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OJ corría.

La Turbina se zarandeaba bajo su brazo mientras corría. Había abandonado el camino y corría a campo traviesa. Se cayó y se levantó y siguió corriendo. Se torció el tobillo en lo que podría haber sido un hoyo, y volvió a caer. Un grito espasmódico brotó de su boca cuando se despatarró. Después se levantó y siguió corriendo. A ratos le parecía que corría solo, y en otros momentos le parecía que alguien iba con él. No importaba. Lo único que importaba era alejarse. Alejarse de ese bulto de trapos abrasados que diez minutos antes había sido Al Steinowitz, alejarse de la hilera de coches inflamados, alejarse de Bruce Cook que yacía en un pequeño huerto con la garganta atravesada por una estaca. Alejarse, alejarse, alejarse. La Turbina se desprendió de su funda, le golpeó la rodilla con un impacto doloroso, y cayó entre la maleza, olvidada. Entonces OJ llegó a un pequeño bosque. Tropezó con un tronco caído y se desplomó cuan largo era. Se quedó allí, resollando entrecortadamente, y se apretó el costado con la mano, en el lugar donde había aparecido una punzada torturante. Se quedó allí, derramando lágrimas de conmoción y miedo. No más misiones en Nueva York —pensó—. Nunca. Esto es definitivo. Sálvese quien pueda. Nunca volveré a pisar el Estado de Nueva York aunque viva hasta los doscientos años.

Después de un rato OJ se levantó y empezó a cojear hacia el camino.