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Cinco días más tarde Andy arrastró a Vicky Tomlinson hasta el Pabellón Jason Geameigh, muy contra la voluntad de ella. Vicky ya había resuelto que no quería volver a pensar nunca en el experimento, Había recogido su cheque de doscientos dólares extendido por el Departamento de Psicología, lo había ingresado en el banco y deseaba olvidar cómo lo había conseguido.

El la persuadió de que debía acompañarlo, utilizando una elocuencia que no creía poseer. Entraron aprovechando el cambio de clases de las tres menos diez. El carillón de la capilla Harrison tañía en el aire aletargado de mayo.

—En plena luz del día no puede ocurrimos nada —afirmó él, sin aclarar, ni siquiera para sus adentros, qué era exactamente lo que podía infundirle miedo—. NO, cuando nos rodean docenas de personas.

—Sencillamente no quiero ir —protestó ella, pero fue.

Dos o tres chicos salían de la sala de conferencias con libros bajo el brazo. El resplandor del sol pintaba las ventanas con un tono más prosaico que el del polvo de diamantes de la luna, que recordaba Andy. Cuando entraron Andy y Vicky, los siguieron algunos otros que se dirigían al seminario de biología de las tres. Uno de sus casuales acompañantes empezó a hablar parsimoniosa y seriamente a otros dos acerca de una manifestación contra los cuerpos de entrenamiento de oficiales de reserva que se organizaría durante el fin de semana. Ninguno de ellos prestó la menor atención a Andy y Vicky.

—Está bien —dijo Andy, con voz pastosa y nerviosa—. A ver qué opinas.

Tiró de la anilla oscilante y desenrolló el gráfico. Se encontraron con la imagen de un hombre desnudo y desollado, con los órganos rotulados. Sus músculos parecían madejas entrelazadas de estambre rojo. Un chistoso lo había bautizado Osear el Cascarrabias.

—¡Jesús! —exclamó Andy.

Ella le cogió del brazo con una mano recalentada por la transpiración nerviosa.

—Andy. Por favor, salgamos de aquí. Antes de que alguien nos reconozca.

Sí, estaba dispuesto a irse. El hecho de que hubieran cambiado el gráfico lo asustaba, por alguna razón, más que todo lo demás. Tiró bruscamente de la anilla y la soltó. Produjo el mismo restallido al enrollarse.

Otro gráfico. El mismo ruido. Doce años más tarde aún podría oír el ruido que hacía… cuando se lo permitía el dolor de cabeza. Después de aquel día nunca volvió a entrar en el Aula 70 del Pabellón Jason Gearneigh, pero estaba familiarizado con el ruido.

Lo oía frecuentemente en sueños… y veía esa mano implorante, que se ahogaba, ensangrentada.