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En el momento en que Cap Hollister le consagró un pensamiento fugaz, John Rainbird estaba sentado en su habitación del Mayflower Hotel, frente al televisor, viendo un programa llamado The Crosswits. Estaba desnudo. Estaba sentado en su silla con los pies descalzos muy juntos. Esperaba que oscureciera. Después de que oscureciera, esperaría que se hiciese tarde. Cuando fuera tarde, empezaría a esperar que se hiciese temprano. Cuando fuera temprano y el pulso del hotel se redujese a su mínima expresión, dejaría de esperar y subiría a la habitación 1217 y mataría al doctor Wanless. Después volvería a bajar ahí y reflexionaría acerca de lo que Wanless le habría dicho antes de morir, y cuando asomara el sol dormiría un rato.

John Rainbird era un hombre en paz. Estaba en paz con casi todo: con Cap, con la Tienda, con los Estados Unidos. Estaba en paz con Dios, con Satán y con el universo. Si todavía no estaba totalmente en paz consigo mismo, esto sólo se debía a que su peregrinaje aún no había terminado. Había dado muchos golpes maestros, tenía muchas cicatrices honorables. No le importaba que la gente le volviera la espalda con miedo y con asco. No le importaba haber perdido un ojo en Vietnam. No le importaba lo que ganaba. Cobraba su paga e invertía la mayor parte en comprar zapatos. Estaba enamorado de los zapatos. Tenía una casa en Flagstaff, y aunque rara vez iba personalmente, se hacía enviar allí los zapatos. Cuando se le presentaba la oportunidad para ir a su casa, admiraba los zapatos: Gucci, Bally, Bass, Adidas, Van Donen. Zapatos. Su casa era un bosque extraño: en todas las habitaciones crecían árboles de zapatos, y él pasaba de una habitación a otra admirando los frutos-zapatos que crecían en ellos. Pero cuando estaba solo andaba descalzo. A su padre, un indio cherokee de pura sangre, lo habían enterrado descalzo. Alguien había robado sus mocasines funerarios.

A John Rainbird sólo le interesaban dos cosas, además de los zapatos. Una era la muerte. Su propia muerte, desde luego. Hacía veinte años o más que estaba preparado para su inevitabilidad. Su profesión siempre había consistido en dispensar la muerte, y éste era el único oficio en el que se había destacado. Le interesaba cada vez más a medida que envejecía, así como a un pintor le interesan cada vez más las cualidades y las gradaciones de la luz, así como a los escritores les interesa cada vez más la búsqueda a tientas de la idiosincrasia y los matices en razón de lo cual se parecen a los ciegos que leen según el sistema Braille. Lo que más le interesaba era la partida concreta… la exhalación concreta del alma… la salida del interior del cuerpo y de lo que los seres humanos conocen por el nombre de vida y la transmutación en algo distinto. ¿Qué impresión te produce sentir cómo te vas escurriendo? ¿Piensas acaso que es un sueño del que despertarás? ¿El diablo de los cristianos te está esperando con su tridente, listo para ensartar tu alma aullante y bajarla al infierno como si fuera un trozo de carne en una brocheta? ¿Sientes placer? ¿Sabes a dónde vas? ¿Qué ven los ojos del agonizante?

Rainbird confiaba en tener la oportunidad de descubrirlo por sí mismo. En su profesión, la muerte era a menudo rápida e imprevista, algo que ocurría en un abrir y cerrar de ojos. Esperaba que cuando a él le llegara la hora de morir, tuviese tiempo para prepararse y sentirlo todo. Últimamente había escudriñado cada vez con más frecuencia los rostros de las personas que mataba, procurando leer el secreto de sus ojos.

La muerte le interesaba.

Lo que también le interesaba era la chiquilla que los tenía tan preocupados a todos. Esa Charlene McGee. Cap creía que John Rainbird sólo sabía vagamente quiénes eran los McGee y que no sabía absolutamente nada acerca del Lote Seis. En realidad, Rainbird sabía casi tanto como el mismo Cap… lo cual seguramente lo habría condenado a ser eliminado inmediatamente si Cap se hubiera enterado. Sospechaban que la niña tenía un poder desmesurado o potencialmente desmesurado… quizá todo un arsenal de poderes. A él le gustaría encontrar a la niña y comprobar cuáles eran sus poderes. También sabía que Andy McGee era lo que Cap llamaba «un dominador mental en potencia», pero esto no inquietaba a John Rainbird. Aún no había conocido a ningún hombre que pudiera dominarlo a él.

Terminó The Crosswits. Empezó el telediario. Pura bazofia. John Rainbird se quedó sentado, sin comer, sin beber, sin fumar, limpio y vacío y desnudo, y esperó que llegara la hora de matar.