Orville Jamieson, cubierto de rasguños y de lodo y apenas en condiciones de apoyarse sobre el tobillo lesionado, se sentó a la vera de Baillings Road, a unos setecientos u ochocientos metros de la granja Manders, y habló por su radioteléfono. Su mensaje fue retransmitido a un puesto de mando provisional instalado en un camión aparcado en la Calle Mayor de Hastings Glen. El camión tenía un equipo de radio con un sistema a prueba de interferencias y un trasmisor potente. El mensaje de OJ fue alterado por el sistema contra interferencias, amplificado y radiado a la ciudad de Nueva York, donde una estación de empalme lo recogió y lo retransmitió a Longmont, Virginia, donde Cap estaba sentado en su despacho, escuchando.
El rostro de Cap ya no estaba radiante y vivaz, como esa mañana, cuando había llegado pedaleando al trabajo. El informe de OJ era casi increíble. Ellos sabían que la niña tenía algo, pero la historia de la carnicería le cayó (por lo menos a Cap) como un rayo desde un cielo azul y despejado. Entre cuatro y seis hombres muertos, los demás en fuga desordenada por el bosque, media docena de coches incendiados, una casa arrasada por el fuego, un civil herido y dispuesto a proclamar a los cuatro vientos que una pandilla de neonazis había aparecido en el umbral de su casa sin un mandamiento judicial y había intentado secuestrar a un hombre y a una chiquilla a los que él había invitado a almorzar.
Cuando OJ completó su informe (y no lo completó realmente, sino que empezó a repetirse en una especie de semihisteria), Cap colgó el auricular y se hundió en la mullida silla giratoria e intentó pensar. No creía que una operación clandestina hubiera fracasado tan espectacularmente desde la de la Bahía de los Cochinos… y esta vez había sucedido en territorio norteamericano.
El despacho estaba oscurecido y poblado de espesas sombras ahora que el sol se había desplazado y daba sobre el otro lado del edificio, pero no encendió las luces. Rachel lo había llamado por el interfono y él le había dicho tajantemente que no quería hablar con nadie, absolutamente con nadie.
Se sentía viejo.
Le oyó decir a Wanless: Hablo del potencial de destrucción. Bueno, ya no se trataba sólo del potencial, ¿verdad? Pero la atraparemos, pensó, mientras miraba inexpresivamente a través de la habitación. Oh, sí, claro que la atraparemos.
Llamó a Rachel.
—Quiero hablar con Orville Jamieson apenas puedan traerlo en avión. Y quiero hablar con el general Brackman, en Washington. Prioridad A-uno-A. Se ha presentado una situación que puede ser difícil en el Estado de Nueva York, y quiero informárselo ya mismo.
—Sí, señor —respondió Rachel respetuosamente.
—Quiero reunirme con los seis subdirectores a las diecinueve horas. También prioridad A-uno-A. Y quiero hablar con el jefe de la policía del Estado de Nueva York. —Ellos habían participado en la búsqueda masiva, y Cap quería recordárselo. Si había que repartir mierda, él cuidaría que les reservaran a ellos un cubo repleto. Pero también quería señalarle que si actuaban coordinadamente, tal vez todavía podrían salir bastante bien parados.
Cap vaciló un momento y después agregó:
—Cuando llame John Rainbird, dígale que quiero hablar con él. Le tengo reservado otro trabajo.
—Sí, señor.
Cap soltó la clavija del interfono. Volvió a arrellanarse en su silla y estudió las sombras.
—No ha pasado nada que no tenga arreglo —les dijo a las sombras. Éste había sido su lema de toda la vida. No estaba impreso en un pergamino y colgado de la pared, ni grabado en una placa de bronce y montado sobre su escritorio, sino que estaba estampado en su corazón como un axioma.
No había nada que no tuviera arreglo. Hasta esa tarde, hasta el momento de recibir el informe de OJ, había alimentado esa convicción. Era una filosofía que había hecho progresar mucho al hijo de un pobre minero de Pennsylvania. Y seguía opinando lo mismo, aunque con una vacilación pasajera. Manders y su esposa, sumados, probablemente tenían parientes esparcidos desde New England hasta California, y cada uno era una palanca potencial para acallarlos. Ahí mismo en Longmont había suficientes archivos ultrasecretos como para que cualquier audiencia legislativa sobre los métodos de la Tienda terminara por ser… bueno, un poco dura de oído. Los coches e incluso los agentes no eran más que herramientas, aunque pasaría mucho tiempo antes de que pudiera acostumbrarse a la idea de que Al Steinowitz había muerto. ¿Quién podría reemplazar a Al? Esa mocosa y su padre iban a pagar lo que le habían hecho a Al. Él se encargaría de ello.
Pero la chica. ¿Podrían controlar a la chica?
Había medios para ello. Existían sistemas de contención.
El expediente McGee seguía sobre el carrito de la biblioteca. Se levantó, se acercó a él y empezó a hojearlo impacientemente. Se preguntó dónde estaría John Rainbird en ese momento.