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Mientras Andy le hacía cosquillas a su hija con la barba crecida, Orville Jamieson, apodado OJ, apodado El Jugo, y otro agente de la Tienda llamado Bruce Cook, se apeaban de un Chevy de color azul marino frente a la cantina Hastings.

OJ se detuvo un momento y miró hacia la parte baja de la Calle Mayor, con su aparcamiento, su ferretería, su tienda de comestibles, sus dos gasolineras, su único drugstore, su ayuntamiento de madera con una placa en el frente en conmemoración de algún acontecimiento histórico que a nadie le importaba una mierda. La Calle Mayor también era la carretera 40, y los McGee estaban a menos de seis kilómetros del lugar donde OJ y Bruce Cook se hallaban ahora.

—Mira este villorrio —dijo OJ, asqueado—. Me crié cerca de aquí. En un pueblo llamado Lowville. ¿Has oído hablar de Lowville, Estado de Nueva York?

Bruce Cook meneó la cabeza.

—Está cerca de Utica, además. Donde fabrican la cerveza Utica Club. Nunca en mi vida me sentí tan feliz como el día en que me largué de Lowville. —OJ metió la mano bajo la americana y reacomodó la Turbina en la pistolera de sobaco.

—Allí están Tom y Steve —anunció Bruce.

Enfrente, un Pacer de color marrón claro había aparcado en el espacio que acababa de desocupar una furgoneta. Dos hombres de traje oscuro se estaban apeando del Pacer. Parecían banqueros. Calle abajo, a la altura del semáforo parpadeante, otros dos agentes de la Tienda conversaban con la vieja yegua que ayudaba a cruzar a los chicos de la escuela a la hora del almuerzo. Le mostraban la foto y la mujer meneaba la cabeza. En Hastings Glen había diez agentes de la Tienda, todos ellos coordinados bajo la dirección de Norville Bates, quien se hallaba en Albany esperando a Al Steinowitz, la fiera personal de Cap.

—Sí, Lowville —suspiró OJ—. Ojalá atrapemos a esos dos mamarrachos antes de mediodía. Y ojalá mi próxima misión sea en Karachi. O en Islandia. En cualquier parte, menos en la zona alta del Estado de Nueva York. Eso está demasiado cerca de Lowville. Demasiado cerca, para mi gusto.

—¿Crees que los atraparemos antes del mediodía? —pregunto Bruce.

OJ se encogió de hombros.

—Los atraparemos antes de que se ponga el sol. Puedes estar seguro de eso.

Entraron en la cantina, se sentaron a la barra y pidieron café. Se lo sirvió una camarera joven, bien formada.

—¿Hace mucho que estás aquí, hermana? —inquirió OJ.

—Si tienes una hermana, la compadezco —respondió la camarera—. Si se parece a ti, quiero decir.

—No seas insolente, hermana —le amonestó OJ, y le mostró su credencial. La camarera la escrutó largamente. Detrás de ella, un delincuente juvenil no tan joven, enfundado en una cazadora de motorista, pulsaba los botones de un tocadiscos automático.

—Llegué a las siete —contestó la camarera—. Como todas las mañanas. Quizá sería mejor que hablaras con Mike. Es el propietario.

Empezó a girar y OJ le sujetó con fuerza la muñeca. No le gustaban las mujeres que se burlaban de su facha. De todas maneras la mayoría de las mujeres eran zorras. Su madre no se había equivocado en esto, aunque sí en casi todo lo demás. Y seguramente su madre habría sabido qué pensar de una zorra de tetas erguidas, como ésta.

—¿Acaso dije que quería hablar con el propietario, hermana?

Ahora la chica empezaba a asustarse, y esto era lo que quería OJ.

—N-no.

—Correcto. Porque deseo hablar contigo y no con un tipo que ha estado toda la mañana en la cocina, batiendo huevos y friendo hamburguesas. —Extrajo del bolsillo las fotos de Andy y Charlie y se las entregó, sin soltarle la muñeca—. ¿Los reconoces, hermana? ¿Tal vez les has servido el desayuno esta mañana?

—Suéltame. Me haces daño. —Todos los colores habían desaparecido de su rostro, exceptuando los aceites de puta con que se había embadurnado. Probablemente había sido majorette en la escuela secundaria. Como las chicas que se habían reído de Orville Jamieson cuando las invitaba a salir, porque era presidente del Club de Ajedrez y no zaguero del equipo de fútbol. Un hato de putas baratas, las chicas de Lowville. Dios, cómo odiaba el Estado de Nueva York. Incluso la ciudad de Nueva York estaba demasiado cerca, jodidamente cerca.

—Dime si les serviste o no. Después te soltaré. Hermana.

La camarera miró fugazmente la foto.

—¡No! No los vi. Ahora suél…

—No has mirado bastante, hermana. Será mejor que vuelvas a hacerlo.

Volvió a mirar.

—¡No! ¡No los vi —exclamó en voz alta—. ¡Nunca los he visto!. ¿Es que no puedes soltarme?

El delincuente juvenil no tan joven, enfundado en la cazadora de cuero comprada en la liquidación del Mammoth Mart, se acercó a ellos con un tintineo de cremalleras. Tenía los pulgares enganchados en los bolsillos del pantalón.

—Está molestando a la dama —espetó.

Bruce Cook lo miró con franco desdén y con los ojos muy abiertos.

—Cuida que no decidamos molestarte después a ti, cara de mono —siseó.

—Oh —murmuró el joven viejo de la cazadora de cuero, y su voz bajó de tono repentinamente. Se alejó deprisa, como si hubiera recordado que tenía un compromiso urgente en la calle.

Dos ancianas sentadas en un reservado observaban con expresión nerviosa la escena que se desarrollaba en la barra. Un hombre corpulento, con un uniforme de cocinero más o menos blanco —presumiblemente Mike, el propietario— estaba plantado en la puerta de la cocina, también mirando. Empuñaba en una mano un cuchillo de matarife, pero no con talante de mucha autoridad.

—¿Ustedes qué quieren? —inquirió.

—Son agentes federales —anunció la camarera, alarmada—. Ellos…

—¿No les serviste? ¿Estás segura? —insistió OJ—. ¿Hermana?

—Estoy segura —afirmó ella. Ahora estaba ya al borde del llanto.

—Ojalá lo estés. Un error podría costarte cinco años de cárcel, hermana.

—Estoy segura —susurró la camarera. Una lágrima se desbordó por la curva inferior de un ojo y se deslizó por su mejilla—. Suéltame, por favor. No me hagas más daño.

OJ apretó con más fuerza durante un instante brevísimo, saboreando la sensación que le producían los huesitos al moverse bajo su mano, saboreando la certeza de que podía apretar con más fuerza aún y romperlos… y entonces la soltó. La cantina estaba sumida en el silencio, quebrado sólo por la voz de Stevie Wonder que brotaba del tocadiscos para asegurarles a los atemorizados parroquianos de la cantina Hastings que podían sentirlo todo. Entonces las dos ancianas se levantaron y salieron deprisa.

OJ levantó su taza de café, se inclinó sobre la barra, derramó el café en el suelo, y después dejó caer la taza, que se hizo trizas. Las gruesas esquirlas de loza salieron despedidas en una docena de direcciones distintas. Ahora la camarera lloraba sin intentar disimularlo.

—Qué brebaje tan inmundo —sentenció OJ.

El propietario hizo un ademán poco entusiasta con el cuchillo y las facciones de OJ parecieron iluminarse.

—Vamos, hombre —exclamó, riendo a medias—. Vamos. Inténtalo.

Mike depositó el cuchillo junto a la tostadora y gritó súbitamente, avergonzado e indignado:

—¡He combatido en Vietnam! ¡Mi hermano combatió en Vietnam! ¡Le escribiré al diputado de mi distrito, para contarle esto! ¡Esperad y veréis si lo hago o no!

OJ lo miró. Después de un rato Mike bajó la vista, asustado. Los dos salieron.

La camarera se agachó y empezó a recoger los fragmentos de la taza, sollozando.

Afuera, Bruce preguntó:

—¿Cuántos moteles hay?

—Tres moteles, seis grupos de cabañas para turistas —contestó OJ, mirando en dirección al semáforo parpadeante. Éste lo fascinaba. En el Lowville de su juventud había una cantina con una placa que rezaba: SI NO LE GUSTA NUESTRA CIUDAD, BUSQUE UN HORARIO DE SALIDAS. ¿Cuántas veces había tenido ganas de arrancar la placa de la pared para hacérsela tragar a alguien?

—Los están registrando —dijo, mientras se encaminaban hacia su Chevrolet azul marino, el cual formaba parte de un parque automotor del gobierno pagado y mantenido con los dólares de los contribuyentes—. Pronto lo sabremos.