23

Una última voz, la voz de su compañero de habitación, Quincey, que provenía de seis años atrás.

En aquella época, Charlie tenía un año, y sabían, por supuesto, que no era normal. Lo sabían desde que había tenido una semana y Vicky la había acostado junto a ellos en la cama porque cuando la dejaban en la cuna la almohada empezaba a… bueno, empezaba a chamuscarse. La noche en que se habían desprendido definitivamente de la cuna, enmudecidos por el miedo, un miedo tan desmesurado y tan extraño que no se podía traducir en palabras, se había calentado tanto, que le había producido ampollas en la mejilla y ella había llorado durante casi toda la noche, a pesar del ungüento que Andy había encontrado en el botiquín. Aquel primer año la casa había sido un manicomio: la falta de sueño, el miedo interminable. Las papeleras incendiadas cuando se retrasaba el biberón. Una vez se habían inflamado las cortinas, y si Vicky no hubiera estado en la habitación…

Lo que lo había inducido a telefonear a Quincey había sido la caída de Charlie por la escalera. En aquella época gateaba, y era una experta en subir por la escalera a cuatro patas y en retroceder luego de la misma manera. Aquel día la cuidaba Andy. Vicky estaba con una amiga en Senter’s, de compras. Se había resistido a ir, y Andy casi había tenido que echarla a empujones. Últimamente parecía demasiado agobiada, demasiado exhausta. Sus ojos tenían una expresión un poco fija, que le recordaba a Andy las historias que se contaban durante la guerra sobre la fatiga de combate.

El estaba leyendo en la sala de estar, cerca del pie de la escalera. Charlie subía y bajaba. Sobre la escalera descansaba un osito de juguete. Él debería haberlo quitado de allí, por supuesto, pero cada vez que Charlie subía lo contorneaba, y él se había embotado, más o menos como se había dejado embotar por lo que parecía ser su vida normal en Port City.

Cuando Charlie bajó por tercera vez, sus piernas se enredaron en el osito y rodó hasta abajo, pim, pam, pum, berreando de cólera y de miedo. La escalera estaba alfombrada así que no se hizo ni siquiera un chichón —Dios protege a los borrachos y a los críos, acostumbraba a decir Quincey, y ésa fue la primera vez que pensó conscientemente en Quincey aquel día— pero Andy corrió hacia ella, la alzó, la abrazó, y le susurró un montón de trivialidades mientras la examinaba rápidamente, en busca de sangre, o de una extremidad torcida, o de señales de conmoción. Y…

Y sintió que pasaba junto a él: el rayo letal invisible, increíble, que emanaba de la mente de su hija. Le pareció la ráfaga de aire caliente que despide el Metro disparado a toda velocidad, en verano, cuando estás quizá demasiado cerca de la vía. Una corriente suave y silenciosa de aire caliente… y el osito se incendió. El osito le había hecho daño a Charlie; Charlie le haría daño al osito. Las llamas se alzaron rugiendo y, mientras ardía, Andy vio los botones negros de sus ojitos a través de su cortina de fuego, y éste se propagaba por la alfombra de la escalera allí donde había estado el osito.

Andy dejó a su hija en el suelo y corrió a buscar el extintor de incendios adosado a la pared, cerca del televisor. El y Vicky no hablaban de lo que su hija era capaz de hacer —había momentos en que Andy deseaba hablar, pero Vicky se negaba a escucharlo, eludía el tema con obstinación histérica, y afirmaba que a Charlie no le pasaba nada malo, nada malo— pero los extintores habían aparecido silenciosamente, sin objeciones, con el mismo sigilo con que los dientes de león aparecen en el período en que se superponen la primavera y el verano. No hablaban de lo que Charlie podía hacer, pero había extintores en toda la casa.

El empuñó el que tenía a mano, oliendo el pesado aroma de la alfombra achicharrada, y corrió hacia la escalera… e igualmente tuvo tiempo para recordar aquel cuento, el que había leído en su infancia, «It’s a Good Life», «Es una buena vida», escrito por un tal Jerome Bixby, acerca de una criatura que había esclavizado a sus padres con el terror telepático, con la pesadilla de mil muertes posibles, y nunca se sabía… nunca se sabía cuándo la criatura podía enfadarse…

Charlie berreaba, sentada sobre el trasero al pie de la escalera.

Andy hizo girar brutalmente la manivela del extintor y roció el niego con espuma, sofocándolo. Levantó el osito, que tenía la piel salpicada de grumos y protuberancias y goterones de espuma, y bajó con él la escalera.

Aborreciéndose por lo que hacía, pero convencido por una razón atávica de que debía hacerlo, de que debía fijar un límite, de que debía asimilar la lección, casi refregó el muñeco contra las facciones de Charlie, aullantes, asustadas, surcadas por las lágrimas. Oh, sucio hijo de puta —pensó desesperadamente—, ¿por qué no vas sencillamente a la cocina y coges un cuchillo de trinchar y le abres un surco en cada mejilla? ¿Por qué no la marcas así? Y su mente atrapó la idea al vuelo. Cicatrices. Sí. Eso era lo que tenía que hacer. Dejarle cicatrices. Estamparle a fuego una cicatriz en el alma.

—¿Te gusta cómo ha quedado el osito? —bramó. El muñeco estaba achicharrado, ennegrecido, y aún le trasmitía calor a la mano, como un trozo de carbón que se estuviera enfriando poco a poco—. ¿Te gusta que el osito esté tan quemado que ya no puedes jugar con él, Charlie?

Charlie lloraba convulsivamente, a gritos, con la piel teñida de un rojo febril y de una palidez mortal al mismo tiempo, con los ojos anegados en lágrimas.

¡Paaaaa! ¡Osi! ¡Osi!

—Sí, el osito —insistió él implacable—. El osito está totalmente quemado. Tú has quemado el osito. Y si has quemado el osito, puedes quemar a mamá, a papá. Ahora… ¡no lo hagas nunca más! —Se acercó más a ella, todavía sin alzarla, sin tocarla—. ¡No vuelvas a hacerlo porque es una cosa Mala!

Paaaaaaa…

Y ése fue todo el dolor que atinó a infligirle, todo el horror, todo el miedo. La tomó en brazos, la abrazó, la paseó de un lado a otro hasta que —mucho tiempo después— sus sollozos amainaron y se trasformaron en espasmos irregulares del pecho y en moqueos. Cuando la miró, dormía con la mejilla apoyada sobre su hombro.

La depositó sobre el sofá y fue a coger el teléfono de la cocina y llamó a Quincey.

Quincey no quería hablar. En ese año 1975 trabajaba para una gran compañía de la industria aeronáutica, y en las notas que acompañaban cada una de las tarjetas anuales de Navidad que enviaba a los McGee describía humorísticamente su cargo como el de Vicepresidente Encargado de Lavados de Cerebro. Cuando los hombres que fabricaban aviones tenían problemas, debían ir a ver a Quincey. Éste los ayudaba a resolver dichos problemas —sentimientos de alienación, crisis de identidad, quizá sólo una impresión de que sus tareas los deshumanizaban— y evitaba que éstos volvieran a la línea de montaje y metieran el ramache donde debía ir el remache y así los aviones no se estrellarían y continuarían sirviendo a la democracia con el máximo de seguridad. Por ello Quincey ganaba treinta y dos mil dólares anuales, diecisiete mil más que Andy. «Y no me siento nada culpable —había escrito—. Considero que les cobro poco por mantener a flote a los Estados Unidos casi sin ayuda de terceros.»

Así era Quincey, sardónico y divertido como siempre. Pero no se mostró ni sardónico ni divertido aquel día en que Andy le telefoneó desde Ohio mientras su hija dormía en el sofá y el olor del osito quemado y la alfombra chamuscada le cosquilleaba las fosas nasales.

—He oído rumores —dijo Quincey finalmente, cuando comprendió que Andy no lo dejaría en paz si no averiguaba algo—. Pero a veces los demás escuchan lo que hablas por teléfono, amigo. Vivimos en la era de Watergate.

—Estoy asustado —confesó Andy—. Vicky está asustada. Y Charlie también lo está. ¿Qué rumores has oído, Quincey?

—Erase que se era un experimento en el que participaron doce personas —respondió Quincey—. Hace aproximadamente seis años. ¿Lo recuerdas?

—Lo recuerdo —asintió Andy hoscamente.

—No quedan muchas de esas doce personas. Según las últimas noticias que tuve quedaban cuatro. Y dos de ellas se casaron la una con la otra.

—Sí —murmuró Andy, pero sintió que dentro de él crecía el pánico. ¿Sólo quedaban cuatro? ¿A qué se refería Quincey?

—Me han contado que una de ellas puede doblar llaves y cerrar puertas sin tocarlas. —La voz de Quincey, aguda, llegaba después de recorrer tres mil kilómetros de cables telefónicos y después de pasar por conmutadores, relevadores y cajas de empalme sembrados a lo largo de Nevada, Idaho, Colorado, Iowa. Un millón de lugares donde podían captar clandestinamente la voz de Quincey.

—¿Sí? —preguntó, esforzándose por conservar un tono sereno. Y pensó en Vicky, que a veces podía encender la radio o apagar el televisor sin acercarse a la una o el otro… y aparentemente Vicky ni siquiera se daba cuenta de lo que hacía.

—Oh, sí, de veras —prosiguió Quincey—. Es… ¿cómo decirlo?… un caso documentado. Cuando hace esas cosas con demasiada frecuencia le duele la cabeza, pero puede hacerlas. Lo tienen encerrado en una habitación pequeña con una puerta que no puede abrir y una cerradura que no puede forzar. Lo someten a pruebas. Dobla llaves. Cierra puertas. Y según me han dicho, está casi loco.

—Oh… válgame… Dios —musitó Andy débilmente.

—Forma parte del esfuerzo encaminado a preservar la paz, así que no importa que se vuelva loco —añadió Quincey—. Él enloquece para que doscientos veinte millones de norteamericanos podamos vivir seguros y libres. ¿Entiendes?

—Sí —susurró Andy.

—¿Y qué ha pasado con los dos que se casaron? Nada. Hasta donde ellos saben. Viven plácidamente en un tranquilo Estado del interior de los Estados Unidos, como Ohio. Quizá los investiguen una vez por año. Sólo para averiguar si hacen algo parecido a doblar llaves o cerrar puertas sin tocarlas o si montan un divertido número de clarividencia en la feria local a beneficio de la Campaña contra la Distrofia Muscular. Es una suerte que esos dos no puedan hacer nada semejante, ¿no te parece, Andy?

Andy cerró los ojos y aspiró el olor de tela quemada. A veces Charlie abría la puerta de la nevera, espiaba en su interior y después volvía a alejarse a gatas. Y si Vicky estaba planchando, miraba la puerta de la nevera y ésta se cerraba nuevamente… siempre sin que ella se diera cuenta de que hacía algo raro. Esto ocurría a veces. Y otras veces no parecía dar resultado, y entonces dejaba de planchar e iba a cerrar la puerta de la nevera personalmente (o a apagar la radio, o a apagar el televisor). Vicky no doblaba llaves ni leía el pensamiento ni volaba ni provocaba incendios ni predecía el futuro. A veces podía cerrar una puerta desde el otro extremo de la habitación, y nada más. A veces, Andy notaba que después de haber realizado varias de estas operaciones, Vicky se quejaba de que le dolía la cabeza o de que tenía un trastorno gástrico, y él no sabía si ésta era una reacción física o una especie de advertencia susurrada por su inconsciente. Su capacidad para realizar estas operaciones quizá se reforzaba un poco durante los días de la menstruación. Eran hechos minúsculos, y tan esporádicos, que Andy había terminado por considerarlos normales. En cuanto a él… bueno, él podía empujar a la gente. Eso no tenía un nombre verdadero. Quizá el más parecido era autohipnosis. Y no podía hacerlo a menudo, porque le producía jaquecas. Durante la mayor parte del tiempo podía olvidar por completo que no era totalmente normal y que realmente nunca lo había sido desde la experiencia vivida en el Aula 70 del Pabellón Jason Gearneigh.

Cerró los ojos y sobre la pantalla oscura del interior de sus párpados vio la mancha de sangre en forma de coma y las palabras desprovistas de significado COR OSUM.

—Sí, es una suerte —continuó Quincey, como si Andy hubiera asentido—. Porque si no fuera así podrían meterlos en dos pequeñas habitaciones y podrían hacerlos trabajar las veinticuatro horas del día en beneficio de la seguridad y la libertad de doscientos veinte millones de norteamericanos.

—Es una suerte —confirmó Andy.

—Esas doce personas… —reflexionó Quincey—. Quizá les administraron a las doce una droga que no entendían del todo. Es posible que alguien, un científico loco, los haya engañado deliberadamente. O quizás él creía que los estaba engañando, y ellos lo manipulaban deliberadamente. Eso no importa.

—No.

—Así que les administraron esta droga, y a lo mejor les modificó un poco los cromosomas. Un poco o mucho. Quién sabe. Y quizá dos de esas personas se casaron y resolvieron tener un bebé y tal vez el bebé heredó algo más que los ojos de ella y la boca de él. ¿No crees que a ellos les interesaría esa criatura?

—Ya lo creo que sí —respondió Andy, ahora tan asustado que le resultaba difícil hablar. Ya había decidido no contarle a Vicky que había telefoneado a Quincey.

—Es como cuando tienes limón, y eso está bien, y tienes merengue, y eso está bien, igualmente, pero cuando los mezclas, tienes… un sabor totalmente nuevo. Apuesto a que ellos querrían saber qué es exactamente lo que puede hacer esa criatura. Tal vez sólo querrían llevársela y encerrarla en una pequeña habitación y comprobar si esto puede ayudarlos a salvar el mundo para la democracia. Y creo que no quiero agregar nada más, muchacho, excepto esto: sé discreto.