Ese mismo día, más temprano, Cap había pensado, inquieto, que Rainbird era muy silencioso. El doctor Wanless ni lo oyó. Se despertó de un sueño profundo. Se despertó porque un dedo le hacía cosquillas debajo de la nariz. Se despertó y vio sobre su cama la mole de lo que parecía ser un monstruo salido de una pesadilla. Un ojo brillaba tenuemente con el reflejo de la luz del baño, la luz que él siempre dejaba encendida cuando estaba en un lugar extraño. Donde debería haber estado el otro ojo sólo había un cráter vacío.
Wanless abrió la boca para gritar y John Rainbird le apretó las fosas nasales con los dedos de una mano y le cubrió la boca con la otra. Wanless empezó a debatirse.
—Shhh —chistó Rainbird, con la complacida indulgencia con que una madre se dirige a su bebé en el momento de cambiar los pañales.
Wanless se debatió con más fuerza.
—Si quiere vivir, quédese quieto y callado —agregó Rainbird.
Wanless lo miró, tuvo un sobresalto y después se quedó quieto.
—¿Se callará? —le preguntó Rainbird.
Wanless asintió con un movimiento de cabeza. Su cara se estaba poniendo roja.
Rainbird apartó las manos y Wanless empezó a boquear roncamente. De una de sus fosas nasales brotó un hilillo de sangre.
—¿Quién… es… lo… envió… Cap?
—Rainbird —respondió su visitante solemnemente—. Sí, me envió Cap.
Los ojos de Wanless estaban desorbitados en la oscuridad. Sacó la lengua y se humedeció los labios. Postrado en el lecho, con las sábanas caídas alrededor de sus tobillos nudosos, parecía el niño más viejo del mundo.
—Tengo dinero —susurró muy rápidamente—. Una cuenta bancaria en Suiza. Mucho dinero. Es todo suyo. Nunca volveré a abrir la boca. Se lo juro por Dios.
—No es su dinero lo que quiero, doctor Wanless —replicó Rainbird.
Wanless lo miraba fijamente. La comisura izquierda de su boca estaba crispada en una mueca frenética y su párpado izquierdo se aflojaba y se estremecía.
—Si quiere estar vivo cuando salga el sol —prosiguió Rainbird:—, hablará conmigo, doctor Wanless. Pronunciará una conferencia. Será un seminario para mí solo. Estaré atento, seré un buen alumno. Y lo recompensaré con su vida, que vivirá lejos del alcance de Cap y de la Tienda. ¿Comprende?
—Sí —contestó Wanless roncamente.
—¿Acepta?
—Sí… ¿pero qué…?
Rainbird se llevó dos dedos a los labios y el doctor Wanless se calló enseguida. Su tórax escuálido subía y bajaba rápidamente.
—Pronunciaré dos palabras y entonces empezará su conferencia. Dirá todo lo que sabe, todo lo que sospecha, todas sus teorías. ¿Está preparado para escuchar las dos palabras, doctor Wanless?
—Sí —respondió Wanless.
—Charlene McGee —dijo Rainbird, y el doctor Wanless empezó a hablar.
Al principio sus palabras brotaron lentamente y después con más rapidez. Habló. Le contó a Rainbird la historia completa de las pruebas del Lote Seis y del experimento culminante. Rainbird ya sabía mucho de eso, pero Wanless también llenó varios huecos. El profesor repitió todo el sermón que le había recitado a Cap esa mañana, y esta vez el discurso no cayó en oídos sordos. Rainbird lo escuchó atentamente, frunciendo a veces el ceño, aplaudiendo y riendo quedamente al oír la metáfora de Wanless sobre la educación de esfínteres. Esto lo alentó a hablar con más celeridad, y cuando empezó a repetirse, como acostumbran a hacerlo los viejos, Rainbird bajó nuevamente las manos, y volvió a apretarle las fosas nasales con una y a cubrirle la boca con la otra.
—Lo siento —dijo Rainbird.
Wanless corcoveó y se arqueó bajo el peso de Rainbird. Este aumentó la presión, y cuando los forcejeos de Wanless empezaron a menguar, Rainbird levantó bruscamente la mano con la que le había apretado la nariz. El buen doctor exhaló el aire con un siseo sibilante parecido al que produce un neumático pinchado al desinflarse. Sus ojos giraban demencialmente en las órbitas, como los de un caballo enloquecido por el miedo… pero aún era demasiado difícil ver en ellos.
Rainbird cogió el cuello de la chaqueta del pijama del doctor Wanless y lo volteó sobre la cama para que la fría luz blanca del baño se proyectara directamente sobre su rostro.
Después volvió a apretar las fosas nasales de Wanless.
A veces un hombre puede sobrevivir hasta nueve minutos sin sufrir lesiones cerebrales permanentes si cuando le cortan el aire se queda totalmente inmóvil. Una mujer, con una capacidad pulmonar ligeramente mayor y un sistema de eliminación de anhídrido carbónico un poco más eficiente, puede sobrevivir diez o doce minutos. Desde luego, los forcejeos y el terror reducen mucho el tiempo de supervivencia.
El doctor Wanless se debatió vehementemente durante cuarenta segundos, y después sus esfuerzos encaminados a salvar su propia vida empezaron a declinar. Sus manos aporrearon débilmente el granito anfractuoso de la cara de John Rainbird. Sus talones martillearon un ahogado redoble de retirada sobre la alfombra. Empezó a babear contra la palma callosa de la mano de Rainbird.
Ese era el momento.
Rainbird se inclinó hacia adelante y escudriñó los ojos de Wanless con avidez infantil.
Pero era lo mismo, siempre lo mismo. Los ojos parecieron perder su miedo y llenarse en cambio de una gran perplejidad. Ni asombro, ni el despuntar de la comprensión o de la percepción o del temor reverencial. Sólo perplejidad. Durante un momento esos dos ojos perplejos se clavaron en el único de John Rainbird, y éste supo que lo estaban viendo. Borrosamente, quizás, esfumándose más y más a medida que el científico agonizaba pero lo estaban viendo. Después se vidriaron, simplemente. El doctor Joseph Wanless ya no estaba en el Mayflower Hotel. Rainbird se hallaba sentado en esa cama junto a un muñeco de tamaño natural.
Se quedó quieto, con una mano todavía sobre la boca del muñeco, y apretando fuertemente con la otra las fosas nasales de éste. Era mejor asegurarse. Permanecería así durante diez minutos.
Pensó en lo que Wanless había dicho acerca de Charlene McGee. ¿Era posible que una chiquilla tuviera semejante poder? Suponía que sí. En Calcuta había visto cómo un hombre se clavaba cuchillos en el cuerpo —en las piernas, en el vientre, en el pecho, en el cuello— y después los arrancaba sin dejar heridas. Quizás era posible. Y desde luego era… interesante.
Pensó en esas cosas y después descubrió que se estaba preguntando cómo sería matar a una criatura. Nunca lo había hecho conscientemente (aunque una vez había colocado una bomba en un avión de pasajeros y ésta había estallado y había matado a las sesenta y siete personas que viajaban a bordo, y a lo mejor entre ellas había habido uno o más niños, pero eso no era lo mismo: se trataba de algo impersonal). En su profesión no era necesario matar niños con frecuencia. La Tienda, al fin y al cabo, no era una organización terrorista como el IRA o la OLP, aunque a algunos —incluidos ciertos caguetas del Congreso, por ejemplo— les gustara creer que sí lo era.
Se trataba, después de todo, de una organización científica.
Quizá con una niña el resultado sería distinto. Tal vez al final habría otra expresión en sus ojos, algo más que la perplejidad que lo hacía sentirse tan vacío y tan —sí, era cierto— tan triste.
Quizás en la muerte de una niña descubriría parte de lo que necesitamos saber.
De una niña como Charlene McGee.
—Mi vida es como los caminos rectos del desierto —murmuró John Rainbird con voz queda. Miró absorto las canicas azules y opacas que habían sido los ojos del doctor Wanless—. Pero tu vida no es ningún camino, mi amigo… mi buen amigo.
Besó a Wanless primero en una mejilla y después en la otra. A continuación volvió a acostarlo sobre la cama y lo cubrió con una sábana. Esta cayó mansamente, como un paracaídas, y delineó la nariz sobresaliente y ahora inactiva de Wanless, rodeándola con un entorno blanco.
Rainbird salió de la habitación.
Esa noche pensó en la niña de la que se decía que podía provocar incendios. Pensó mucho en ella. Se preguntó dónde estaba, qué pensaba, qué soñaba. Le inspiraba mucha ternura, un sentimiento muy protector.
Cuando se sumió en el sueño, inmediatamente después de las seis de la mañana, estaba seguro: la niña sería suya.