—¿A qué distancia del motel estamos? —inquirió John Mayo. Ray consultó el cuentakilómetros.
—A veinticinco kilómetros —dijo y frenó—. Ya es bastante.
—Pero quizá…
—No, ya los habríamos alcanzado, si eso hubiera sido posible. Volveremos atrás y nos reuniremos con los otros.
John golpeó el tablero de instrumentos con la parte posterior de la palma de la mano.
—Giraron en alguna parte —siseó—. ¡Ese condenado reventón! Esta operación nos ha traído mala suerte desde el comienzo, Ray. Un intelectual y una mocosa. Y siempre se nos escabullen.
—No. Creo que esta vez los hemos pillado —contestó Ray, y extrajo el radioteléfono. Levantó la antena y la asomó por la ventanilla—. Dentro de media hora la zona estará rodeada Y apuesto a que antes de que visitemos una docena de casas alguien reconocerá el camión. Un International Harvester verde oscuro, de fines de los años sesenta, con un dispositivo para empalmar un quitanieves a la parte delantera, y estacas de madera alrededor de la plataforma para sostener carga alta. Sigo pensando que los atraparemos antes de que oscurezca.
Un momento después hablaba con Al Steinowitz, quien se estaba acercando al motel Slumberland. Al, a su vez, alertó a sus agentes. Bruce Cook recordaba haber visto el camión en la ciudad. OJ también. Había estado aparcado frente al A & P
Al los envió de vuelta a la ciudad, y media hora más tarde todos sabían que el camión que casi con seguridad se había detenido para recoger a los fugitivos era de Irving Manders, buzón número 5. Baillings Road, Hastings Glen, Estado de Nueva York. Eran poco más de las doce y media.