21

Tres minutos después Charlie estaba apoyada contra él, somnolienta, mientras Andy miraba cómo Jim Paulson seguía hasta un restaurante cerrado, daba media vuelta, y después pasaba nuevamente frente a ellos rumbo a la carretera. Andy alzó la mano. Paulson alzó la suya, devolviendo el saludo. Una vieja furgoneta Ford con las Mil y Una Noches pintadas sobre el costado de la carrocería: genios y grandes visires y una alfombra mística, flotante. Ojalá California te trate bien, muchacho, pensó Andy, y después los dos se encaminaron a pie hacia el Slumberland Motel.

—Quiero que esperes afuera donde no te vea nadie —dijo Andy—. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, papá. —Su voz sonó muy aletargada.

La dejó junto a un arbusto, se dirigió a la oficina y tocó el timbre. Al cabo de unos dos minutos apareció un hombre de edad mediana, vestido con un batín, frotando sus gafas. Abrió la puerta y dejó entrar a Andy, sin pronunciar una palabra.

—¿Puedo ocupar la última unidad de la izquierda? —preguntó Andy—. Aparqué allí.

—A esta altura del año podría ocupar toda el ala izquierda, si quisiera —respondió el portero de noche, y al sonreír mostró una dentadura postiza amarillenta que le llenaba la boca. Le entregó a Andy una tarjeta impresa y un bolígrafo con un anuncio de artículos de oficina. Afuera pasó un coche, unas luces silenciosas que se intensificaron y después se eclipsaron.

Andy firmó con el nombre de Bruce Rozelle al pie de la tarjeta. Bruce pilotaba un Vega 1978, matrícula de Nueva York LMS 240. Miró un momento el espacio donde se leía ORGANIZACION/COMPAÑIA, y después, con un rapto de inspiración (tanta como le permitía su cabeza dolorida), escribió United Vending Company of America, una cadena de máquinas expendedoras automáticas. Y tildó la palabra EFECTIVO en la columna de formas de pago.

Afuera pasó otro coche.

El portero garabateó sus iniciales en la tarjeta y la archivó.

—Son diecisiete dólares con cincuenta.

—¿Le molesta que le pague con monedas? —preguntó Andy—. No tuve oportunidad de cambiarlas y arrastro diez kilos de metálico conmigo. Aborrezco estos recorridos de recaudación por el interior.

—Todo el dinero es igual a la hora de gastarlo. No me molesta.

—Gracias.

Andy metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, apartó con los dedos el billete de cinco dólares, y sacó un puñado de monedas de veinticinco, diez y cinco centavos. Contó catorce dólares, sacó más cambio, y completó la diferencia. El portero había estado clasificando pulcramente las monedas en pilas, y al fin las barrió dentro de los compartimientos apropiados del cajón donde guardaba el dinero.

—¿Sabe una cosa? —exclamó, mientras cerraba el cajón y miraba esperanzado a Andy—. Le devolveré cinco dólares si consigue repararme la máquina expendedora de cigarrillos. Hace una semana que no funciona.

Andy se acercó a la máquina, que se levantaba en un rincón, fingió estudiarla y después volvió al mostrador.

—No es de nuestra marca —se disculpó.

—Mierda. Está bien. Buenas noches, compañero. En el armario encontrará otra manta, si la necesita.

—Estupendo.

Salió. La grava crujía bajo sus pies, en un sonido espantosamente amplificado. Se acercó al arbusto donde había dejado a Charlie y no la encontró.

—¿Charlie?

No obtuvo respuesta. Pasó de una mano a otra la llave de la habitación, unida a una larga plancha de plástico. Ambas manos estaban súbitamente empapadas en transpiración.

—¿Charlie?

Nada. Recapacitó y entonces le pareció que el coche que había pasado por allí mientras él firmaba la ficha de registro había reducido la velocidad. Quizás había sido un coche verde.

Los latidos de su corazón se aceleraron, acribillando su cráneo con punzadas de dolor. Intentó preguntarse qué haría si Charlie había desaparecido, pero no podía pensar. Le dolía demasiado la cabeza. El…

Desde detrás de los arbustos le llegó un ronquido apagado resollante, que él conocía muy bien. Corrió en esa dirección, y sus zapatos hicieron volar la grava. Las ramas rígidas le rasparon las piernas y le engancharon los faldones de la chaqueta de pana.

Charlie estaba tumbada de costado sobre el borde del prado del motel, con las rodillas recogidas casi hasta el mentón y las manos entre ellas. Profundamente dormida. Andy permaneció un momento inmóvil, con los ojos cerrados, y después la zarandeó hasta despertarla.

Esperaba que fuera la última vez que tenía que despertarla esa noche. Esa noche larga, muy larga.

Charlie agitó los párpados y enseguida lo miró.

—¿Papá? —musitó, con voz confusa, aún parcialmente sumida en sus sueños—. Me escondí como dijiste.

—Lo sé, cariño. Lo sé, Ven. Vamos a la cama.