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Andy se despertó poco a poco, con una vaga conciencia del tamborileo de la ducha. Al principio éste había formado parte de su sueño: se hallaba en la laguna Tashmore con su abuelo y tenía nuevamente ocho años, e intentaba ensartar una lombriz convulsionada en el anzuelo, sin clavárselo en el pulgar. El sueño había sido increíblemente vivido. Veía la astillada cesta de mimbre que descansaba sobre la proa del bote, veía los parches rojos para neumático que remendaban las viejas botas verdes del Abuelo McGee, veía su propio guante antiguo y ajado de béisbol, y al mirarlo recordó que al día siguiente debía practicar con el equipo de la Liga Juvenil en el campo Roosevelt. Pero ésa era la noche anterior, los últimos destellos de luz y la oscuridad creciente se equilibraban perfectamente sobre la cúspide del crepúsculo, la laguna estaba tan serena que se distinguían las pequeñas nubes de jejenes que rozaban su superficie de color cromado. Los relámpagos generados por el calor centelleaban intermitentemente… o quizás eran relámpagos auténticos, porque llovía. Las primeras gotas oscurecieron la madera del bote del Abuelo, blanqueada por la intemperie, formando círculos del tamaño de una moneda. Después las oyó sobre el lago, con un siseo bajo y misterioso, como…

como el ruido de una…

ducha, Charlie debe de estar en la ducha.

Abrió los ojos y vio un techo de vigas desconocido. ¿Dónde estamos?

Las piezas del rompecabezas ocuparon su lugar una por una, pero hubo un instante de aterradora caída libre, producto de haber estado en demasiados lugares durante el último año, de haber escapado demasiadas veces por un pelo, y de haber estado sometido a demasiada presión. Pensó nostálgicamente en su sueño y deseó poder estar de nuevo con el Abuelo McGee, que había muerto hacía ya veinte años.

Hastings Glen. Estaba en Hastings Glen. Estaban en Hastings Glen.

Pensó en su cabeza, extrañado. Le dolía pero no como la noche anterior, cuando se habían separado del barbudo. El dolor se había reducido a una débil palpitación sistemática. Si el proceso seguía su cauce normal, esa noche la palpitación se habría reducido a un vago malestar, y al día siguiente habría desaparecido.

Se cortó el chorro de la ducha.

Se sentó en la cama y consultó el reloj. Eran las once menos cuarto.

—¿Charlie?

Ella volvió al dormitorio, secándose con una toalla.

—Buenos días, papá.

—Buenos días. ¿Cómo estás?

—Tengo hambre —respondió Charlie. Se acercó a la silla donde había depositado sus prendas y recogió la blusa verde. La olfateó. Hizo una mueca—. Debo cambiarme de ropa.

—Tendrás que conformarte con ésta durante un tiempo, nena. Más tarde te compraré algo.

—Ojalá no tengamos que esperar tanto para comer.

—Haremos autostop, y nos detendremos en la primera cafetería que encontremos.

—Papá, cuando empecé a ir a la escuela, me dijiste que nunca debía subir a un coche con desconocidos. —Se había puesto las bragas y la blusa verde, y lo miraba con curiosidad.

Andy bajó de la cama, se acercó a ella y le puso las manos sobre los hombros.

—A veces el diablo que no conoces es mejor que el que sí conoces —sentenció—. ¿Me entiendes, nena?

Charlie reflexionó cuidadosamente. Conjeturó que el diablo que conocían eran los hombres de la Tienda. Los hombres que los habían perseguido por la calle de Nueva York, el día anterior. El diablo que no conocían…

—Supongo que significa que la mayoría de las personas que viajan en coche no trabajan para esa Tienda —respondió.

Él le devolvió la sonrisa.

—Has acertado. Y lo que dije antes sigue en pie, Charlie. Cuando estás en un grave aprieto, a veces debes hacer cosas que nunca harías si todo marchara bien.

La sonrisa de Charlie se borró. Su expresión se tornó seria.

—¿Por ejemplo, hacer salir dinero de los teléfonos?

—Sí —contestó Andy.

—¿Y eso no fue malo?

—No. Dadas las circunstancias, no fue malo.

—Porque cuando estás en un grave aprieto, haces todo lo necesario para salir de él.

—Sí, con algunas excepciones.

—¿Cuáles son las excepciones, papá?

Él le alborotó el cabello.

—Eso no importa, ahora. ¡Animo, Charlie!

Pero ella no cejó.

—Y no quise incendiar los zapatos de ese hombre. No lo hice adrede.

—No, claro que no.

Charlie se entonó. Su sonrisa, tan parecida a la de Vicky, se hizo radiante.

—¿Qué tal tu cabeza esta mañana, papá?

—Mucho mejor, gracias.

—Estupendo. —Lo miró detenidamente—. Papá, tu ojo está raro.

—¿Cuál?

Charlie señaló el izquierdo.

—Ése.

—¿De veras? —Andy entró en el cuarto de baño y frotó una parte del espejo empañado, para despejarla.

Se miró el ojo durante largo rato y sintió que se desvanecía su buen humor. El ojo derecho tenía el aspecto de siempre: verde grisáceo, con el color del océano en un día nublado de primavera. El ojo izquierdo también tenía un color verde grisáceo, pero con la esclerótica muy inyectada en sangre. Y la pupila parecía más contraída que la derecha. Y el párpado tenía una peculiar flaccidez que nunca había notado antes.

La voz de Vicky reverberó de pronto en su mente. La oyó tan nítidamente como si ella estuviera junto a él. Las jaquecas me asustan, Andy. Cuando utilizas ese empuje o como quieras llamarlo, te haces algo a ti mismo, además de hacérselo a las otras personas.

Esta reflexión fue seguida por la imagen de un globo que se hincha… y se hincha… y se hincha… y que finalmente revienta con un fuerte estampido.

Empezó a estudiar minuciosamente la mitad izquierda de su cara, palpándola en todas partes con las yemas de los dedos de la mano derecha. Parecía el protagonista de un anuncio de TV, maravillándose de estar rasurado a flor de piel. Encontró tres puntos —uno debajo del ojo izquierdo, otro sobre el pómulo izquierdo, y otro justo debajo de la sien izquierda— totalmente desprovistos de sensibilidad. El miedo se infiltró en los lugares huecos de su cuerpo como una mansa bruma vespertina. No estaba tan asustado por sí mismo como por Charlie, por lo que sería de ella cuando tuviera que apañarse sola.

La vio detrás de él, en el espejo, como si la hubiera llamado.

—¿Papá? —Parecía un poco alarmada—. ¿Estás bien?

—Sí, bien —respondió. Su voz tenía un timbre normal. Sin ningún temblor. Tampoco sonaba excesivamente confiada, con falso entusiasmo—. Sólo pensaba que necesito afeitarme.

Ella se cubrió la boca con la mano y soltó una risita.

—Raspas como un estropajo. Qué horror.

Andy la persiguió hasta el dormitorio y frotó su mejilla áspera contra la muy tersa de ella. Charlie se rió y pataleó.