Un poco más adelante del motel, Andy y Charlie estaban en la carretera 40. Los temores de Andy habían resultado infundados. Nadie había notado que no tenían coche. Lo único que le interesaba a la mujer que atendía la recepción era el pequeño televisor Hitachi colocado sobre el mostrador. En su interior estaba atrapado un diminuto Phil Donahue, y la mujer lo miraba ávidamente. Dejó caer en la ranura del buzón la llave que le tendía Andy, sin siquiera apartar la mirada de la imagen.
—Espero que haya disfrutado de su estancia —recitó. Hurgaba dentro de una caja de rosquillas de coco con chocolate y ya había hecho desaparecer la mitad del contenido.
—Claro que sí —respondió Andy y salió.
Charlie lo esperaba fuera. La mujer le había dado un duplicado de la cuenta, que Andy metió en el bolsillo lateral de su chaqueta de pana mientras bajaba la escalera. Las monedas de los teléfonos públicos de Albany tintinearon apagadamente.
—¿Todo bien, papá? —preguntó Charlie, mientras se encaminaban hacia la carretera.
—Parece que sí —contestó, y le rodeó los hombros con el brazo. Ray Knowles y John Mayo acababan de sufrir el reventón a la derecha de ellos y del otro lado de la loma.
—¿A dónde vamos, papá? —inquirió Charlie.
—No lo sé.
—Esto no me gusta. Me siento nerviosa.
—Creo que les llevamos mucha ventaja —afirmó Andy—. No te preocupes. Probablemente aún están buscando el taxista que nos llevó a Albany.
Pero lo que hacía era comportarse como quien silba para alejar el miedo. Él lo sabía, y probablemente Charlie también. El solo hecho de estar plantado a la vera de la carretera le hacía sentirse exhibido, como si fuera el presidiario de un cómic, con su traje a rayas. Basta, se dijo. A continuación pensarás que están en todas partes, uno detrás de cada árbol y un pelotón detrás de la loma contigua. ¿No había dicho alguien que la paranoia perfecta y la sensibilidad perfecta eran una misma cosa?
—Charlie… —empezó a decir.
—Vamos a casa del Abuelo —lo interrumpió ella.
La miró, sobresaltado. Volvió a acometerlo su sueño, el sueño en el que se había visto pescando bajo la lluvia, la lluvia que se había trocado en el ruido de la ducha de Charlie.
—¿Qué te ha hecho pensar en eso? —preguntó. El Abuelo había muerto mucho antes de que naciera Charlie. Había pasado toda su vida en Tashmore, Vermont, un pueblo situado justo al oeste del límite de New Hampshire. Cuando el Abuelo había muerto, la madre de Andy había heredado la casa de la laguna, y cuando ella había muerto, la había heredado Andy. Las autoridades municipales la habrían embargado hacía mucho tiempo para cobrarse los impuestos atrasados, si el Abuelo no hubiera dejado un pequeño fideicomiso para pagarlos.
Andy y Vicky habían ido allí una vez al año, durante las vacaciones de verano, hasta que había nacido Charlie. Se hallaba a treinta kilómetros de la carretera de dos carriles más próxima, en una comarca boscosa, despoblada. En verano iba toda clase de gente a la laguna Tashmore, que en realidad era un lago sobre cuya margen extrema se levantaba la pequeña ciudad de Bradford, en New Hampshire. Pero a esta altura del año los campamentos de verano estarían vacíos. Andy incluso dudaba que despejaran la nieve del camino de entrada, durante el invierno.
—No lo sé —respondió Charlie—. Sencillamente… se me ha ocurrido ahora mismo.
Al otro lado de la loma, John Mayo abría el maletero del Ford e inspeccionaba la rueda de repuesto.
—Esta mañana soñé con el Abuelo —manifestó Andy lentamente—. Creo que es la primera vez que pienso en él, desde hace más de un año. Así que supongo que se podría decir que a mí también se me ocurrió la idea, sencillamente.
—¿Fue un sueño agradable, papá?
—Sí —contestó él, con una sonrisita—. Sí, lo fue.
—Bueno, ¿qué opinas?
—Opino que es una excelente idea —sentenció Andy—. Podemos ir allí y quedarnos un tiempo y pensar qué podemos hacer después. Cómo afrontar esto. Quizá si pudiéramos llegar a un periódico y contar nuestra historia para que se entere mucha gente, se verían obligados a dejarnos en paz.
Un viejo camión se acercaba a ellos traqueteando, y Andy hizo señas con el pulgar. Del otro lado de la loma, Ray Knowles caminaba por el margen de tierra de la carretera.
El camión se detuvo, y un hombre vestido con un mono y tocado con una gorra de béisbol de los New York Mets se asomó por la ventanilla.
—Caray, aquí tenemos a una señorita encantadora —comentó sonriendo—. ¿Cómo te llamas, señorita?
—Roberta —respondió Charlie inmediatamente. Roberta era su segundo nombre.
—Bueno, Bobbi, ¿ya dónde vas esta mañana? —inquirió el conductor.
—Vamos a Vermont —explicó Andy—. A St. Johnsbury. Mi esposa estaba visitando a su hermana y tuvo un pequeño contratiempo.
—No me diga —respondió el granjero, y no añadió nada más, pero miró astutamente a Andy, de soslayo.
—Dolores de parto —prosiguió Andy, y forzó una ancha sonrisa—. La niña tiene un flamante hermanito. Desde la una y cuarenta y una de esta mañana.
—Se llama Andy —intervino Charlie—. ¿No es un bonito nombre?
—En efecto —asintió el granjero—. Montad en el camión y por lo menos os dejaré quince kilómetros más cerca de St. Johnsbury.
Subieron a la cabina y el camión volvió a meterse en la carretera, traqueteando y rezongando, y enfiló hacia el refulgente sol matinal. Knowles franqueaba en ese momento la cresta de la loma. Vio una carretera desierta que bajaba hasta el motel Slumberland. Y vio cómo desaparecía, más allá del motel, el camión que había pasado a su coche pocos minutos antes.
No pensó que fuera necesario apresurar el paso.