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Diez minutos más tarde Rachel entró empujando un carrito rodante de la biblioteca sobre el que descansaba el expediente. Allí había seis cajas con papeles e informes y cuatro cajas de fotografías. También había transcripciones de conversaciones telefónicas. El teléfono de McGee estaba interferido desde 1978.

—Gracias, Rachel.

—No hay de qué. El señor Steinowitz estará aquí a las diez y media.

—Claro que estará, ¿Wanless ya ha muerto?

—Me temo que no —contestó ella, sonriendo—. Sigue sentado ahí afuera, mirando cómo Walter pasea los caballos.

—¿Y desmenuza sus condenados cigarrillos?

Rachel se cubrió la boca como lo hubiera hecho una niña, soltó una risita e hizo un ademán de asentimiento.

—Ya ha consumido medio paquete.

Cap gruñó. Rachel se fue y él se volvió hacia el expediente ¿Cuántas veces lo había revisado en los últimos once meses? ¿Una docena? ¿Dos docenas? Sabía los extractos casi de memoria. Y si Al estaba en lo cierto, hacia el fin de semana tendría a los dos McGee restantes bajo vigilancia. Esta idea le hizo circular una cálida y leve corriente de emoción por el vientre.

Empezó a repasar el expediente McGee al azar, volviendo una hoja por aquí, leyendo un fragmento por allá. Ésta era su técnica para volver a situarse. Su cerebro consciente estaba en punto muerto, su inconsciente estaba en directa. Ahora no buscaba detalles sino abarcar el conjunto. Necesitaba encontrar la palanca.

Ahí tenía un memorándum del mismo Wanless, un Wanless más joven (ah, pero entonces todos eran más jóvenes), fechado el 12 de septiembre de 1968. Unas líneas atrajeron la atención de Cap:

…de enorme importancia en el estudio continuado de los fenómenos parapsicológicos controlables. La repetición de pruebas con animales sería contraproducente (véase al dorso 1) y, como subrayé este verano en la reunión conjunta, podríamos tener problemas muy concretos si utilizáramos como sujetos a presidiarios u otros individuos con personalidad anómala y el Lote Seis tuviera aunque sólo fuese una mínima parte del poder que le atribuimos (véase al dorso 2). Por tanto sigo recomendando…

Sigues recomendando que se lo administremos a grupos controlados de estudiantes universitarios mientras se aplican todos los planes de emergencia grave por si la experiencia termina en un fracaso, pensó Cap. En aquellos tiempos Wanless no se andaba por las ramas. Claro que no. En aquellos tiempos su lema era adelante a toda máquina y que el diablo se lleve a los rezagados. Habían experimentado con doce personas. Dos habían muerto: una durante la prueba, otra poco después. Dos habían enloquecido irremisiblemente, y ambas estaban tullidas: una ciega, la otra atacada por una parálisis psicótica, y ambas encerradas en el reducto de Maui, donde permanecerían hasta el fin de sus desdichadas vidas. Así que quedaron ocho. Una de las ocho había muerto en un accidente de automóvil en 1972, accidente que casi con seguridad no había sido tal, sino un suicidio. Otra había saltado del techo del Correo Central de Cleveland, en 1973, y respecto de ésta no quedaban dudas: había dejado una nota en la que explicaba que «ya no podía seguir soportando las imágenes que tenía en la cabeza». La policía de Cleveland había diagnosticado depresión suicida y paranoia. Cap y la Tienda habían diagnosticado una resaca letal del Lote Seis. Y así quedaron seis.

Tres más se habían suicidado entre 1974 y 1977, dando un número conocido de cuatro suicidios y un total probable de cinco. Casi la mitad del curso, se podría decir. Los cuatro suicidas comprobados habían parecido completamente normales hasta el momento en que habían recurrido al revólver o la cuerda, o al salto en el vacío. ¿Pero quién sabía por qué trances podían estar pasando? ¿Quién lo sabía realmente?

Y así quedaron tres. Desde 1977, cuando el mucho tiempo latente proyecto Lote Seis había vuelto a ponerse al rojo vivo, un individuo llamado James Richardson, que ahora vivía en Los Ángeles, había estado bajo constante vigilancia encubierta. En 1969 había participado en el experimento del Lote Seis, y bajo la influencia de la droga había exhibido la misma gama de poderes asombrosos de los demás: telequinesis, transmisión del pensamiento, y quizás la manifestación más interesante de todas, por lo menos desde el punto de vista especializado de la Tienda: dominación mental.

Pero tal como había sucedido en los restantes casos, los poderes de James Richardson, inducidos por la droga, parecían haber desaparecido por completo a medida que se había disipado la acción de ésta. Las entrevistas de control realizadas en 1971, 1973 y 1975 no habían revelado nada. Incluso Wanless había tenido que admitirlo, a pesar de que era un fanático del Lote Seis. Las suministradas regularmente por las computadoras de acuerdo a un régimen aleatorio (mucho menos aleatorio desde que empezó a suceder lo de Mcgee) no mostraron absolutamente ningún indicio de que Richardson estuviera empleando alguna forma de poder extrasensorial, consciente o inconscientemente. Se había graduado en 1971, había gravitado hacia el Este a medida que ocupaba una serie de cargos de menor jerarquía como ejecutivo —sin ningún testimonio de dominación mental— y ahora trabajaba para la Telemyne Corporation.

Además era un jodido marica.

Cap suspiró.

No habían perdido de vista a Richardson, pero Cap se había convencido personalmente de que este hombre era un mamarracho. Y así quedaron dos: Andy Mcgee y su esposa. El azar de su matrimonio no había pasado inadvertido a la Tienda, ni a Wanless, que había empezado a bombardear la oficina con informes en los que sugería que valdría la pena vigilar a cualquier vástago de este matrimonio —contaba los pollos antes de que éstos hubieran roto el cascarón, se podría decir— y en más de una oportunidad Cap había acariciado la idea de decirle a Wanless que se habían enterado de que Andy Mcgee se había hecho practicar una vasectomía. Así le habrían cerrado el pico al viejo hijo de puta. Para entonces, Wanless había sufrido una embolia y en la práctica no servía para nada, no era más que un incordio.

Sólo se había realizado un experimento con el Lote Seis. Los resultados habían sido tan desastrosos que la operación de encubrimiento había sido masiva y completa… y costosa. Desde arriba llegó la orden de suspender indefinidamente cualquier otra prueba ulterior. Aquel día Wanless había tenido sobrados motivos para poner el grito en el cielo, pensó Cap… y vaya si lo había puesto. Pero no había habido indicios de que los rusos o alguna otra potencia mundial manifestara interés por los fenómenos extrasensoriales generados mediante drogas, y los peces gordos habían llegado a la conclusión de que, a pesar de algunos resultados positivos, el Lote Seis era un callejón sin salida. Al evaluar los resultados a largo plazo, uno de los científicos que habían trabajado en el proyecto lo había comparado al montaje de un motor de retropropulsión en un viejo Ford. Éste habría arrancado a toda velocidad, es cierto… y se habría estrellado contra el primer obstáculo. «Dadnos otros diez mil años de evolución —había dicho ese científico—, y repetiremos el experimento.»

Parte del problema había consistido en que cuando los poderes extrasensoriales llegaban a su apogeo, los sujetos de la prueba salían disparados de su envoltura craneal. Era imposible controlarlos. Y por otra parte los peces gordos casi se habían cagado en los pantalones. Ocultar la muerte de un agente, o incluso del testigo de una operación, era un cosa. Pero ocultar la muerte de un estudiante que había sufrido un ataque cardíaco, la desaparición de otros dos, y los rastros latentes de histeria y paranoia en otros más, era muy distinto. Todos tenían amigos y compañeros, aunque una de las condiciones estipuladas había consistido en que los sujetos seleccionados para la prueba tuvieran pocos parientes próximos. Los costes y los riesgos habían sido inmensos. Habían supuesto casi setecientos mil dólares en sobornos y la eliminación de por lo menos una persona… el padrino del chico que se había arrancado los ojos. El padrino sencillamente no había querido darse por vencido. Se había mostrado dispuesto a llegar al fondo de la cuestión. Al final, sólo había conseguido llegar al fondo del estuario de Baltimore, donde presumiblemente estaba aún, con dos bloques de cemento sujetos a lo que quedara de sus piernas.

E igualmente, mucho —demasiado— había dependido de la suerte.

Así que habían archivado el proyecto del Lote Seis, con la asignación de una partida anual estable en el presupuesto. El dinero lo utilizaban para continuar la vigilancia aleatoria de los sujetos por si afloraba algo… alguna pauta.

Finalmente, la pauta había aflorado.

Cap hurgó en un cartapacio lleno de fotografías y extrajo una en blanco y negro, de veinte por veinticinco, sobre papel brillante, en la que aparecía una niña. Había sido tomada tres años atrás, cuando la criatura tenía cuatro años y concurría a la Free Children’s Nursery School, de Harrison. La habían tomado con teleobjetivo desde la parte posterior de la furgoneta de una panadería, y posteriormente la habían ampliado y recortado para transformar la foto de un grupo de niños y niñas a la hora del recreo en el retrato de una chiquilla sonriente, con las trenzas flotando en el aire y con un asa de la cuerda con que saltaba a la comba en cada mano.

Cap estudió sentimentalmente la foto durante un rato. Después de sufrir la embolia, Wanless había descubierto el miedo. Ahora Wanless pensaba que había que eliminar a la niña. Y aunque últimamente Wanless se contaba entre los parias, no faltaban quienes compartían su opinión, incluso entre los que permanecían dentro del círculo de los privilegiados. Cap rogaba ansiosamente que no fuera necesario llegar a ese extremo. El tenía tres nietos, dos de ellos aproximadamente de la edad de Charlene McGee.

Desde luego, tendrían que separar a la niña de su padre. Probablemente en forma definitiva. Y casi con seguridad habría que eliminarlo a él… después de que hubiera prestado sus servicios, por supuesto.

Eran las diez y cuarto. Le habló a Rachel por el interfono.

—¿Ya ha llegado Albert Steinowitz?

—Acaba de entrar, señor.

—Muy bien. Dígale que pase.