13

—Hola, Andy —dijo Al Steinowitz, y sonrió—. Hola, Charlie. Tenía las manos vacías, pero su americana estaba desabrochada.

Detrás de él, el otro hombre permanecía alerta junto al coche, con las manos a los costados del cuerpo. El segundo coche se detuvo detrás del primero y descendieron otros cuatro hombres. Todos los coches se estaban deteniendo, todos los hombres se estaban apeando. Andy contó una docena y dejó de contar.

—Váyanse —ordenó Charlie. Su voz sonó fina y atiplada en medio de la tarde fresca.

—Nos ha dejado con un palmo de lengua afuera —le dijo Al a Andy. Miró a Charlie—. Cariño, no tienes por qué…

¡Váyanse! —chilló Charlie.

Al se encogió de hombros y sonrió seductoramente.

—Me temo que eso no es posible, cariño. Tengo órdenes. Nadie quiere haceros daño a ti o a tu padre.

¡Embustero! ¡Tiene orden de matarlo! ¡Lo sé!

Andy habló, y le sorprendió descubrir que lo hacía con total aplomo.

—Le aconsejo que acceda a lo que le pide mi hija. Seguramente le han dado suficientes explicaciones acerca del motivo por el cual la buscan. Sabe lo que le pasó al soldado en el aeropuerto.

OJ y Norville Bates intercambiaron una súbita mirada de alarma.

—Si suben al coche, hablaremos de esto —respondió Al—. Le aseguro que sólo se trata de…

—Sabemos bien de qué se trata —lo interrumpió Andy.

Los hombres de los dos o tres últimos coches empezaron a desplegarse en abanico y a caminar, casi despreocupadamente, hacia el porche.

—Por favor —le suplicó Charlie al hombre llamativamente pálido—. No me obligue a hacer nada.

—Es inútil, Charlie —sentenció Andy. Irv Manders salió al porche.

—Ustedes son intrusos —exclamó—. Quiero que salgan inmediatamente de mi propiedad.

Tres de los hombres de la Tienda habían subido por los escalones que había frente a la galería y ahora estaban a menos de diez metros de Andy y Charlie, a su izquierda. Charlie les echó una mirada angustiosa de advertencia y se detuvieron… por el momento.

—Somos agentes del Gobierno, señor —le informó Al a Irv en voz baja, cortésmente—. Buscamos a estas dos personas para interrogarlas. Nada más.

—No me interesa si las buscan porque asesinaron al Presidente —replicó Irv, con voz aguda, cascada—. Muéstrenme un mandato judicial o lárguense de mi propiedad.

—No necesitamos un mandamiento —afirmó Al. Ahora su voz tenía un refuerzo acerado.

—Lo necesitan a menos que esta mañana me haya despertado en Rusia —replicó Irv—. Le repito que se largue de aquí, y será mejor que se dé prisa, caballero. Ésta es mi última palabra.

—¡Ven adentro, Irv! —exclamó Norma.

Andy sintió que algo se generaba en el aire, se generaba alrededor de Charlie como una carga eléctrica. De pronto los pelillos de sus brazos empezaron a agitarse y moverse, como algas mecidas por una marea invisible. Bajó la mirada y vio su rostro, tan pequeño y ahora tan extraño.

Ahí viene —pensó—. Ahí viene, por Dios, viene de veras.

—¡Váyanse! —le gritó a Al—. ¿Es que no entiende lo que mi hija va a hacer? ¿No lo siente? ¡No sea idiota, hombre!

—Por favor —respondió Al. Miró a los tres hombres apostados en el extremo de la galería y les hizo una seña imperceptible con ¡a cabeza. Después se volvió nuevamente hacia Andy—. Si pudiéramos discutirlo en…

—¡Cuidado, Frank! —vociferó Irv Manders.

Los tres hombres apostados en el extremo de la galería se abalanzaron súbitamente sobre ellos, desenfundando las armas en plena carrera.

—¡Alto, alto! —exclamó uno de los tres—. ¡No se muevan! Las manos sobre…

Charlie giró hacia ellos. En ese mismo momento, otra media docena de hombres, entre los que se hallaban John Mayo y Ray Knowles, echaron a correr hacia los escalones del fondo de la galería, con los revólveres desenfundados.

Los ojos de Charlie se dilataron un poco, y Andy sintió que algo ardiente pasaba junto a él en una bocanada de aire cálido.

Los tres hombres apostados en el extremo anterior de la galería ya habían llegado a la mitad del trayecto cuando se les incendió el pelo.

Sonó un disparo, ensordecedor, y una astilla de madera de quizá veinte centímetros de largo saltó de uno de los postes de la galería. Norma Manders lanzó un alarido y Andy dio un brinco, pero Charlie no pareció notarlo. Su expresión era soñadora y pensativa. Una sonrisita de Mona Lisa le había curvado las comisuras de su boca.

Está disfrutando de esto —pensó Andy, con algo parecido al horror—. ¿Es ésa la razón por la que le tiene tanto miedo?. ¿Porque le gusta?

Charlie estaba girando nuevamente hacia Al Stemowitz. Los tres hombres que éste había hecho correr hacia Andy y Charlie desde el extremo anterior de la galería habían olvidado su deber para con Dios, la patria y la Tienda. Les daban manotazos a las llamas que se desprendían de sus cabezas y aullaban. El olor penetrante del pelo achicharrado saturó repentinamente el aire de la tarde.

Sonó otro estampido. Una ventana se hizo trizas.

—¡A la chica, no! —bramó Al—. ¡A la chica, no!

Andy sintió que lo asían violentamente. En la galería hubo un confuso torbellino de hombres. Lo remolcaron hacia la baranda en medio del caos. Entonces alguien intentó arrastrarlo en dirección contraria. Se sintió como la cuerda de un juego de tira y afloja.

—¡Suéltenlo! —rugió Irv Manders, con voz gutural—. Suél…

Hubo otro disparo y súbitamente Norma empezó a chillar de nuevo, a chillar una y otra vez el nombre de su marido.

Charlie miraba a Al Steinowitz, y de pronto la expresión fría y confiada desapareció del rostro de Al y la sustituyó otra de terror. Su tez pálida se tornó totalmente amarilla.

—No, no lo hagas —dijo, con un tono casi coloquial—. No…

Habría sido imposible determinar dónde se originó el fuego.

Súbitamente sus pantalones y su americana deportiva entraron en combustión. Su cabello se convirtió en una zarza ardiente. Retrocedió, aullando, rebotó contra la carrocería de su coche, y se volvió a medias hacia Norville Bates, con los brazos estirados.

Andy volvió a sentir el suave hálito de calor, un desplazamiento de aire, como si un proyectil incandescente disparado a la velocidad de un cohete acabara de pasar junto a su nariz.

Las facciones de Al Steinowitz se incendiaron.

Hubo un momento en que estuvo todo él allí, gritando silenciosamente dentro de una placenta transparente de llamas, y después sus rasgos empezaron a fundirse, a mezclarse, a chorrear como sebo. Norville rehuyó su contacto. Al Steinowitz era un espantapájaros inflamado. Se tambaleó a ciegas por el camino interior, agitando los brazos, y después se desplomó de bruces, junto al tercer coche. Ya no parecía un hombre, sino un bulto de trapos incendiados.

Los hombres reunidos en la galería se habían inmovilizado, y miraban alelados ese inesperado fenómeno ígneo. Los tres a los que Charlie les había hecho arder el pelo habían conseguido sofocar el fuego por sí solos. En el futuro (por breve que éste fuera) tendrían un aspecto muy extraño. Su pelo, reglamentariamente corto, ahora tenía, sobre sus cabezas, un aspecto semejante al de unos grumos de cenizas ennegrecidas y apelmazadas.

—Váyanse —exclamó Andy roncamente—. Váyanse enseguida. Es la primera vez que hace algo así, y no sé si puede detenerse.

—Estoy bien, papá —dijo Charlie. Su voz era serena, controlada y curiosamente apática—. Todo está arreglado.

Y fue entonces cuando los coches empezaron a estallar.

Todos explotaron por detrás. Más tarde, cuando Andy repasó mentalmente el incidente, se sintió absolutamente seguro de ello. Todos explotaron por detrás, donde estaban los depósitos de gasolina.

El Plymouth color verde claro de Al fue el primero, y estalló con un ruido apagado. De su culata brotó una bola de fuego brillante, tan brillante que encandilaba. La ventanilla trasera explotó hacia adentro. Lo siguió, apenas dos segundos después, el Ford en el que habían llegado John y Ray. Unos trozos de metal retorcido silbaron por el aire y llovieron sobre el techo.

—¡Charlie! —vociferó Andy—. ¡Basta, Charlie!

—No puedo detenerme —respondió ella con la misma voz sosegada.

Estalló el tercer coche.

Alguien echó a correr. Algún otro lo siguió. Los hombres congregados en la galería empezaron a retroceder. Andy recibió otro tirón, se resistió, y de pronto descubrió que ya nadie le sujetaba. Y súbitamente salieron todos disparados, con las facciones blancas y los ojos fijos en el infinito, como los de los ciegos, porque los dominaba el pánico. Uno de los hombres de pelo carbonizado intentó saltar sobre la baranda, se le enganchó un pie, y cayó de cabeza en el pequeño huerto lateral donde Norma había plantado alubias en los meses anteriores. Las estacas sobre las que debían enroscarse las plantas aún estaban allí, y una atravesó el cuello de ese hombre y asomó por el otro lado con un chasquido húmedo que Andy no habría de olvidar jamás. Se retorció en el huerto como una trucha fuera del agua, y el rodrigón sobresalía como el astil de una flecha, y la sangre le chorreaba por la pechera de la camisa mientras él emitía débiles gorgoteos.

Entonces, los restantes coches estallaron como una ristra de triquitraques ensordecedores. La onda expansiva despidió a dos de los hombres en fuga como si fueran muñecos de trapo, uno de ellos incendiado de la cintura para abajo, y el otro acribillado por fragmentos de cristal irrompible.

Un humo oscuro, aceitoso, se elevaba por el aire. Más allá del camino interior, las colinas y los campos lejanos fluctuaban y se convulsionaban a través del velo de calor rielante, como si se replegaran horrorizados. Las gallinas corrían como locas en todas direcciones, lanzando cacareos demenciales. De pronto, tres de ellas estallaron en llamas y se dispararon, como bolas de fuego con patas, para desplomarse en el otro extremo del patio de entrada.

¡Charlie, termina inmediatamente! ¡Basta!

Un surco de fuego atravesó el patio en diagonal, y el polvo mismo se inflamó en línea recta, como si hubieran sembrado un reguero de pólvora. La llama llegó al tajo donde estaba clavada el hacha de Irv, formó un círculo alrededor y se precipitó hacia adentro bruscamente. El tajo se incendió con un suspiro.

¡CHARLIE, POR EL AMOR DE DIOS!

El revólver de un agente de la Tienda yacía sobre la franja de hierba situada entre la galería y la hilera de coches que ardían en el camino. Inesperadamente sus balas empezaron a estallar con una serie de detonaciones secas, reverberantes, El arma brincaba y danzaba absurdamente sobre la hierba.

Andy la abofeteó con todas sus fuerzas.

La cabeza de Charlie se dobló hacia atrás, con los ojos azules e inexpresivos. Después lo miró, sorprendida y agraviada y aturdida, y él se sintió repentinamente envuelto en una cápsula de calor, de un calor que aumentaba aceleradamente. Inhaló una bocanada de aire que parecía vidrio molido. Tuvo la impresión de que los pelos de su nariz se achicharraban.

Combustión espontánea —pensó—. Voy a disolverme en un estallido de combustión espontánea.

Entonces cesó.

Charlie se tambaleó y se cubrió la cara con las manos. Y luego, a través de éstas, brotó un alarido estridente, cada vez más agudo, tan cargado de espanto y angustia que Andy temió que su hija hubiera perdido la razón.

PAAAAAAPIIIIII

La rodeó con los brazos y la estrujó contra su pecho.

—Shhh —susurró—. Oh, Charlie, cariño, shhh.

El alarido se cortó y ella se relajó en sus brazos. Charlie se había desmayado.