7

La mujer que había anotado la salida de Andy del Slumberland Motel hacía menos de veinte minutos empezaba a ponerse nerviosa. Se había olvidado totalmente de Phil Donahue.

—Está segura de que era este hombre —le repetía Ray Knowles por tercera vez.

A ella no le gustaba ese individuo menudo, pulcro, un poco tenso. Quizá trabajaba para el Gobierno, pero eso no era ningún consuelo para Lena Cunningham. No le gustaba su rostro afilado, no le gustaban las arrugas que circundaban sus fríos ojos azules, y sobre todo no le gustaba la forma en que le colocaba una y otra vez la foto debajo de la nariz.

—Sí, era él —insistió—. Pero no lo acompañaba ninguna niña. Se lo juro, señor. Mi marido se lo confirmará. Él trabaja por la noche. Tal como están las cosas casi no nos vemos, excepto a la hora de cenar. Él le dirá…

El otro hombre entró nuevamente, y Lena observó con creciente alarma que empuñaba un radioteléfono en una mano y un revólver descomunal en la otra.

—Eran ellos —dictaminó John Mayo. La cólera y el desencanto lo habían puesto casi histérico—. En esa cama durmieron dos personas. Cabellos rubios en una almohada y negros en la otra. ¡Condenado reventón! ¡Me cago en todo! ¡De la barra del baño cuelgan unas toallas mojadas! ¡La jodida ducha todavía está goteando! ¡Se nos escabulleron quizá por cinco minutos, Ray!

Volvió a meter el revólver en la funda del sobaco.

—Llamaré a mi marido —musitó Lena débilmente.

—No hace falta —espetó Ray. Cogió a John por el brazo y lo arrastró afuera. John seguía maldiciendo el neumático pinchado—. Olvídate del neumático, John. ¿Llamaste a OJ, a la ciudad?

—Hablé con él y con Norville. Este viene desde Albany y trae consigo a Al Steinowitz, que aterrizó hace menos de diez minutos.

—Bueno, estupendo. Escucha, piensa un minuto, Johnny. Debieron de hacer autostop.

—Sí, supongo que sí. A menos que hayan robado un coche.

—Ese tipo es profesor de inglés. No sabría cómo robar un caramelo del quiosco de un asilo para ciegos. Sí, viajan haciendo autostop. Anoche hicieron autostop desde Albany. Esta mañana han hecho autostop. Te apuesto el sueldo de este año a que mientras yo escalaba la loma ellos estaban moviendo el pulgar sobre el borde de la carretera.

—Si no hubiera sido por ese reventón… —Los ojos de John tenían una expresión desdichada tras las gafas con montura de alambre. Vio un ascenso que se alejaba aleteando lenta, perezosa mente.

—¡A la mierda con el reventón! —exclamó Ray—. ¿Qué fue lo que pasó al lado de nosotros? Después de que se pinchara el neumático, ¿qué fue lo que pasó al lado de nosotros?

John recapacitó mientras prendía el radioteléfono a su cinturón.

—Un camión —dijo.

—Eso es lo que yo también recuerdo —asintió Ray.

Miró en torno y distinguió la carota de luna de Lena Cunningham que los espiaba desde la ventana de la recepción del motel. Ella vio que la observaban y dejó caer la cortina en su lugar.

—Un camión destartalado —prosiguió Ray—. Si no se desvían de la carretera principal, los alcanzaremos.

—Vamos, entonces —exclamó John—. Podremos mantenernos en contacto con Al y Norville a través de OJ, con el radioteléfono.

Fueron al trote hasta el coche y montaron en él. Un momento después el Ford marrón salió rugiendo del aparcamiento, despidiendo una andanada de grava blanca triturada desde abajo de los neumáticos traseros. Lena Cunningham los vio alejarse con un sentimiento de alivio. La administración de un motel ya no era lo que había sido antes.

Fue a despertar a su marido.