la trama de uno de ellos.
—Sí —respondió Charlie, sin levantar la vista.
Andy calentó una gran olla de sopa de tomate y abrió una lata de sardinas para cada uno. Encendió una de las lámparas de queroseno luego de haber corrido cuidadosamente las cortinas, y la depositó en el centro de la mesa. Se sentaron y comieron, casi en silencio. Después Andy fumó un cigarrillo, que prendió en el tubo de la lámpara. Charlie descubrió el cajón de los naipes en la cómoda de la abuela. Había ocho o nueve mazos, a cada uno de los cuales le faltaba una sota o un dos, y pasó el resto del tiempo poniéndolos en orden y jugando mientras Andy exploraba la finca.
Más tarde, al arrebujarla en la cama, le preguntó cómo se sentía.
—A salvo —contestó ella, sin vacilar—. Buenas noches, papá. Si eso estaba bien para Charlie, también lo estaba para él. Se quedó un rato sentado junto a ella, pero Charlie se durmió enseguida y sin dificultades, y él se fue después de dejar la puerta abierta para oírla si se sobresaltaba por la noche.