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Andy y Charlie McGee llegaron a la casa de la laguna Tashmore dos días después del incendio de la granja de los Manders. Desde el principio el Willys no se hallaba en muy buenas condiciones, y las zambullidas en el lodo por los caminos a través del bosque hacia los cuales los había orientado Irv no contribuyeron a mejorar su estado. Cuando cayó la noche del día interminable que había comenzado en Hastings Glen, se hallaban a menos de veinte metros del final del segundo —y el peor— de los dos caminos que atravesaban un bosque. A sus pies, pero oculta por un espeso matorral, se extendía la Carretera 22. Aunque no la veían, les llegaban de cuando en cuando los ruidos que producían los coches y camiones al pasar zumbando y chirriando. Esa noche durmieron en el Willys, acurrucados para conservar el calor. Se pusieron en marcha a las cinco de la mañana siguiente —o sea la del día anterior al de la llegada a la laguna— cuando el amanecer no era más que un tenue resplandor en el Este.

Charlie estaba pálida y apática y abrumada. No le había preguntado a Andy qué les ocurriría si los controles se habían desplazado hacia el Este. Poco importaba, porque si los controles se habían desplazado, los atraparían, y eso sería todo. Tampoco era cuestión de deshacerse del Willys. Charlie no estaba en condiciones de caminar, y en verdad, él tampoco.

Así que Andy entró en la carretera y durante todo ese día de octubre se zarandearon y traquetearon por caminos secundarios bajo un cielo encapotado que auguraba lluvia pero no terminaba de descargarla. Charlie durmió mucho y Andy se sintió preocupado: temía que ése fuera un sueño malsano, un sueño que ella empleaba para evadirse de lo que había sucedido, cuando debía tratar de adaptarse a la realidad.

Se detuvo dos veces en restaurantes de la carretera y pidió hamburguesas y patatas fritas. La segunda vez pagó con el billete de cinco dólares que le había obligado a aceptar Jim Paulson, el conductor de la furgoneta. Casi todas las monedas restantes de los teléfonos habían desaparecido. Algunas debían de habérsele caído de los bolsillos durante los sucesos alucinantes que se habían desarrollado en la granja de los Manders, pero lo había olvidado. Algo más había desaparecido: esos alarmantes puntos insensibles de sus facciones se habían disipado durante la noche. Y ciertamente no lo lamentaba.

Charlie no tocó apenas su ración de hamburguesas y patatas fritas.

La noche anterior habían entrado en un área de servicio de la carretera, aproximadamente una hora después de la puesta del sol. Estaba desierta. Era otoño, y la temporada de las roulottes había concluido, por ese año. Un cartel rustico, pirograbado, rezaba: PROHIBIDO ACAMPAR PROHIBIDO ENCENDER FUEGO PÓNGALE LA CORREA A SU PERRO 500 DOLARES DE MULTA A QUIEN ARROJE BASURAS.

—Qué benévolos —murmuró Andy y descendió con el Willys por la pendiente que nacía al final del aparcamiento de grava, hasta meterlo en un bosquecillo situado a la vera de un arroyuelo rumoroso. El y Charlie se apearon y se acercaron en silencio al agua. El cielo seguía nublado pero el tiempo era apacible. No se veían estrellas y la noche era muy negra. Se sentaron y escucharon un rato cómo el arroyo contaba su historia. El cogió la mano de Charlie y fue entonces cuando ésta se echó a llorar, con fuertes sollozos convulsivos que parecían a punto de desgarrarla.

Andy la rodeó con los brazos y la meció.

—Charlie —susurró—. Charlie, Charlie, ya basta. No llores.

—Por favor, papá, no me obligues a hacerlo nuevamente —gimoteó ella—. Porque si me lo pidieras lo haría y creo que después me mataría así que por favor… por favor… nunca más…

—Te quiero. Cálmate y no hables de matarte. Eso es una locura.

—No —insistió ella—. No lo es. Prométemelo, papá.

El reflexionó durante un largo rato y después respondió, con parsimonia:

—No sé si puedo, Charlie. Pero prometo que lo intentaré. ¿Te basta con eso?

Su angustioso silencio fue respuesta suficiente.

—Yo también me asusto —agregó él en voz baja—. Los padres tienen miedo como todos. Créeme.

Esa noche la pasaron también en la cabina del Willys. A las seis de la mañana reanudaron el viaje. Se habían abierto claros entre las nubes, y hacia las diez era un día impecable del veranillo de San Martín. No mucho después de haber cruzado el límite del Estado de Vermont, vieron a una legión de hombres montados en lo alto de escaleras que parecían mástiles adosados a manzanos oscilantes, y en los huertos había camiones cargados con cestos rebosantes de fruta.

A las once y media abandonaron la Carretera 34 y tomaron un angosto camino de tierra, lleno de baches, a la entrada del cual había un cartel que rezaba PROPIEDAD PRIVADA, y algo se distendió en el pecho de Andy. Habían llegado a la finca del Abuelo McGee. Estaban allí.

Avanzaron lentamente hacia la laguna, que se hallaba a unos dos kilómetros. Las hojas otoñales, rojas y doradas, se arremolinaban en el camino frente al morro chato del jeep. Precisamente cuando empezaron a vislumbrar unos destellos de agua entre los árboles, el camino se bifurcó. Una pesada cadena de acero estaba atravesada sobre el ramal más pequeño, y de la cadena colgaba un cartel amarillo, moteado de herrumbre: PROHIBIDO PASAR POR ORDEN DEL SHERIFF DEL CONDADO. La mayoría de las manchas de óxido se habían formado alrededor de seis u ocho depresiones de metal, y Andy conjeturó que, para desahogar su aburrimiento, algún chico veraneante había dedicado unos minutos a acribillar el cartel con su rifle calibre 22. Pero desde entonces habían trascurrido muchos años.

Se apeó del Willys y extrajo el llavero del bolsillo. Del aro colgaba una lengüeta de cuero con sus iniciales —A.McG— casi borradas. Vicky se lo había regalado para Navidad… un año antes de que naciera Charlie.

Permaneció un momento inmóvil junto a la cadena, contemplando primero la lengüeta de cuero, y luego las llaves. Había casi dos docenas. Cosa rara, las llaves: podías rememorar tu vida guiándote por las que se acumulaban de una manera u otra en tu llavero. Supuso que algunas personas —que sin duda tenían un sentido de la organización más desarrollado que el suyo— sencillamente se desprendían de sus viejas llaves, así como cultivaban el hábito de limpiar sus carteras más o menos cada seis meses. Andy nunca había hecho lo uno ni lo otro.

Allí estaba la llave que abría la puerta este del Pabellón Prince, en Harrison, donde había tenido su despacho. La llave del despacho propiamente dicho. La del Departamento de Inglés. La de la casa de Harrison que había visto por última vez el día en que los hombres de la Tienda habían matado a su esposa y secuestrado a su hija. Dos o tres más que ni siquiera podía identificar. Sí, las llaves eran una cosa rara.

Se le empañó la vista. De pronto, echó de menos a Vicky, y la necesitó como no había vuelto a necesitarla desde aquellas primeras semanas trágicas que había pasado peregrinando con Charlie. Estaba muy cansado, muy asustado y desmedidamente furioso. En ese momento, si hubiera tenido a todos los secuaces de la Tienda alineados frente a él a lo largo del camino del Abuelo, y si alguien le hubiera alcanzado una ametralladora Thompson…

—¿Papá? —Era la voz de Charlie, ansiosa—. ¿No encuentras la llave?

—Sí, la tengo —respondió. Estaba entre las otras: una pequeña llave Yale en la que había grabado con el cortaplumas las iniciales L.T., que significaban laguna Tashmore. Habían estado allí por última vez el año en que había nacido Charlie, y en ese momento Andy tuvo que maniobrar un poco con la llave para hacer girar los mecanismos encasquillados. Entonces el candado se abrió con un chasquido y Andy depositó la cadena sobre la alfombra de hojas caídas.

Condujo el Willys por la abertura y después volvió a asegurar la cadena con el candado.

A Andy lo regocijó comprobar que el camino estaba en malas condiciones. Cuando iban allí todos los veranos, con regularidad, se quedaban tres o cuatro semanas y siempre encontraban un par de días libres para trabajar en el camino: traían un cargamento de grava de la cantera de Sam Moore, la volcaban en los peores baches, cortaban la maleza, y hacían venir a Sam en persona con su vieja niveladora para que lo alisara. El otro ramal del camino, más ancho, conducía a casi dos docenas de casas y cabañas alineadas a lo largo de la costa, y esos propietarios tenían su Asociación de Vías Públicas, pagaban cuotas anuales, celebraban reuniones formales en el mes de agosto y llenaban todos los otros requisitos (aunque las reuniones formales no eran más que una excusa para agarrar unas tremendas curdas antes de que terminase otro verano). Pero la finca del Abuelo era la única situada en esa otra dirección, porque él mismo había comprado toda la tierra por una bicoca en el momento más crítico de la Depresión.

En los viejos tiempos habían tenido un coche familiar Ford. No creía que éste hubiera podido llegar ahora hasta allí, e incluso el Willys, con sus ejes altos, tocó una o dos veces en el suelo. A Andy no le importó en absoluto. Eso significaba que no había pasado nadie por ese lugar.

—¿Habrá electricidad, papá? —preguntó Charlie.

—No —contestó él—, ni teléfono. No nos conviene conectar la corriente, pequeña. Eso equivaldría a proclamar AQUÍ ESTAMOS. Pero hay lámparas de queroseno y dos bidones de petróleo para la cocina. Si no los han robado, desde luego. —Esto le preocupaba un poco. Desde la última vez que habían estado allí, el precio del petróleo había aumentado tanto que valía la pena robarlo.

—¿Habrá… —empezó a decir Charlie.

—Mierda —exclamó Andy. Frenó bruscamente. Un árbol había caído atravesado sobre el camino, más adelante: un abedul de grandes dimensiones, derribado por una tormenta de invierno—. Creo que a partir de aquí tendremos que caminar. De todos modos sólo falta más o menos un kilómetro y medio. Será un paseo. —Más tarde volvería con la sierra del Abuelo y cortaría el tronco en trozos. No quería dejar el Willys de Irv aparcado allí. Resultaba demasiado visible.

Le alborotó el cabello a Charlie.

—Ven.

Se apearon del Willys, y Charlie se deslizó sin esfuerzo por debajo del abedul, mientras Andy pasaba cuidadosamente por encima, procurando no pincharse las zonas delicadas. Las hojas crujieron agradablemente bajo sus pies cuando echaron a andar, y el bosque estaba impregnado por los aromas propios del otoño. Una ardilla los espió desde un árbol, y vigiló atentamente su marcha. Y entonces empezaron a ver nuevamente refulgentes tramos azules entre el follaje.

—¿Qué habías empezado a decir cuando encontramos el tronco? —inquirió Andy.

—¿Habrá suficiente petróleo para mucho tiempo? Por si tenemos que pasar el invierno aquí.

—No, pero hay bastante para empezar. Y yo cortaré mucha leña. Tú me ayudarás a transportarla.

Diez minutos más tarde el camino se ensanchó hasta formar un claro sobre la orilla de la laguna y llegaron a su lugar de destino. Ambos permanecieron un momento callados. Andy ignoraba lo que sentía Charlie, pero sobre él se precipitó una avalancha de recuerdos, y sus sentimientos fueron tan intensos que para designarlos no habría bastado una palabra moderada como nostalgia. Con esas remembranzas se mezcló su sueño de tres mañanas atrás: el bote, la lombriz que se retorcía convulsivamente, incluso los parches de neumático en las botas del Abuelo.

La casa tenía cinco habitaciones, y estaba construida con madera sobre cimientos de piedra. Una terraza asomaba en dirección a la laguna, y un muelle de piedra se internaba en el agua. Si se exceptuaban los montículos de hojas y los árboles derribados por el viento durante los últimos inviernos, nada había cambiado. Casi esperaba que el mismo Abuelo saliera caminando, vestido con una de esas camisas de cuadros verdes y negros, agitando el brazo a modo de saludo e invitándolo a entrar con su vozarrón, mientras le preguntaba si ya había obtenido el permiso de pesca, porque las truchas seguían picando bien al caer la noche.

Ése había sido un lugar estupendo. En el otro extremo de la laguna Tashmore, lejos, los pinos despedían destellos gris verdosos bajo los rayos del sol. Qué árboles estúpidos —había comentado el Abuelo una vez—, ni siquiera saben distinguir el verano del invierno.

La única señal de civilización sobre la margen opuesta continuaba siendo el embarcadero del pueblo de Bradford. Nadie había construido un centro comercial ni un parque de atracciones. Ahí el viento seguía susurrando entre los árboles. Las tejas verdes aún tenían un aspecto musgoso, típico del bosque, y las agujas de los pinos se acumulaban todavía en los ángulos del techo y en la embocadura del canalón de madera. El había sido niño allí, y el Abuelo le había enseñado a colocar el cebo en el anzuelo. Había tenido su propio dormitorio, con sólidos paneles de arce, y había soñado sus sueños infantiles en una cama angosta y lo había despertado el chapoteo del agua contra el muelle. Allí también había sido hombre, y le había hecho el amor a su esposa en la cama de matrimonio que había pertenecido antaño al Abuelo y a su consorte… aquella mujer taciturna y un poco ominosa que pertenecía a la Sociedad Norteamericana de Ateos y que te explicaba, si se lo pedías, las Treinta Mayores Contradicciones de la Biblia del rey Jacobo o, si preferías, la Hilarante Falacia de la Teoría que Interpreta el Universo Como Si Fuera un Muelle de Reloj, todo ello con la lógica rotunda, irrebatible, de un predicador fanático.

—Echas de menos a mamá, ¿verdad? —inquirió Charlie con tono desolado.

—Sí. Sí, la echo de menos.

—Yo también —afirmó Charlie—. Lo pasasteis bien aquí, ¿no es cierto?

—Sí —asintió él—. Ven, Charlie. Ella se quedó inmóvil, mirándolo.

—Papá, ¿alguna vez volveremos a vivir normalmente? ¿Podré ir a la escuela y todo eso?

El contempló la posibilidad de mentir, pero no le habría valido de nada.

—No lo sé —respondió. Intentó sonreír, pero no lo logró. Ni siquiera podía curvar los labios de manera convincente—. No lo sé, Charlie.