6

El doctor Joseph Wanless había sufrido el derrame cerebral el mismo día en que Richard Nixon había anunciado que renunciaba a la presidencia: el 8 de agosto de 1974. Había sido una hemorragia de relativa gravedad, y no había terminado de recuperarse físicamente. Ni mentalmente, a juicio de Cap. El interés de Wanless por el experimento de Lote Seis y sus consecuencias sólo se había tornado obsesivo después del derrame.

Entró en el despacho apoyándose en un bastón, y la luz del ventanal se reflejó en sus gafas circulares, sin montura, y las hizo brillar inexpresivamente, su mano izquierda era una garra recogida hacia atrás. La comisura izquierda de su boca estaba torcida por un inalterable rictus glacial.

Rachel miró a Cap con aire compasivo por encima del hombro de Wanless y Cap le indicó con un movimiento de cabeza que podía irse. Esto fue lo que ella hizo, cerrando la puerta sin hacer ruido.

—Mi buen doctor —saludó Cap hoscamente.

—¿Cómo marcha la operación? —preguntó Wanless, mientras se sentaba con un gruñido.

—Secreto de Estado —respondió Cap—. Ya lo sabes, Joe. ¿Qué puedo hacer hoy por ti?

—He visto la actividad que se desarrolla en este lugar —prosiguió Wanless, ignorando la pregunta de Cap—. ¿De qué otra manera podía distraerme, mientras esperaba durante toda la mañana?

—Si vienes sin pedir cita…

—Piensas nuevamente que estás a punto de atraparlos —afirmó Wanless—. ¿Cómo se explica, si no, la presencia del «cazador» Steinowitz? Bueno, quizá los atraparás. Quizá. Pero eso mismo ya lo habías pensado antes, ¿no es cierto?

—¿Qué deseas, Joe? —A Cap no le gustaba que le recordaran los fracasos anteriores. Incluso habían retenido a la chica, durante un tiempo. Los hombres que habían intervenido en la operación aún no se habían repuesto, y quizá no se repondrían nunca.

—¿Qué es lo que deseo siempre? —inquirió Wanless, encorvado sobre su bastón. Oh, Jesús, pensó Cap, el viejo jodido va a pronunciar otro discurso retórico—. ¿Por qué permanezco con vida? Para persuadirte de que los elimines a los dos. De que elimines también a James Richardson. De que elimines a los que están en Maui. De que los elimines definitivamente, capitán Hollister. De que los aniquiles. De que los borres de la faz de la Tierra.

Cap suspiró.

Wanless señaló con su garra el carrito de la biblioteca, y comentó:

—Veo que has vuelto a revisar el expediente.

—Lo conozco casi de memoria —respondió Cap, y entonces sonrió un poco. Durante el, último año se había alimentado y abrevado en el Lote Seis. Y durante los dos anteriores éste había sido un tema constante de la agenda en todas las reuniones. Así que, al fin y al cabo, tal vez Wanless no era el único obseso que había en ese organismo.

La diferencia consiste en que a mí me pagan por ello. Para Wanless es un hobby. Un hobby peligroso.

—Lo lees pero no aprendes —manifestó Wanless—. Deja que intente catequizarte una vez más, capitán Hollister.

Cap empezó a protestar, pero entonces recordó a Rainbird y la cita concertada para el mediodía, y sus facciones se suavizaron. Asumieron una expresión plácida, casi comprensiva.

—Está bien —asintió—. Cuando estés listo, arremete.

—¿Sigues pensando que estoy loco, verdad? ¿Qué soy un lunático?

—Lo has dicho tú, no yo.

—Harías bien en recordar que yo fui el primero en sugerir un programa de pruebas con ácido trino dilisérgico.

—A veces lamento que lo sugirieras —murmuró Cap. Si cerraba los ojos, aún podía ver el primer informe de Wanless, una monografía de doscientas páginas sobre una droga conocida originalmente por la sigla TDL, y después, entre los técnicos que estaban al tanto, por el nombre de «ácido estimulante», y finalmente por el nombre de Lote Seis. El predecesor de Cap había aprobado el proyecto inicial. A ese caballero lo habían enterrado con todos los honores, en el cementerio militar de Arlington.

—Lo único que digo es que mi opinión debería tener algún peso —continuó Wanless. Esa mañana parecía cansado. Hablaba lentamente y con voz pastosa, sin mover la mueca crispada de la comisura izquierda de su boca.— Te escucho —respondió Cap.

—Hasta donde sé, soy el único psicólogo o médico que todavía consigue que lo escuchéis. Estáis cegados por una idea fija, y sólo una: lo que este hombre y esta niña pueden implicar para la seguridad de los Estados Unidos… y posiblemente para el equilibrio de poder futuro. Por lo que hemos podido deducir de la pista que deja McGee, éste es una especie de Rasputín benévolo. Puede…

Wanless siguió hablando con voz monótona, pero Cap se desentendió momentáneamente de él. Un Rasputín benévolo, pensó. Aunque la expresión era rimbombante, le gustó. Se preguntó qué diría Wanless si le informaba que la computadora había calculado que había una probabilidad sobre cuatro de que McGee se hubiera condenado a sí mismo al huir de Nueva York. Probablemente se pondría eufórico. ¿Y si le mostraba a Wanless aquel extraño billete? Tal vez sufriría otra hemorragia cerebral, pensó Cap, y se cubrió la boca para ocultar una sonrisa.

—La que más me preocupa es la niña —repitió Wanless por… ¿vigésima? ¿trigésima? ¿quincuagésima? vez—. Había una probabilidad sobre mil de que McGee y la Tomlinson se casaran. Deberíamos haberlo impedido a cualquier precio. ¿Pero quién podría haber previsto…?

—En aquella época nadie se opuso —lo interrumpió Cap, y después añadió secamente—: Creo que habrías aceptado ser el padrino de la desposada, si te lo hubieran pedido.

—Ninguno de nosotros se dio cuenta —murmuró Wanless—. Hizo falta un derrame cerebral, para abrirme los ojos. Al fin y al cabo, el Lote Seis no era más que una copia sintética de un extracto de pituitaria… un alucinógeno-anestésico increíblemente poderoso que no entendíamos entonces y tampoco entendemos ahora. Sabemos, o por lo menos tenemos un noventa y nueve por ciento de certeza de que la versión natural de esta sustancia es responsable, de alguna manera, de los pantallazos esporádicos de capacidad parapsicológica que casi todos los seres humanos exhiben de cuando en cuando. Una gama asombrosamente amplia de fenómenos: precognición, telequinesis, dominación mental, accesos de fuerza sobrehumana, control temporal sobre el sistema nervioso simpático. ¿Sabías que la glándula pituitaria se torna súbitamente hiperactiva durante casi todos los experimentos de biorealimentación?

Cap lo sabía. Wanless le había repetido esto y todo lo demás incontables veces. Pero era innecesario contestar. Esa mañana la retórica de Wanless estaba en pleno apogeo y su sermón progresaba viento en popa. Y Cap estaba dispuesto a escucharlo… por última vez. Dejaría que el viejo se explayara a gusto. Había llegado al final de la carrera.

—Sí, es cierto —se respondió Wanless a sí mismo—. Está activa durante la biorealimentación, durante la fase del sueño de movimiento ocular rápido, y es raro que las personas con lesiones en la pituitaria sueñen normalmente. Entre las personas que sufren lesiones en la pituitaria se da un porcentaje tremendamente alto de tumores cerebrales y casos de leucemia. La glándula pituitaria, capitán Hollister. En términos evolutivos, es la glándula endocrina más antigua del cuerpo humano. Durante los comienzos de la adolescencia, vuelca muchas veces su propio peso, en forma de secreciones, en el torrente sanguíneo. Es una glándula de extraordinaria importancia, y también muy misteriosa. Si creyera en el alma humana, capitán Hollister, diría que ésta reside en la glándula pituitaria.

Cap gruñó.

—Sabemos estas cosas —continuó Wanless—, y sabemos que el Lote Seis modificó de alguna manera la composición física de la glándula pituitaria de las personas que participaron en el experimento. Incluso la de James Richardson, al que llamáis «el manso». Sobre todo, a partir del caso de la niña, podemos inferir que también modifica de alguna manera la estructura de los cromosomas… y que el cambio de la glándula pituitaria puede ser una auténtica mutación.

—El factor X fue heredado.

—No —dijo Wanless—. Éste es uno de los muchos detalles que no atináis a entender, capitán Hollister. Andrew McGee se convirtió en un factor X después del experimento. Victoria Tomlinson se convirtió en un factor Y… también resultó afectada, pero no del mismo modo que su marido. La mujer conservó un poder telequinético de baja potencia. El hombre conservó una aptitud de dominación mental de mediana potencia. En cambio la niña… la niña, capitán Hollister… ¿qué es la niña? No lo sabemos realmente. Ella es el factor Z.

—Nos proponemos averiguarlo —explicó Cap en voz baja.

Esta vez la mueca burlona abarcó las dos comisuras de la boca de Wanless.

—Os proponéis averiguarlo —repitió, como un eco—. Sí, si perseveráis, quizá lo lograréis. Sois unos idiotas ciegos y obsesivos. —Cerró los ojos durante un momento y se los cubrió con la mano.

Cap lo observaba serenamente.

—Hay algo que ya sabéis —dictaminó Wanless—. Provoca incendios.

—Sí.

—Suponéis que ha heredado la aptitud telequinética de su madre. En verdad, estáis convencidos de ello.

—Sí.

—En su primera infancia era totalmente incapaz de controlar estos… estos poderes, a falta de una palabra mejor.

—Una criatura pequeña no sabe controlar sus esfínteres —argumentó Cap—. Pero a medida que crece…

—Sí, sí, pero una criatura mayor también puede sufrir accidentes.

—La alojaremos en una habitación incombustible —replicó Cap, sonriendo.

—Una celda.

—Si lo prefieres —asintió Cap, sin dejar de sonreír.

—Te propongo esta deducción —dijo Wanless—. A ella no le gusta usar su poder. Le han enseñado a temerle, y este miedo se lo han inculcado deliberadamente. Te daré un ejemplo paralelo. El hijo de mi hermano. En la casa había cerillas. Freddy quería jugar con ellas. Prenderlas y después apagarlas, agitándolas. «Me gusta, me gusta», decía. Y entonces mi hermano se empeñó en crearle un trauma. Asustarlo hasta el punto de que nunca volviera a jugar con las cerillas. Le dijo a Freddy que las cabezas de las cerillas eran de azufre y que le pudrirían los dientes y se le caerían. Que si miraba cerillas encendidas terminaría por quedarse ciego. Y por fin, sostuvo brevemente la mano de Freddy sobre una cerilla encendida y se la chamuscó.

—Por lo que cuentas, tu hermano era un padre modelo —comentó Cap.

—Es mejor una pequeña mancha roja en la mano que estar en la unidad de quemados, envuelto en sábanas mojadas, con quemaduras de tercer grado cubriendo el sesenta por ciento del cuerpo —sentenció Wanless hoscamente.

—Es aún mejor colocar las cerillas fuera del alcance del niño.

—¿Puedes poner las cerillas de Charlene McGee fuera de su alcance? —inquirió Wanless.

—Hasta cierto punto tienes razón… —asintió Cap, moviendo lentamente la cabeza.

—Trata de responder a esta pregunta, capitán Hollister: ¿Cómo habrá sido la vida de Andrew y Victoria McGee cuando su hija era pequeña? ¿Después de que empezaron a atar cabos? El biberón llega con retraso. La pequeña llora. Al mismo tiempo, uno de los animales de juguete que están en la cuna junto a ella, se inflama. El pañal está pringado. La pequeña llora. Un momento después las ropas sucias acumuladas en el cesto empiezan a arder espontáneamente. Tú tienes los antecedentes, capitán Hollister. Sabes lo que pasaba en aquella casa. Un extintor y un detector de fuego en cada habitación. Y una vez fue su pelo, capitán Hollister. Entraron en su cuarto y la encontraron levantada en la cuna y chillando y con su pelo en llamas.

—Sí, eso debió de ponerlos muy nerviosos.

—Así que le enseñaron a controlar sus esfínteres… y después le enseñaron a controlar sus poderes incendiarios.

—Le enseñaron a controlar sus poderes incendiarios —musitó Cap.

—Lo que equivale a decir que, como en el caso de mi hermano y su hijo Freddy, le crearon un trauma, una inhibición. Has citado esa analogía, capitán Hollister, así que detengámonos un momento a examinarla. ¿En qué consiste la educación de esfínteres? Consiste ni más ni menos que en la creación de una inhibición.

Y de pronto, asombrosamente, la voz del anciano se trocó en la voz trémula y atiplada de una mujer que regaña a su hijo. Cap siguió mirándolo con una mezcla de repulsión y sorpresa.

—¡Eres un tunante! —chilló Wanless—. ¡Mira lo que has hecho! ¡Es muy feo, hijito! ¿Ves qué feo es? ¡Está mal hacerse caca en los pantalones! ¿Acaso los mayores se hacen caca en los pantalones? ¡Hazlo en el orinal, hijito, en el orinal!

—Por favor —protestó Cap, fastidiado.

—Así se crea un trauma —prosiguió Wanless—. El control de esfínteres se inculca encauzando la atención del niño hacia sus propias funciones excretorias en una forma que consideraríamos insalubre si el objeto de la fijación fuera otro. ¿Te preguntarás si el trauma que se le inculca al niño está muy arraigado? Esto mismo se preguntó Richard Damon, de la Universidad de Washington, e hizo un experimento para averiguarlo. Buscó cincuenta voluntarios entre los estudiantes. Los llenó de agua y soda y leche hasta que todos experimentaron fuertes deseos de orinar. Después de transcurrido un cierto lapso, les informó que podían desahogarse… pero en los pantalones.

—¡Qué inmundicia! —exclamó Cap vehementemente. Estaba horrorizado y asqueado. Eso no era un experimento, sino un ejercicio de degeneración.

—Observa qué bien se ha implantado la inhibición en tu propia psiquis —alegó Wanless parsimoniosamente—. No te parecía tan inmundo cuando tenías veinte meses. Entonces, cuando necesitabas desahogarte, te desahogabas. Te habrías desahogado sobre las rodillas del Papa si alguien te hubiera sentado allí y hubieses necesitado hacerlo. Lo importante del experimento de Damon, capitán Hollister, es que la mayoría de ellos no pudieron orinar. Entendieron que las reglas de comportamiento ordinarias habían quedado canceladas, por lo menos mientras durara el experimento; cada uno se hallaba solo en un recinto por lo menos tan privado como el cuarto de baño común… pero el ochenta y ocho por ciento de ellos sencillamente no pudieron orinar. Aunque la necesidad física fuera muy fuerte, el trauma implantado por sus padres era más fuerte aún.

—Esto no es más que una divagación absurda —dictaminó Cap secamente.

—No, no lo es. Quiero que consideres las analogías entre la educación para el control de esfínteres y la educación para el control del instinto incendiario… y la única diferencia importante, que consiste en la magnitud cuántica que separa la urgencia de la una y la otra. Si el niño aprende a controlar sus esfínteres lentamente, ¿cuáles son las consecuencias? Pequeños inconvenientes. Su habitación apesta si no se la ventila constantemente. La madre está encadenada a su lavadora. Es posible que una vez completada la operación haya que llamar a los limpiadores para que le apliquen un champú a la alfombra. Y en el peor de los casos, el niño puede tener un eczema constante, si su piel es muy sensible o si la madre es negligente y no lo mantiene limpio. Pero para un niño capaz de provocar incendios, las consecuencias pueden ser…

Sus ojos refulgieron. La comisura izquierda de su boca se crispó.

—Los McGee me inspiran mucho respeto, en su condición de padres —continuó Wanless—. De alguna manera se lo inculcaron. Imagino que iniciaron su labor mucho antes de la edad en que los padres generalmente empiezan la educación de esfínteres. Quizás incluso antes de que pudiera gatear. «¡Eso no se hace! ¡Te has hecho daño sola! ¡No, no, no! ¡Mala! ¡Mala! ¡Maaaaala!» Pero las respuestas de tu propia computadora sugieren que está venciendo su inhibición, capitán Hollister. Se encuentra en una situación envidiable para ello. Es joven, y el trauma no ha tenido tiempo para asentarse en un sustrato de años y endurecerse como el cemento. ¡Y va en compañía de su padre! ¿Comprendes la importancia que tiene este simple detalle? No, no la comprendes. El padre es la figura de autoridad. Él empuña las riendas psíquicas de todas las fijaciones de la niña. Orales, anales, genitales… detrás de cada una de ellas está la figura de la autoridad paterna, como una silueta sombría plantada detrás de una cortina. Para la niña su padre es Moisés, las leyes son las leyes de su padre, trasmitidas no sabe cómo, pero impuestas por él. Quizás él es el único ser de este mundo que puede eliminar el bloqueo. Nuestros traumas, capitán Hollister, siempre nos producen el mayor tormento y la mayor angustia psíquica cuando quienes nos los han inculcado mueren y desaparecen más allá del ámbito de la controversia… y la clemencia.

Cap consultó su reloj y descubrió que ya hacía aproximadamente cuarenta minutos que Wanless estaba allí. Le parecía que habían pasado horas.

—¿Ya casi has terminado? Tengo otra cita…

—Cuando los traumas se derrumban, desaparecen como una presa arrasada después de lluvias torrenciales —afirmo Wanless apaciblemente—. He aquí una chica promiscua de diecinueve años. Ya ha tenido trescientos amantes. Su cuerpo está tan inflado por la infección sexual como el de una prostituta de cuarenta años. Pero hasta los diecisiete años había sido virgen. Su padre era un sacerdote que le repetía una y otra vez, en su infancia, que el sexo en el matrimonio era un mal necesario, que el sexo fuera del matrimonio era el infierno y la perdición, que el sexo era la manzana del pecado original. Cuando semejante inhibición se derrumba, desaparece como una presa arrasada. Primero surgen una o dos grietas, hilillos de agua tan pequeños que nadie los nota. Y según la información que suministra tu computadora, la chiquilla pasa ahora por esta etapa. Hay indicios de que ha utilizado su poder para ayudar a su padre, exhortada por éste. Y después todo se precipita simultáneamente, vomitando millones de litros de agua, destruyendo todo lo que encuentra en su paso, ahogando a todos los que se cruzan en su camino ¡cambiando definitivamente el paisaje!

La voz cascada de Wanless había perdido su primitivo tono apacible para trocarse en el grito entrecortado de un viejo… pero era más malhumorada que majestuosa.

—Escucha —le dijo a Cap—. Por única vez, escúchame. Quítate las vendas de los ojos. El hombre no es peligroso en y por sí mismo. Tiene un poder minino, un juguete, un pasatiempo. Él lo entiende así. No ha podido utilizarlo para ganar un millón de dólares. No gobierna a hombres y naciones. Lo ha usado para hacer adelgazar a mujeres gordas. Lo ha usado para ayudar a ejecutivos timoratos e infundirles confianza. No puede emplearlo a menudo ni bien… algún factor fisiológico interior lo limita. Pero la niña es increíblemente peligrosa. Huye con su padre y enfrenta una situación en la que está en juego su supervivencia. Está muy asustada. Y él también, lo cual lo hace peligroso. No en y por sí mismo, sino porque tú lo obligas a reeducar a la niña. Lo obligas a modificar las ideas que sustenta la niña acerca de su propio poder intrínseco. Lo obligas a obligarla a ella a usarlo.

Wanless respiraba con dificultad.

Cap se ciñó al guión —el final ya estaba a la vista— y preguntó parsimoniosamente:

—¿Qué sugieres?

—Hay que matar al hombre. Enseguida. Antes de que pueda seguir socavando la inhibición que él y su esposa implantaron en la niña. Y pienso que a la niña también hay que matarla. Por si el mal ya está hecho.

—Después de todo no es más que una criatura, Wanless. Sí, puede provocar incendios. Lo llamamos piroquinesis. Pero tú lo presentas como si fuera el Apocalipsis.

—Quizá lo será —replicó Wanless—. No debes dejar que su edad y su talla te engañen y te hagan olvidar el factor Z… y lo que haces, por supuesto, es precisamente dejarte engañar y olvidarlo. ¿Y si su poder incendiario no fuera más que la punta visible del iceberg? ¿Y si su talento se siguiera desarrollando? Tiene siete años. Cuando John Milton tenía siete años, quizá no era más que un crío que aferraba un trozo de carbón y escribía trabajosamente su propio nombre para que papá y mamá pudieran entenderlo. Era un chiquillo. John Milton creció y escribió El paraíso perdido.

—No sé de qué demonios hablas —manifestó Cap secamente.

—Hablo del potencial de destrucción. Hablo de un talento asociado a la glándula pituitaria, una glándula que está casi inactiva en una criatura de la edad de Charlene McGee. ¿Qué sucederá cuando ella llegue a la adolescencia y la glándula despierte de su hibernación y se convierta durante veinte meses en la fuerza más poderosa del organismo humano, que lo gobierna todo, desde la súbita maduración de las características sexuales primarias y secundarias hasta una mayor producción de la púrpura visual del ojo? Imagina que te encuentras con una niña capaz de producir finalmente una explosión nuclear sólo con su fuerza de voluntad.

—Esta es la hipótesis más loca que he oído en mi vida.

—¿De veras? Déjame pasar de la insania a la demencia total, capitán Hollister. Imagina que esta mañana anda por alguna parte una niñita que lleva dentro de sí, inactivo sólo por el momento, el poder de partir algún día este mismo planeta por la mitad, como si fuera un plato de loza, en una barraca de tiro al blanco.

Se miraron en silencio. Y de pronto zumbó el interfono. Cap se inclinó hacia adelante, al cabo de un momento, y pulsó la clavija.

—¿Sí, Rachel?

Que el diablo lo llevara si el viejo no lo había pillado en la trampa por un momento. Parecía un horrible cuervo devorador de carroña, y ésta era otra razón por la cual Cap no le tenía simpatía. Él personalmente era un hombre emprendedor, y si había algo que no soportaba, ese algo era un pesimista.

—Tiene una llamada por la línea a prueba de interferencias —anunció Rachel—. Del área de servicio.

—Muy bien, querida. Gracias. Reténgala un par de minutos, ¿de acuerdo?

—Sí, señor.

Se arrellanó en el asiento.

—Debo poner fin a esta entrevista, doctor Wanless. Puedes estar seguro de que meditaré cuidadosamente todo lo que me has dicho.

—¿De veras? —La comisura paralizada de la boca de Wanless pareció sonreír cínicamente.

—Sí.

—La chica… McGee… y Richardson… son las tres últimas incógnitas de una ecuación muerta, capitán Hollister. Bórralas. Empieza de nuevo. La niña es muy peligrosa.

—Meditaré todo lo que has dicho —repitió Cap.

—Hazlo. —Y finalmente Wanless empezó a levantarse dificultosamente, apoyándose sobre el bastón. Tardó mucho. Por fin estuvo en pie—. Se acerca el invierno —comentó—. Estos viejos huesos le temen.

—¿Esta noche te quedarás en Longmont?

—No, en Washington.

Cap titubeó y luego dijo:

—Alójate en el Mayflower. Quizá quiera comunicarme contigo.

Algo cruzó por los ojos del anciano. ¿Gratitud? Sí, casi seguramente fue eso.

—Muy bien, capitán Hollister —asintió, y se encaminó hacia la puerta ayudándose con el bastón. Un anciano que en otro tiempo había abierto la caja de Pandora y ahora quería acribillar a tiros todo lo que había escapado de ella, en lugar de ponerlo a trabajar.

Cuando la puerta se hubo cerrado detrás de Wanless con un chasquido. Cap lanzó un suspiro de alivio y levantó el teléfono a prueba de interferencias.