7

—¿Con quién hablo?

—Con Orv Jamieson, señor.

—¿Los habéis atrapado, Jamieson?

—Aún no, señor. Pero hemos descubierto algo interesante en el aeropuerto.

—¿De qué se trata?

—Todos los teléfonos públicos están vacíos. En el suelo de algunas cabinas encontramos unas pocas monedas de veinticinco y de diez centavos.

—¿Los forzaron con ganzúa?

—No, señor. Por eso lo llamo. No los forzaron. Sencillamente están vacíos. La compañía de teléfonos va a enloquecer.

—Muy bien, Jamieson.

—Esto acelera la operación. Hemos pensado que quizás el tipo escondió a la chica fuera y se anotó solo en el registro. Pero sea como fuere, ahora parece que buscamos a un tipo que pagó con muchas monedas.

—Si están en un hotel, y no en algún campamento de verano.

—Sí señor.

—Adelante, OJ.

—Sí, señor. Gracias. —Parecía absurdamente complacido de que hubieran recordado su apodo.

Cap colgó. Permaneció cinco minutos en su asiento, con los ojos cerrados, cavilando. La apacible luz de otoño se colaba por el ventanal y alumbraba el despacho, entibiándolo. Luego se inclinó hacia adelante y volvió a llamar a Rachel.

—¿John Rainbird está allí?

—Sí, está, Cap.

—Deje pasar otros cinco minutos y después dígale que entre. Quiero hablar con Norville Bates, en el área de servicio. Él es el mandamás allí hasta que llegue Al.

—Sí, señor —respondió Rachel, con tono un poco dubitativo—. Tendrá que ser por una línea abierta. Un enlace mediante radioteléfono. No muy…

—Sí, así está bien —la interrumpió, impacientemente.

Al cabo de dos minutos oyó la voz de Bates, fina y crepitante. Era un buen hombre… no imaginativo, pero sí tesonero. El hombre que Cap prefería tener al frente de la operación hasta que Albert Steinowitz pudiera llegar allí. Cuando por fin Norville apareció en la línea, le informó a Cap que empezaban a expandirse por las ciudades circundantes: Oakville, Tremont, Messalonsett, Hastings Glen, Looton.

—De acuerdo, Norville, está bien —asintió Cap. Recordó que Wanless había dicho: Lo obligas a reeducar a la niña. Recordó que Jamieson le había informado que los teléfonos estaban vacíos. Eso no lo había hecho McGee. Lo había hecho la chiquilla. Y luego, como aún estaba activa, había quemado los zapatos del soldado, probablemente por accidente. A Wanless le habría gustado saber que Cap iba a seguir sus consejos por lo menos en un cincuenta por ciento. Esa mañana el viejo de mierda había estado muy elocuente.

—Las cosas han cambiado —anunció Cap—. Tenemos que hacer eliminar al mayor de los dos. Una eliminación drástica. ¿Me entiendes?

—Una eliminación drástica —repitió Norville—. Sí señor.

—Muy bien, Norville —dijo Cap en voz baja. Colgó el auricular y esperó que entrara John Rainbird.

Se abrió la puerta y apareció, descomunal y feo como un demonio. Era tan silencioso, por naturaleza, este medio indio cherokee, que si hubieras estado mirando tu escritorio, leyendo o contestando cartas, no habrías notado que había alguien más en la habitación, contigo. Cap sabía que esto era muy raro. La mayoría de las personas podían intuir la presencia de otro individuo en la habitación. Una vez Wanless había dicho que esta aptitud no era un sexto sentido sino un sentido residual y acumulativo, una percepción nacida de un aporte infinitesimal de los cinco sentidos normales. Pero cuando se trataba de Rainbird, la percepción era nula. Ninguno de los detectores sutiles como un pelo de bigote vibraba siquiera. Una vez, Al Steinowitz había hecho un comentario extraño acerca de Rainbird, mientras bebían oporto en casa de Cap: «Es el único ser humano, entre todos los que conozco, que no desplaza aire a su paso cuando camina». Y Cap se alegraba de que Rainbird estuviera en su bando, porque era el único ser humano, entre todos los que él conocía, que lo aterrorizaba por completo.

Rainbird era un ogro, un gigante, un cíclope. Le faltaban cinco centímetros para llegar a los dos metros diez de estatura y llevaba el pelo negro lustroso estirado hacia atrás y ceñido en una breve cola de caballo. Hacía diez años, una mina le había volado la cara durante su segunda expedición a Vietnam, y ahora sus facciones eran una pesadilla de tejidos cicatrizados y carnes estriadas. Había perdido el ojo izquierdo. En su lugar no quedaba más que una depresión. No había querido someterse a una operación de cirugía plástica ni hacerse colocar un ojo de vidrio porque, explicaba, cuando llegara al feliz coto de caza del más allá le pedirían que mostrara sus cicatrices de guerra. Cuando hablaba así, no sabías si creerle o no. No sabías si lo decía en serio o si te tomaba el pelo por razones que sólo él conocía.

A lo largo de los años Rainbird había demostrado ser un agente sorprendentemente eficaz, en parte porque a lo que menos se parecía era a un agente, y sobre todo porque detrás de esa máscara de carne se ocultaba una mente sagaz, ferozmente espabilada. Hablaba correctamente cuatro idiomas y entendía otros tres. Seguía un curso de ruso, mientras dormía. Cuando hablaba, lo hacía con una voz baja, melodiosa y civilizada.

—Buenas tardes, Cap.

—¿Ya es la tarde? —inquirió Cap, sorprendido.

Rainbird sonrió, mostrando una enorme hilera de dientes inmaculadamente blancos… dientes de tiburón, pensó Cap.

—Desde hace catorce minutos —respondió Rainbird—. Compré un digital Seiko en el mercado negro de Venecia. Es fascinante. Unos numeritos negros que cambian constantemente. Un prodigio de la tecnología. Pienso a menudo, Cap, que no libramos la guerra de Vietnam para ganarla sino para realizar prodigios de tecnología. Combatimos para crear el reloj digital de pulsera económico, el juego doméstico de ping-pong que se conecta al televisor, la calculadora de bolsillo. Miro mi nuevo reloj de pulsera en medio de la noche. Me informa que estoy más próximo a mi muerte, segundo a segundo. Es una buena noticia.

—Siéntate, viejo amigo —dijo Cap. Como le sucedía siempre que hablaba con Rainbird, tenía la boca seca y debía contener sus manos, que deseaban entrelazarse y comprimirse la una contra la otra sobre la superficie lustrada de su escritorio. Todo esto, a pesar de que creía que Rainbird lo estimaba… si se podía suponer que Rainbird estimaba a alguien.

Rainbird se sentó. Vestía con unos vaqueros viejos y una camisa desteñida de cambray.

—¿Cómo está Venecia? —preguntó Cap.

—Hundiéndose —respondió Rainbird.

—Tengo un trabajo para ti, si quieres aceptarlo. Es de poca monta, pero tal vez sea el paso previo a una misión que te resultará mucho más interesante.

—¿De qué se trata?

—Es un trabajo estrictamente voluntario —insistió Cap—. Aún estás en tu período de descanso y recuperación.

—¿De qué se trata? —repitió Rainbird apaciblemente, y Cap se lo explicó.

Estuvo sólo quince minutos con Rainbird, pero le pareció que había transcurrido una hora. Cuando el indio gigantesco se fue, Cap lanzó un largo suspiro. Wanless y Rainbird en una sola mañana… eso le habría estropeado el día a cualquiera. Pero la mañana ya había terminado, habían progresado mucho, ¿y quién sabía lo que podía reservar la tarde? Se comunicó con Rachel.

—Comeré aquí, querida. ¿Hará el favor de pedir algo para mí en la cafetería? No importa qué. Cualquier cosa. Gracias, Rachel.

Por fin solo. El teléfono a prueba de interferencias descansaba sobre su gruesa base, llena de microcircuitos y micromemorias y sólo Dios sabía qué más. Cuando volviera a repicar probablemente el autor de la llamada sería Albert o Norville para informarle de que todo había terminado en Nueva York. La chica prisionera, el padre muerto. Ésta sí que sería una buena noticia.

Cap volvió a cerrar los ojos. Los pensamientos y las frases flotaban por su memoria como grandes cometas perezosas. Dominación mental. Los miembros del trust de cerebros afirmaban que las posibilidades eran colosales. Imaginad a alguien como McGee al lado de Castro, o del Ayatolah Jomeini. Imaginadlo suficientemente cerca del rojillo Ted Kennedy como para sugerirle en esa voz baja típica de la convicción absoluta que el suicidio era la mejor solución. Imaginad a un hombre como ése con la orden de neutralizar a los jefes de los diversos grupos guerrilleros comunistas. Era una lástima tener que perderlo. Pero… lo que se había conseguido una vez, se podía lograr dos.

La chiquilla. Wanless había dicho: El poder de partir algún día este mismo planeta por la mitad, como si fuera un plato de loza en una barraca de tiro al blanco… absurdo, desde luego. Wanless se había vuelto tan loco como el niño del cuento de D. H. Lawrence, el que podía identificar a los caballos ganadores en el hipódromo. El Lote Seis había actuado sobre Wanless como el ácido de una batería: le había corroído el sentido común, llenándolo de grandes agujeros. Se trataba de una niña, no de un arma apocalíptica. Y tendrían que retenerla por lo menos durante el tiempo suficiente para saber lo que era y para determinar lo que podía llegar a ser. Esto solo bastaría para reactivar el programa de pruebas del Lote Seis. Si lograban inducirle a utilizar sus poderes a favor del país, tanto mejor.

Tanto mejor, pensó Cap.

De pronto, el teléfono a prueba de interferencias emitió su largo y ronco alarido.

Cap lo cogió, sintiendo que el pulso se le aceleraba súbitamente.