Esa noche Andy y Vicky cotejaron sus alucinaciones, sentados en un sofá de una de las salas más pequeñas del Club de estudiantes.
Vicky no recordaba lo que a él más lo preocupaba: aquella mano ensangrentada que se agitaba fláccidamente sobre el círculo de batas blancas, que golpeaba el gráfico, y que después desaparecía. Andy no recordaba lo que a ella le había impresionado más vívidamente: un hombre de larga cabellera rubia había montado una mesa plegable junto a la camilla de Vicky, justo a la altura de sus ojos. Había alineado sobre la mesa una hilera de grandes fichas de dominó y había dicho: «Dales la vuelta, Vicky. Dales la vuelta a todas.» Y ella había levantado la mano para empujarlas, porque deseaba complacerlo, y el hombre había vuelto a colocarle las manos sobre el pecho, empujándolas cortés pero enérgicamente. «No necesitas usar las manos, Vicky —había explicado—. Limítate a darles la vuelta.» Entonces ella había mirado las fichas y éstas habían caído, una tras otra. Aproximadamente doce, en total.
—La prueba me dejó exhausta —le confesó a Andy, con esa sonrisita suya, sesgada—. Y no sé por qué se me ocurrió la idea de que estábamos discutiendo la situación de Vietnam. Por ello hice más o menos el siguiente comentario: «Sí, esto demuestra que es correcta la teoría de que si Vietnam del Sur cae en poder de los comunistas, los países vecinos también caerán como las fichas del dominó.» Y el hombre sonrió y me palmeó las manos y murmuró: «¿Por qué no duermes un poco, Vicky? Debes de estar cansada.» Y eso fue lo que hice. Dormir. —Meneó la cabeza—. Pero ahora no me parece en absoluto real. Pienso que lo he inventado todo o que engendré una alucinación en torno de una prueba perfectamente normal. ¿No recuerdas haberlo visto, verdad? Un tipo alto, con el cabello rubio que le caía hasta los hombros y una pequeña cicatriz en el mentón.
Andy hizo un ademán negativo con la cabeza.
—Pero aún no entiendo cómo pudimos compartir algunas fantasías idénticas —comentó Andy—, a menos que se trate de una droga que es telepática además de alucinógena. Sé que se ha hablado de eso durante los últimos años… la hipótesis parece consistir en que si los alucinógenos pueden intensificar la percepción… —Se encogió de hombros, y después sonrió—. ¿Carlos Castañeda, dónde estás cuando te necesitamos?
—¿No es más probable que hayamos discutido sencillamente la misma fantasía y que después nos hayamos olvidado de ello? —inquirió Vicky.
Andy admitió que eso era muy posible, pero igualmente se sentía perturbado por toda aquella experiencia. Había sido, como se dice, un mal viaje.
Andy se armó de valor y dijo:
—De lo único que estoy verdaderamente seguro es de que creo que he empezado a enamorarme de ti, Vicky.
Ella esbozó una sonrisa nerviosa y lo besó en la comisura de los labios.
—Eso es muy hermoso, Andy, pero…
—Pero me tienes un poco de miedo. Se lo tienes a todos los hombres en general, tal vez.
—Tal vez.
—Lo único que te pido es una oportunidad.
—La tendrás —asintió Vicky—. Me gustas, Andy. Me gustas mucho. Pero, por favor, recuerda que me asusto. A veces sencillamente… me asusto.
Vicky intentó encogerse ligeramente de hombros, pero su ademán se trocó en algo parecido a un estremecimiento.
—Lo recordaré —respondió Andy, y la rodeó con los brazos y la besó.
Después de una breve vacilación, ella le devolvió el beso.