Andy echó a andar a través del campus después de dejar a Vicky en su residencia, y se encaminó hacia la carretera donde haría autostop para volver a la ciudad. Aunque sólo lo sentía lánguidamente contra el rostro, el viento de mayo soplaba con fuerza entre los olmos que bordeaban la explanada, como si un río invisible corriera por el aire justo sobre su cabeza, un río del cual sólo captaba las ondas más débiles y lejanas.
El Pabellón Jason Gearneigh se levantaba en su trayecto, y se detuvo frente a su oscura mole. Los árboles coronados por el nuevo follaje danzaban sinuosamente en torno, en la corriente invisible del río de viento. Un escalofrío le bajó por la columna vertebral y se asentó en su estómago, congelándolo un poco. Tiritó a pesar de que la noche era cálida. Una luna grande como un dólar de plata se deslizaba entre los bancos de nubes, cada vez mayores… barcazas doradas que corrían delante del viento, navegando sobre ese tenebroso río de aire. La luna se reflejaba sobre las ventanas del edificio, y las hacía refulgir como ojos inexpresivos y desagradables.
Allí dentro ocurrió algo —pensó—. Algo más que lo que nos informaron o nos indujeron a prever. ¿Qué fue?
Volvió a ver mentalmente aquella mano de ahogado, ensangrentada… pero esta vez la vio golpeando el gráfico, dejando una mancha de sangre en forma de coma… y después vio cómo el gráfico se enrollaba con un tableteo, con un chasquido.
Se encaminó hacia el edificio. Qué locura. No te dejarán entrar en un aula cuando son más de las diez de la noche. Y…
Y tengo miedo.
Si. Eso era. Demasiados recuerdos incompletos, inquietantes. Era demasiado fácil autoconvencerse de que sólo habían sido fantasías. Vicky ya estaba próxima a lograrlo. Un sujeto de la prueba se arranca los ojos. Una mujer grita que desea estar muerta, que estar muerta sería mejor que eso, aunque implicara irse al infierno y arder eternamente. Otro sufre un paro cardíaco y lo quitan de en medio con escalofriante pericia profesional. Porque, seamos sinceros, viejo Andy, pensar en la telepatía no te asusta. Lo que te asusta es pensar que pudo haber ocurrido alguna de esas cosas.
Subió hasta las grandes puertas de dos hojas, con un repiqueteo de tacones, y comprobó que estaban cerradas con llave. Del otro lado se veía el vestíbulo desierto. Andy golpeó, y cuando vio que alguien salía de entre las sombras casi echó a correr. Casi echó a correr porque el rostro que asomaría de esas sombras fluctuantes sería el de Ralph Baxter, o el de un hombre alto con una melena rubia que le caía hasta los hombros y con una cicatriz en el mentón.
Pero no fue el uno ni el otro. El hombre que se acercó a las puertas del vestíbulo e hizo girar la llave para abrirlas y asomó su rostro malhumorado era un típico vigilante de la Universidad: de unos sesenta años, mejillas y frente arrugadas, ojos azules recelosos y aguachentos por el exceso de alcohol. Llevaba un gran reloj registrador prendido al cinturón.
—¡El edificio está cerrado! —exclamó.
—Lo sé —contestó Andy—, pero participé en el experimento del Aula Setenta que terminó esta mañana y…
—¡Eso no importa! ¡Los días de la semana el edificio cierra a las nueve de la noche! ¡Vuelva mañana!
—… y creo que he dejado mi reloj dentro —prosiguió Andy. No tenía reloj—. ¿Eh, qué me dice? Nada más que una ojeada rápida.
—No se lo puedo permitir —respondió el hombre, pero de pronto pareció extrañamente inseguro de sí mismo.
Sin pensarlo dos veces, Andy dijo en voz baja:
—Claro que puede. Me limitaré a echar una ojeada y después no lo molestaré más. Ni siquiera recordará que estuve aquí, ¿de acuerdo?
Una súbita sensación rara en su cabeza: fue como si hubiera tanteado y empujado a ese viejo vigilante, pero con la cabeza y no con las manos. Y el vigilante retrocedió dos o tres pasos, vacilando, y soltó la puerta.
Andy entró, un poco preocupado. Experimentó un repentino dolor lancinante en la cabeza, pero luego se redujo a una ligera palpitación que desaparecería al cabo de media hora.
—Oiga, ¿se encuentra bien? —le preguntó al vigilante.
—¿Cómo? Claro que me encuentro bien. —El recelo del vigilante se había esfumado. Le sonrió a Andy con franca cordialidad—. Suba y busque su reloj, si quiere. No corre prisa. Probablemente ni siquiera recordaré que usted está aquí.
Y se alejó parsimoniosamente.
Andy lo miró con expresión incrédula y después se frotó distraídamente la frente, como si quisiera mitigar el ligero dolor que palpitaba allí. En nombre de Dios, ¿qué le había hecho a ese pobre infeliz? Algo le había hecho, de eso estaba seguro.
Dio media vuelta, llegó hasta la escalera y empezó a subir. El pasillo de arriba estaba sumido en sombras y era angosto. Experimentó una acuciante sensación de claustrofobia que pareció cortarle a medias la respiración como un dogal invisible. Allí arriba, el edificio se había metido en el río de viento, y el aire resbalaba bajo los aleros con un chillido agudo. El Aula 70 tenía dos puertas de dos hojas, cuyas mitades superiores eran unos cuadriláteros de vidrio esmerilado, opaco. Andy se detuvo frente a ellas, escuchando cómo el viento circulaba por los viejos canalones y los desagües, haciendo rechinar las hojas herrumbrosas de los años muertos. El corazón le retumbaba violentamente en el pecho.
Casi volvió sobre sus pasos. De pronto, le pareció más fácil no saber, olvidarlo todo. Después estiró la mano y cogió uno de los pomos, diciéndose que igualmente no tenía por qué preocuparse. La puerta estaría cerrada con llave y al diablo con todo.
Pero no lo estaba. El pomo giró sin dificultad. La puerta se abrió.
El recinto estaba vacío, iluminado sólo por la luna que se filtraba espasmódicamente entre las ramas de los viejos olmos que se agitaban. La luz le bastó para comprobar que habían quitado las camillas. Habían borrado y lavado la pizarra. El gráfico estaba enrollado como una persiana, y lo único que colgaba era la anilla que servía para desenrollarlo. Andy se acercó al gráfico, y al cabo de un momento estiró la mano, ligeramente trémula, y tiró hacia abajo.
Los cuadrantes del cerebro. La mente humana exhibida y fraccionada como una res en el diagrama de un carnicero. El solo ver la imagen le produjo aquella sensación psicodélica, como si le hubieran administrado una descarga de ácido. Eso no tenía nada de divertido. Era nauseabundo, y se le escapó un gemido de la garganta, tan frágil como el hilo de plata de una tela de araña.
La mancha de sangre estaba allí, una coma negra a la luz inquieta de la luna. Una leyenda impresa que indudablemente había rezado CORPUS CALLOSUM antes del experimento del fin de semana, rezaba ahora COROSUM, interrumpida por la mancha en forma de coma.
Algo tan insignificante.
Algo tan descomunal.
Se quedó plantado en la oscuridad, mirando, y empezó realmente a temblar. ¿Qué confirmaba esto? ¿Un poco? ¿Casi todo? ¿Todo? ¿Nada de lo precedente?
Oyó un ruido detrás de él o creyó oírlo: el chirrido sigiloso de un zapato.
Sus manos se dispararon violentamente y una de ellas azotó el gráfico con el mismo y espantoso ruido restallante. Volvió a enrollarse con un tableteo, tétricamente fuerte en ese recinto semejante a un foso negro.
Un golpe repentino en la ventana del fondo, espolvoreada por la luna. Una rama, o quizás unos dedos muertos veteados de sangre y tejidos. Déjame entrar olvidé mis ojos ahí adentro oh déjame entrar déjame entrar…
Giró en un sueño de cámara lenta, un sueño en slomo, abrumadoramente convencido de que sería ese chico, un espíritu con una túnica blanca, con unos agujeros negros chorreantes donde había tenido los ojos. Su corazón era algo vivo atascado en su garganta.
Allí no había nadie.
Allí no había nada.
Pero tenía miedo y cuando la rama reanudó su golpeteo implacable, huyó, sin molestarse en cerrar la puerta del aula a sus espaldas. Corrió por el angosto pasillo y de pronto unas pisadas lo siguieron realmente, el eco de las suyas propias. Bajó los escalones de dos en dos y así llegó de nuevo al vestíbulo, jadeando, con la sangre martilleándole las sienes. El aire que circulaba por su garganta pinchaba como heno segado.
No vio al vigilante por ninguna parte. Salió, cerró una de las grandes puertas de cristal del vestíbulo detrás de él, y se deslizó por el sendero que conducía al parque, como el fugitivo que llegaría a ser más adelante.