10

El almuerzo fue muy sabroso. Charlie comió como un caballo: tres raciones de pollo con salsa, dos de bizcochos caseros calientes, un plato de ensalada, y tres pepinos encurtidos también caseros. Completaron la comida con unos trozos de pastel de manzana acompañados por una guarnición de queso cheddar, e Irv opinó que «un pastel de manzana sin queso es como un beso sin un apretón». Esto lo hizo acreedor a un afectuoso codazo de Norma. Irv puso los ojos en blanco y Charlie se rió. A Andy lo sorprendió su propio apetito. Charlie eructó y después se cubrió la boca con expresión culpable.

Irv le sonrió.

—Hay más espacio fuera que dentro, muñeca.

—Creo que si sigo comiendo reventaré —respondió Charlie—. Es lo que siempre decía mi madre… o sea, lo que siempre dice.

Andy sonrió cansadamente.

—Norma —murmuró Irv, levantándose—, ¿por qué tú y Bobbi no vais a dar de comer a las gallinas?

—Bueno, los platos aún están sobre la mesa —objetó Norma.

—Yo los recogeré —insistió Irv—. Quiero charlar un poco con Frank.

—¿Te gustaría dar de comer a las gallinas, cariño? —le preguntó Norma a Charlie.

—Y que lo diga. —Sus ojos centelleaban.

—Bueno, entonces ven conmigo. ¿Tienes una chaqueta? Ha refrescado un poco.

—Esto… —Charlie miró a Andy.

—Te prestaré un suéter mío —intervino Norma. Volvió a intercambiar una mirada con Irv—. Si lo remangas un poco te quedará bien.

—De acuerdo.

Norma cogió del recibidor un chaquetón viejo y desteñido, y un suéter blanco raído dentro del cual Charlie pareció flotar aún después de hacerse tres o cuatro dobleces en las mangas.

—¿Pican? —inquirió Charlie, un poco nerviosa.

—Sólo su comida, cariño.

Salieron y cerraron la puerta a sus espaldas. Charlie seguía parloteando. Andy miró a Irv Manders y éste le devolvió la mirada serenamente.

—¿Quiere una cerveza, Frank?

—No me llamo Frank. Supongo que ya lo sabe.

—Supongo que sí. ¿Cuál es su nombre?

—Cuanto menos sepa —respondió Andy—, tanto mejor será para usted.

—Pues entonces seguiré llamándolo Frank.

Oyeron débilmente los chillidos de júbilo que Charlie lanzaba fuera. Norma dijo algo y Charlie asintió.

—Creo que no me vendría mal la cerveza —comentó Andy.

—De acuerdo

Irv extrajo dos Utica Clubs de la nevera, las abrió, y depositó la de Andy sobre la mesa y la suya junto al fregadero. Cogió un delantal de un gancho y se lo ciñó. El delantal era rojo y amarillo y tenía volantes en el ruedo, pero de alguna manera se las apañaba para no parecer ridículo.

—¿Puedo ayudarlo? —preguntó Andy.

—No, yo sé donde hay que colocar cada cosa. Casi todas, al menos. Norma modifica la distribución de semana en semana. Ninguna mujer quiere que su hombre se sienta cómodo en la cocina. Sí, les gusta que las ayudes, pero prefieren que tengas que preguntarles dónde hay que colocar la cacerola o dónde dejaron el estropajo.

Andy, que recordaba sus propios tiempos de pinche de cocina junto a Vicky, hizo un ademán de asentimiento y sonrió.

—Entrometerme en asuntos ajenos no es mi especialidad —prosiguió Irv, mientras llenaba el fregadero de agua y agregaba detergente—. Soy granjero y, como le conté, mi esposa tiene una pequeña tienda de artículos para turistas en la intersección de Baillings Road y la carretera de Albany. Hace casi veinte años que vivimos aquí.

Miró a Andy por encima del hombro.

—Pero comprendí que algo fallaba desde el momento en que los vi a los dos al borde de la carretera. No sueles encontrar a un hombre adulto y una chiquilla haciendo autostop en la carretera. ¿Me entiende?

Andy asintió con la cabeza y sorbió su cerveza.

—Además, me pareció que acababa de salir del Slumberland, pero no llevaba equipaje. Ni siquiera un neceser. Así que casi decidí pasar de largo. Pero entonces me detuve. Porque… bueno, una cosa es no entrometerse en los asuntos ajenos y otra muy distinta es ver algo que tiene muy mal aspecto y cerrar los ojos.

—¿Eso es lo que le parece? ¿Que tenemos muy mal aspecto?

—Entonces —aclaró Irv—, no ahora. —Fregaba escrupulosamente los platos viejos, desiguales, y los apilaba en el escurridor—. Ahora no sé qué pensar. Lo primero que se me ocurrió fue que era a ustedes dos a quienes buscaban los polis. —Observó que se producía un cambio en el talante de Andy y que éste depositaba súbitamente su bote de cerveza sobre la mesa—. Supongo que efectivamente los buscan a ustedes —murmuró afablemente—. Ojalá me hubiera equivocado.

—¿Qué polis? —inquirió Andy con tono áspero.

—Tienen bloqueadas todas las carreteras principales que entran y salen de Albany —explicó Irv—. Si hubiéramos seguido otros nueve kilómetros por la carretera Cuarenta, habríamos encontrado una de esas barreras justo donde se cruza con la Nueve.

—Bueno, ¿y por qué no siguió adelante? Así se habría librado de nosotros. Y de este lío.

Ahora Irv empezaba con los cacharros, e hizo una pausa para hurgar en los armarios, sobre el fregadero.

—¿Entiende lo que le digo? No encuentro el glorioso estropajo… Espere… aquí está… ¿Por qué no lo llevé hasta donde los aguardaban los polis? Digamos que deseaba satisfacer mi curiosidad innata.

—¿Quiere formularme algunas preguntas, eh?

—Toda clase de preguntas. Un hombre adulto y una chiquilla haciendo autostop, la niña no lleva consigo ni un neceser, y los polis los buscan. Así que se me ocurre una idea. No es demasiado descabellada. Pienso que tal vez aquí tenemos a un padre que quería la custodia de su muñeca y no la obtuvo. Así que la secuestró.

—Sí, me parece una idea muy descabellada.

—Sucede todo el tiempo, Frank. Y me digo que eso no le gustó nada a la madre y que lanzó una orden de captura contra el padre. Esto explicaría el bloqueo de las carreteras. Sólo ponen tanto empeño en buscarte cuando has cometido un robo descomunal… o un secuestro.

—Es mi hija, pero su madre no nos ha hecho buscar por la policía —dijo Andy—. Su madre murió hace un año.

—Bueno, más o menos ya había desechado la idea —comentó Irv—. No hace falta ser un detective privado para comprender que ustedes dos se llevan muy bien. No sé qué pasa, pero no me parece que la esté reteniendo contra su voluntad.

Andy no contestó nada.

—Así que ahora desembocamos en mi problema —prosiguió Irv—. Los recogí a los dos porque sospeché que la pequeña podía necesitar ayuda. Ahora no sé en qué situación me encuentro. No me parece que usted sea un tipo peligroso. Pero igualmente, viajan con nombres falsos, y usted me ha contado una historia que no podría ser más endeble, y tiene aspecto de estar enfermo, Frank. Todo lo enfermo que puede estar un hombre sin caerse redondo. Así que éstas son mis preguntas. Y si puede contestarías, sería una gran cosa.

—Llegamos a Albany desde Nueva York, y esta madrugada hicimos autostop hasta Hastings Glen —respondió Andy—. Es trágico saber que están aquí, pero creo que ya lo sabía. Creo que Charlie también lo sabía. —Acababa de mencionar el nombre de Charlie, lo cual implicaba un traspié, pero en ese momento no parecía importar.

—¿Por qué lo buscan, Frank?

Andy reflexionó largamente, y después enfrentó los francos ojos grises de Irv.

—¿Usted vino de la ciudad, no es cierto? —preguntó al fin—. ¿Allí vio gente extraña? ¿Con aspecto de vivir en la metrópoli? ¿Vestida con esos trajes pulcros, todos iguales, que uno olvida apenas los tipos que los usan se pierden de vista? ¿Pilotando coches último modelo que sencillamente se confunden con el paisaje?

Esta vez le tocó reflexionar a Irv.

—Había dos tipos así en el A & P —asintió—. Conversando con Helga. Es una de las cajeras. Me pareció que le mostraban algo.

—Probablemente nuestra fotografía. Son agentes del Gobierno. Trabajan en colaboración con la policía, Irv. Mejor dicho, la policía trabaja para ellos. Los polis no saben por qué nos buscan.

—¿A qué organismo del Gobierno se refiere? ¿Al FBI?

—No. A la Tienda.

—¿Qué? ¿Una rama de la CÍA? —Irv parecía realmente incrédulo.

—No tienen absolutamente nada que ver con la CÍA —contestó Andy—. La Tienda es en realidad el DIC: Departamento de Inteligencia Científica. Hace aproximadamente tres años leí en un artículo que un chistoso la apodó la Tienda a comienzos de la década del sesenta, inspirándose en un relato de ciencia ficción titulado «Las tiendas de armas de Ishtar». Escrito por un fulano llamado Van Vogt, creo, pero esto no importa. Se supone que sus miembros están implicados en proyectos científicos locales que pueden tener una aplicación presente o futura en asuntos relacionados con la seguridad nacional. Esta definición procede de sus estatutos, y la opinión pública los asocia sobre todo con la investigación que financian y supervisan en el campo de la energía: sistemas electromagnéticos y energía por fusión. En realidad están implicados en muchas más cosas. Charlie y yo formamos parte de un experimento que se realizó hace mucho tiempo. Antes aún de que Charlie naciera. Su madre también participó en él. La asesinaron. La responsable fue la Tienda.

Irv permaneció un rato callado. Dejó correr el agua, se secó las manos, y después se acercó y empezó a frotar el hule que cubría la mesa. Andy levantó su bote de cerveza.

—No diré categóricamente que no le creo —sentenció Irv finalmente—. No después de las cosas que han hecho clandestinamente en este país y que más tarde salieron a la luz. Agentes de la CÍA que servían bebidas mezcladas con LSD, y algún agente del FBI acusado de asesinar gente durante las marchas a favor de los derechos civiles, y sumas de dinero en bolsos marrones y todo lo demás. Así que no puedo afirmar categóricamente que no le creo. Digamos sólo que aún no me ha convencido.

—Pienso que ya ni siquiera me buscan verdaderamente a mí —continuó Andy—. Tal vez antes sí. Pero han cambiado de presa. Ahora buscan a Charlie.

—¿Eso significa que el gobierno nacional busca a una alumna de primer o segundo grado por razones de seguridad nacional?

—Charlie no es una vulgar alumna de segundo grado —replicó Andy—. A su madre y a mí nos inyectaron una droga cuyo nombre en clave era Lote Seis. Hasta hoy no sé en qué consistía, exactamente. Lo más que atino a sospechar es que se trataba de una secreción glandular sintética. Cambió mis cromosomas y los de la mujer con la que después me casé. Le trasmitimos estos cromosomas a Charlie, y se recombinaron en condiciones totalmente nuevas. Si ella pudiera trasmitírselos a sus hijos, supongo que la catalogarían como una mutante. Si por alguna razón no puede transmitírselos, o si el cambio la esterilizó, supongo que la catalogarán como una aberración de la Naturaleza o como un híbrido. Sea como fuere, la buscan. Quieren estudiarla, verificar si es posible desentrañar lo que le confiere la facultad de hacer lo que puede hacer. Y sobre todo, creo que quieren usarla como ejemplo. Quieren usarla para reactivar el programa del Lote Seis.

—¿Qué es lo que puede hacer? —preguntó Irv.

Por la ventana de la cocina vieron cómo Norma y Charlie salían del granero. El suéter blanco bailaba alrededor del cuerpo de Charlie, y el borde inferior le llegaba a las pantorrillas. Tenía las mejillas muy rojas y le hablaba a Norma, que sonreía con la cabeza.

—Puede encender fuego —respondió Andy en voz muy baja.

—Bueno, yo también —comentó Irv. Se sentó nuevamente y miró a Andy con una expresión peculiar, cautelosa. Como se mira a una persona de la que se sospecha que puede estar loca.

—Puede encenderlo con sólo pensar en ello —explicó Andy—. El término técnico que designa su facultad es piroquinesis. Es un talento parapsicológico, como la telepatía, la telequinesis o la precognición. Entre paréntesis, Charlie posee una pizca de estas otras facultades, pero la piroquinesis es mucho más rara… y mucho más peligrosa. Charlie le tiene mucho miedo, podría incendiar su casa, su granero o el jardín. O podría encenderle la pipa. —Andy sonrió débilmente—. Sólo que mientras le encendiera la pipa también podría incendiarle la casa, el granero y el jardín.

Irv terminó su cerveza y murmuró:

—Creo que debería telefonear a la policía y entregarse, Frank. Necesita ayuda.

—Supongo que parece demencial, ¿verdad?

—Sí —asintió Irv con expresión adusta—. Es lo más demencial que he oído en mi vida. —Estaba un tanto tenso, sin apoyar totalmente el cuerpo en la silla, y Andy pensó: Espera que cometa una locura apenas se me presente la primera oportunidad.

—Supongo que de todos modos eso no importa mucho —argumentó Andy—. Pronto estarán aquí. Creo que la policía es preferible. Por lo menos cuando la policía te echa el guante no te conviertes instantáneamente en alguien que no ha existido jamás.

Irv empezó a responder, y entonces se abrió la puerta Entraron Norma y Charlie. Charlie tenía las facciones y los ojos radiantes.

—¡Papá! —exclamó—. Papá, les di de comer a…

Se interrumpió. Parte del color se borró de sus mejillas, y miró fijamente a Irv Manders, a su padre, y de nuevo a Irv. La alegría se esfumó de su rostro y fue sustituida por una expresión de angustia.

Así estaba anoche —pensó Andy—. Así estaba ayer cuando la saqué de la escuela. Esto sigue, ¿y dónde encontrará un final feliz?

—Se lo has dicho —musitó—. Oh, papá, ¿por qué se lo dijiste?

Norma se adelantó y rodeó los hombros de Charlie con un brazo protector.

—Irv, ¿qué pasa aquí?

—No lo sé —contestó Irv—. ¿Qué es lo que piensas que dijo, Bobbi?

—No me llamo así —exclamó Charlie, y sus ojos se anegaron de lágrimas—. Usted sabe que no me llamo así.

—Charlie —intervino Andy—. El señor Manders se dio cuenta de que algo fallaba. Se lo expliqué, pero no me ha creído. Cuando lo pienses mejor, entenderás por qué.

—Yo no entiendo na… —empezó a decir Charlie, alzando la voz hasta alcanzar un tono estridente. Entonces se calló. Inclinó la cabeza, con un ademán peculiar, como si escuchara algo, aunque hasta donde los otros sabían no había nada que escuchar. Mientras la miraban, el color terminó de borrarse de sus mejillas. Fue como si vieran verter de una jarra un líquido espeso.

—¿Qué sucede, cariño? —inquirió Norma, y miró a Irv con talante preocupado.

—Vienen, papá —susurró Charlie. Sus ojos estaban desmesuradamente dilatados por el miedo—. Vienen a buscarnos.