El despacho de Cap estaba en la parte posterior de la casa. Un amplio ventanal mostraba un magnífico panorama del prado, el granero y el estanque, este último parcialmente oculto por una hilera de alisos. Rich Mckeon estaba en la mitad del prado, a horcajadas de una diminuta cortadora de césped. Cap se quedó mirándolo un momento con los brazos cruzados detrás de la espalda y después se acercó a la cafetera automática instalada en el rincón. Se sirvió un poco de café en su taza de la Marina de los Estados Unidos, le agregó Cremora y después se sentó y accionó el interfono.
—Hola, Rachel —dijo.
—Hola, Cap. El doctor Wanless está…
—Lo sabía —murmuró Cap—. Lo sabía. Olí a esa vieja puta apenas entré.
—¿Quiere que le diga que hoy está muy atareado?
—Nada de eso —contestó Cap enérgicamente—. Déjelo durante toda la jodida mañana en la sala amarilla. Si no opta por irse a casa, supongo que podré recibirlo antes de comer.
—Está bien, señor.
Problema resuelto para Rachel, por lo menos, pensó Cap con una pizca de resentimiento. En realidad, Wanless no era un problema de la incumbencia de ella. Y verdaderamente Wanless empezaba a convertirse en un engorro. Había sobrevivido a su utilidad y su influencia. Bueno, siempre quedaba el reducto de Maui. Y también Rainbird.
Cap experimento un ligero estremecimiento interior al pensar en eso… y no era un hombre que se estremeciera fácilmente.
Volvió a pulsar la clavija del interfono.
—Necesitaré de nuevo todo el expediente McGee, Rachel. Y a las diez y media quiero ver a Al Steinowitz. Si Wanless aún está aquí cuando se vaya Al, hágalo pasar.
—Muy bien, Cap.
Cap se repantigó en su asiento, juntó las yemas de los dedos en forma de pirámide y miró el retrato de George Patton que colgaba en la pared de enfrente. Patton estaba montado sobre la torreta de un tanque, con las piernas separadas, como si creyera ser John Wayne o alguien parecido.
—La vida es dura si no aflojas —le dijo a la imagen de Patton.