19

La furgoneta pasó de largo, despidiendo una ráfaga de aire fresco… y entonces sus luces de freno se encendieron y viró hacia el carril de desaceleración unos cincuenta metros más adelante.

—Gracias a Dios —murmuró Andy—. Déjame hablar a mí, Charlie.

—Está bien, papá. —Su voz sonó apática. Habían vuelto a aparecerle las ojeras. La furgoneta daba marcha atrás mientras caminaban hacia ella. Andy sentía la cabeza como si fuera un globo superpesado que se estuviera hinchando lentamente.

Había una visión de las Mil y Una Noches pintada sobre el costado de la carrocería: califas, doncellas ocultas tras velos de gasa, una alfombra que flotaba místicamente en el aire. Sin duda, la alfombra pretendía ser roja, pero a la luz de las lámparas de sodio de la autopista tenía el color marrón oscuro de la sangre en proceso de coagulación.

Andy abrió la portezuela para pasajeros e izó a Charlie al interior. La siguió.

—Gracias, señor —dijo—. Nos ha salvado la vida.

—El gusto es mío —respondió el conductor—. Hola, pequeña desconocida.

—Hola —contestó Charlie con un hilo de voz.

El conductor miró el espejo retrovisor, avanzó por el carril de desaceleración aumentando progresivamente la velocidad, y luego se introdujo en el carril de tránsito. Andy miró por encima de la cabeza ligeramente inclinada de Charlie, y experimentó un acceso de remordimiento: el conductor pertenecía exactamente a la categoría de jóvenes frente a los cuales el mismo Andy siempre pasaba de largo cuando los veía plantados sobre el margen de la carretera con el pulgar extendido. Alto pero flaco, con una espesa barba negra que le caía en ondas hasta el pecho y un gran sombrero de fieltro que parecía sacado del vestuario de una película sobre campesinos pendencieros de Kentucky. De la comisura de la boca le colgaba un cigarrillo que parecía liado a mano, del cual se desprendía una espiral de humo. Un simple cigarrillo, a juzgar por el olor. No era el aroma dulzón del cannabis.

—¿A dónde se dirige, amigo?

—Voy a dos ciudades más adelante —respondió Andy.

—¿A Hastings Glen?

—Precisamente.

El conductor hizo un ademán de asentimiento.

—Supongo que huye de alguien.

Charlie se puso tensa y Andy le apoyó la mano sobre la espalda para apaciguarla, y la masajeó suavemente hasta que sintió que se relajaba. No había captado ningún tono de amenaza en la voz del conductor.

—Había un alguacil en el aeropuerto —murmuró.

El conductor sonrió, y la sonrisa quedó casi oculta tras la barba hirsuta. Se quitó el cigarrillo de la boca y se lo ofreció delicadamente al viento que succionaba justo fuera de la ventanilla de ventilación parcialmente abierta. La corriente de aire se lo tragó.

—Supongo que se trata de algo relacionado con la pequeña desconocida —comentó.

—No está muy equivocado —dijo Andy.

El conductor se quedó callado. Andy se arrellanó en el asiento y procuró lidiar con su jaqueca. Parecía haberse estabilizado en un último apogeo aullante. ¿Antes había sido alguna vez tan intensa? Era imposible saberlo. Cada vez que se excedía en el esfuerzo, parecía peor que nunca. Dejaría pasar un mes antes de atreverse a usar nuevamente el empuje. Sabía que dos ciudades más adelante no estarían suficientemente lejos, pero era todo lo que podía hacer esa noche. Había llegado al límite de sus fuerzas. Tendría que conformarse con Hastings Glen.

—¿A quién eligió, amigo? —preguntó el conductor.

—¿Eh?

—En la Serie. Los San Diego Padres en la Serie Mundial… ¿qué le parece?

—Sensacional —asintió Andy. Su voz procedía desde muy lejos y sonaba como una campana repicando bajo el mar.

—¿Se siente bien, amigo? Está muy pálido.

—Me duele la cabeza —contestó Andy—. Una jaqueca.

—Demasiada tensión —comentó el conductor—. Lo entiendo. ¿Se alojará en un hotel? ¿Necesita dinero? Puedo facilitarle cinco dólares. Ojalá pudiera ofrecerle más, pero viajo rumbo a California y debo andar con tiento. Como Jads en Viñas de ira.

Andy sonrió amablemente.

—Creo que podemos arreglarnos con lo que tenemos.

—Estupendo. —Miró a Charlie, que se había adormecido—. Es una linda cría, amigo. ¿Cuida de ella?

—Lo mejor que puedo.

—Así me gusta —dijo el conductor—. Esa es la consigna.