13

Salió del letargo poco a poco. La música de Rachmaninoff se había acallado… si es que había existido alguna vez. Vicky dormía plácidamente en la camilla contigua, con las manos cruzadas entre los pechos: las manos sencillas de una criatura que se ha dormido después de recitar sus oraciones nocturnas. Andy la miró y simplemente se dio cuenta de que en algún momento se había enamorado de ella. Era un sentimiento profundo y completo, por encima (y por debajo) de toda duda.

Después de un rato miró en torno. Varias camillas estaban vacías. Quedaban cinco sujetos de la prueba en el recinto. Algunos dormían. Uno estaba sentado en su camilla y un asistente diplomado —un auténtico asistente diplomado que tal vez tenía veinticinco años— lo interrogaba y tomaba notas en un bloc. Aparentemente, el sujeto dijo algo gracioso porque ambos se rieron… en ese tono bajo, considerado, que uno emplea cuando hay gente dormida alrededor.

Andy se sentó e hizo un inventario de sí mismo. Se sentía bien. Intentó sonreír y pudo hacerlo sin ningún problema. Sus músculos estaban apaciblemente yuxtapuestos. Se sentía animado y despejado, con todos los sentidos finamente aguzados y misteriosamente inocentes. Recordaba haberse sentido así en su infancia, cuando se despertaba el sábado por la mañana con la certeza de que su bicicleta estaba montada sobre su caballete, en el garaje, y que tenía todo el fin de semana por delante como un parque de atracciones onírico donde todos los juegos eran gratuitos.

Uno de los asistentes diplomados se acercó y le preguntó:

—¿Cómo te sientes, Andy?

Andy lo miró. Era el mismo tipo que lo había pinchado… ¿cuándo? ¿Hacía un año? Se frotó la mejilla con la palma de la mano y oyó el áspero susurro de la barba incipiente.

—Me siento como Rip van Winkle —comentó. El asistente sonrió.

—Han sido sólo cuarenta y ocho horas, y no veinte años. De veras, ¿cómo te sientes?

—Bien.

—¿Normal?

—Suponiendo que sabemos lo que significa esta palabra, sí. Normal. ¿Dónde está Ralph?

—¿Ralph? —El asistente arqueó las cejas.

—Sí. Ralph Baxter. Aproximadamente treinta y cinco años. Corpulento. Rubio.

El asistente diplomado sonrió.

—Lo soñaste —dijo.

Andy lo escrutó dubitativamente.

—¿Qué es lo que hice?

—Lo soñaste. Fue una alucinación. El único Ralph que conozco y que está relacionado de alguna manera con las pruebas del Lote Seis es un representante de Dartan Pharmaceutical que se llama Ralph Steinham. Tiene más o menos cincuenta y cinco años.

Andy miró al asistente durante largo rato, sin pronunciar una palabra. ¿Ralph había sido una ilusión? Bueno, quizá. Ciertamente, tenía todos los elementos paranoides propios de un sueño inducido por la droga. Había pensado que Ralph era una especie de agente secreto que había asesinado a toda clase de personas, según creía recordar. Esbozó una tenue sonrisa. El asistente diplomado le devolvió la sonrisa… quizá con demasiada prontitud, pensó Andy. ¿O esto también era un rapto de paranoia? Seguramente lo era.

El chico que había estado sentado y hablando cuando Andy se había despertado salía ahora del recinto, acompañado y bebiendo un vaso de zumo de naranja. El vaso era de papel.

—¿A nadie le pasó nada malo, verdad? —inquirió Andy cautelosamente.

—¿Nada malo?

—Bueno… ¿nadie tuvo una convulsión, verdad? O…

El asistente se inclinó hacia adelante, con expresión preocupada.

—Oye, Andy, no vayas a comenzar a difundir rumores. Eso sería fatal para el programa de investigaciones del doctor Wanless. El próximo semestre probaremos los Lotes Siete y Ocho y…

—¿Pasó algo?

—Un chico tuvo una reacción muscular, leve pero muy dolorosa —explicó el asistente—. Duró menos de quince minutos y no produjo ninguna lesión. Pero aquí impera una atmósfera de caza de brujas. Quieren terminar con el servicio militar, quieren proscribir los cuerpos de entrenamiento de oficiales de reserva, quieren expulsar a los reclutadores de ejecutivos de la Dow Chemical porque fabrica napalm… La gente exagera, y a mí me parece que ésta es una investigación muy importante.

—¿Quién era el tipo?

—Ya sabes que no te lo puedo decir. Lo único que te pido es que tengas la gentileza de recordar que estabas bajo los efectos de un alucinógeno débil. No mezcles las fantasías que te inspiró la droga con la realidad, y no difundas después esa combinación.

—¿Acaso me lo permitirían?

El asistente pareció azorado.

—No veo cómo podrían impedírtelo. Todo programa de experimentos realizado en la Universidad está a merced de los voluntarios. Por doscientos roñosos dólares difícilmente podríamos pretender que firmes un juramento de lealtad, ¿no te parece?

Andy se sintió aliviado. Si ese tipo mentía, lo hacía prodigiosamente bien. Todo había sido una sucesión de alucinaciones. Y Vicky empezaba a moverse en la camilla vecina.

—¿Y ahora qué dices? —prosiguió el asistente, sonriendo—. Creo que se supone que soy yo quien debo formular las preguntas.

Y las formuló. Cuando Andy terminó de contestarlas, Vicky estaba totalmente despierta, tenía un aspecto descansado, sereno y radiante, y le sonreía. Las preguntas fueron minuciosas. Muchas de ellas eran las que al mismo Andy se le habría ocurrido formular.

¿Entonces, por qué tenía la sensación de que sólo se las planteaban para salvar las apariencias?