—Saquémoslo de la galería —dijo Andy. Había depositado a Charlie sobre el césped, del otro lado del patio. Ahora el costado de la casa estaba ardiendo, y las chispas caían revoloteando sobre la galería como grandes luciérnagas lerdas.
—Váyase —ordenó ella hoscamente—. No lo toque.
—La casa está ardiendo —dijo Andy—. Deje que la ayude.
—¡Váyase! ¡Ya ha hecho bastante!
—Cállate, Norma. —Irv la miró—. Este hombre no es el responsable de nada de lo que ha ocurrido. Así que cierra el pico.
Norma lo miró como si tuviera mucho más que agregar, y después apretó las mandíbulas con un chasquido.
—Levánteme —murmuró Irv—. Siento las piernas como si fueran de goma. Creo que tal vez me oriné encima. No me extrañaría. Uno de esos hijos de puta me pegó un tiro. No sé cuál de ellos. Écheme una mano, Frank.
—Me llamo Andy. —Pasó un brazo alrededor de la espalda de Irv. Este se levantó poco a poco—. No se enfade con su esposa. Esta mañana debería haber pasado de largo junto a nosotros.
—Si se presentara el caso de nuevo, actuaría igual —respondió Irv—. Esos condenados invadieron mi propiedad y vinieron armados. Malditos cerdos y jodidos rufianes del Gobierno y… ayyyyy, ¡Jesús!
—¿Irv? —exclamó Norma.
—Cállate, mujer. Ya pasó. Vamos, Frank, o Andy, o como se llame. Empieza a hacer calor.
Claro que sí. Una ráfaga de viento lanzó una espiral de chispas dentro de la galería mientras Andy llevaba a Irv escaleras abajo y en dirección al patio, más o menos a rastras. El tajo se había convertido en un muñón ennegrecido. De las gallinas que Charlie había abrasado no quedaba nada, exceptuando unos pocos huesos calcinados y una peculiar ceniza densa que tal vez provenía de las plumas. No las había asado, las había cremado.
—Déjeme junto al granero —boqueó Irv—. Quiero hablar con usted.
—Necesita un médico —dijo Andy.
—Sí, ya vendrá. ¿Qué le pasó a la pequeña?
—Se desmayó. —Sentó a Irv con la espalda apoyada contra la puerta del granero. Irv lo miraba. Su rostro había recuperado un poco de color, y el tinte azulado se estaba borrando de sus labios. Sudaba. Detrás de ellos, las llamas devoraban la casona blanca que se había levantado en Baillings Road desde 1868.
—Ningún ser humano debería poder hacer lo que ella hace —comentó Norma.
—Tal vez tenga razón —replicó Andy, y después apartó la vista de Irv y miró fijamente el rostro pétreo, implacable, de Norma Manders—. Pero ningún ser humano debería sufrir tampoco parálisis cerebral ni distrofia muscular ni leucemia. Sin embargo sucede. Y les sucede a algunos niños.
—Ella no es la responsable —asintió Irv—. Es cierto.
Sin dejar de mirar a Norma, Andy prosiguió:
—No es un monstruo, como tampoco lo es un niño colocado en un pulmón de acero o ingresado en un instituto para retrasados mentales.
—Lamento haber dicho eso —contestó Norma, y su mirada fluctuó y rehuyó la de Andy—. Les dio de comer a las gallinas junto conmigo. La vi acariciar a la vaca. Pero mi casa se está quemando, señor, y ha muerto gente.
—Lo siento.
—La casa está asegurada, Norma —intervino Irv, y le cogió la mano con la que a él le quedaba sana.
—El seguro no me devolverá los platos de mi madre, que ella heredó de la suya —arguyó Norma—. Ni mi hermoso escritorio, ni los cuadros que compramos el pasado mes de julio en la exposición de arte de Schenectady. —Una lágrima se escurrió de uno de sus ojos y ella se la enjugó con la manga—. Ni las cartas que me escribiste cuando estabas en el ejército.
—¿Su muñequita se repondrá? —inquirió Irv.
—No lo sé.
—Bueno, escuche. He aquí lo que puede hacer, si quiere. Detrás del granero hay un viejo jeep Willys…
—¡No, Irv! ¡No te compliques más en esto!
Él se volvió para mirarla, con sus facciones grises y arrugadas y sudadas. Detrás de ellos ardía su casa. Al reventar, las tejas producían un ruido semejante al de las castañas en una fogata de Navidad.
—Esos hombres vinieron sin mandamiento judicial ni documentos de ningún tipo e intentaron llevárselos de nuestra propiedad —sentenció—. Intentaron llevarse a dos personas que yo había invitado a comer tal como se acostumbra a hacer en un país civilizado con leyes decorosas. Uno de ellos me descerrajó un tiro y otro intentó matar a Andy. Le erró a su cabeza por no más de medio centímetro. —Andy recordó el primer estampido ensordecedor y la astilla de madera que había saltado del poste de la galería. Se estremeció—. Vinieron y se comportaron de ese modo. ¿Qué pretendes que haga yo, Norma? ¿Que me quede aquí sentado y que los entregue a la policía secreta, si tienen las pelotas necesarias para volver a buscarlos? ¿Pretendes que me porte como un buen alemán?
—No —murmuró ella roncamente—. Supongo que no.
—No hace falta que… —empezó a decir Andy.
—Yo pienso que sí debo hacerlo —lo interrumpió Irv—. Y cuando vuelvan… porque volverán, ¿no es cierto, Andy?
—Oh, sí. Volverán. Usted acaba de comprar acciones de una industria en crecimiento, Irv.
Irv se rió, con una risa sibilante, ahogada.
—Eso está muy bien, sí señor. Bueno, cuando aparezcan por aquí, yo sólo sabré que se llevó mi Willys. Nada más que eso. Y le deseo buena suerte.
—Gracias —contestó Andy en voz baja.
—Debemos darnos prisa —continuó Irv—. El pueblo está lejos, pero ya deben de haber visto el humo. Vendrán los bomberos. Dijo que usted y la muñeca van hacia Vermont. ¿Eso era verdad?
—Sí.
Se oyó un gemido que provenía de su izquierda.
—Papá…
Charlie estaba sentada. Tenía los pantalones rojos y la blusa verde manchados de tierra. Estaba pálida y tenía una expresión tremendamente azorada.
—¿Qué se está quemando, papá? Huelo que algo se quema. ¿Lo hago yo? ¿Qué se está quemando?
Andy se acercó a ella y la alzó.
—Todo está en orden —afirmó, y se preguntó por qué tenías que decirle eso a los niños incluso cuando sabían perfectamente, tanto como tú mismo, que no era verdad—. Todo está en orden. ¿Cómo te sientes, cariño?
Charlie miraba por encima de su hombro en dirección a la hilera de coches incendiados, al cuerpo convulsionado del huerto y a la casa de los Manders, coronada de fuego. La galería también estaba envuelta en llamas.
El viento alejaba el calor y el humo, pero el olor de la gasolina y de las tejas recalentadas era intenso.
—Eso lo he hecho yo —murmuró Charlie, en voz tan baja que era casi inaudible. Su rostro empezó a crisparse y descomponerse nuevamente.
—¡Muñeca! —exclamó Irv enérgicamente. Ella miró hacia él y a través de él.
—Yo —gimió.
Andy trasportó a Charlie hasta donde Irv estaba sentado y apoyado contra la puerta del granero, y la depositó en el suelo.
—Escúchame, muñeca —prosiguió Irv—. Esos hombres querían matar a tu papá. Tú lo supiste antes que yo, quizás antes de que lo supiera él, aunque maldito sea si entiendo cómo. ¿Es así?
—Si —respondió Charlie. Sus ojos conservaban una expresión insondable y desdichada—. Pero usted no lo entiende. Yo era como un soldado, pero peor. Ya… ya no podía controlarlo. Iba en todas direcciones. Quemé algunas de sus gallinas… y casi quemé a mi padre. —Los ojos angustiados abrieron sus compuertas y Charlie se echó a llorar impotentemente.
—Tu padre se encuentra bien —afirmó Irv. Andy no dijo nada. Recordaba aquella súbita sensación de estrangulamiento, de encierro en una cápsula de calor.
—Nunca volveré a hacerlo —musitó Charlie—. Nunca.
—Está bien —asintió Andy, y le apoyó la mano sobre el hombro—. Está bien, Charlie.
—Nunca —repitió ella, con sereno énfasis.
—No debes decir eso, muñeca —dictaminó Irv, levantando la vista hacia ella—. No debes bloquearte así. Harás lo que tengas que hacer. Harás lo mejor de todo. Y esto es lo único que puedes hacer. Pienso que lo que más le gusta al Dios de este mundo es desmentir a las personas que dicen «nunca». ¿Me entiendes?
—No —susurró Charlie.
—Pero creo que me entenderás —comentó Irv, y escrutó a Charlie con tan honda compasión que Andy sintió que la aflicción y el miedo le bloqueaban la garganta. Después Irv miró a su esposa—. Alcánzame esa rama que hay junto a tu pie, Norma.
Norma le alcanzó la rama y se la puso en la mano y le repitió que estaba excediéndose, que debía descansar. Y por eso Andy fue el único que oyó que Charlie repetía nuevamente «nunca», con voz casi inaudible, entre dientes, como si prestara un juramento secreto.