12

El asistente diplomado ciñó el brazo de Andy con un manguito de goma, justo por encima del codo, y dijo:

—Cierra el puño, por favor.

Andy lo cerró. La vena se hinchó obedientemente. Miró en otra dirección, con un ligero malestar. Le pagaran o no doscientos dólares, no tenía interés en ver cómo le conectaban con el equipo de goteo intravenoso.

Vicky Tomlinson yacía en la camilla contigua, vestida con una blusa blanca sin mangas y unos pantalones de color gris paloma. Ella le sonrió tensamente. Andy volvió a pensar que tenía una hermosa cabellera rojiza que casaba muy bien con sus francos ojos azules… y entonces sintió el pinchazo, seguido de un calor embotado en el brazo.

—Ya está —anunció el asistente, reconfortándolo.

—Ojalá estuvieras tú así —respondió Andy, nada reconfortado. Se hallaban en el aula 70, en el primer piso del Pabellón Jason Gearneigh. Habían instalado una docena de camillas con ruedas, cedidas por la enfermería de la Universidad, y los doce voluntarios estaban recostados sobre almohadas de espuma hipoalérgica, ganándose sus emolumentos. El doctor Wanless no puso en funcionamiento, personalmente, ninguno de los equipos de goteo intravenoso, pero se paseaba entre las camillas, de un lado a otro, con una palabra para cada voluntario y una sonrisita helada en los labios. En cualquier momento empezaremos a comprimirnos, pensó Andy, con mentalidad morbosa.

Wanless había pronunciado un breve discurso cuando estuvieron todos congregados, y lo que había dicho podía sintetizarse así: No temáis. Estáis confortablemente acurrucados en los brazos de la Ciencia Moderna. Andy no tenía mucha fe en la Ciencia Moderna, que había dado al mundo la bomba H, el napalm y el fusil de láser, junto con la vacuna Salk y las gárgaras contra el mal aliento.

Ahora el asistente diplomado hacía algo nuevo. Pellizcaba el tubo del equipo intravenoso.

El goteo intravenoso consistía en una solución de dextrosa en agua al cinco por ciento, había dicho Wanless… lo que él llamaba una solución D5A. Debajo del recodo del tubo de goteo intravenoso asomaba una pequeña pipeta. Si a Andy le tocaba el Lote Seis, se lo administrarían mediante una jeringa a través de la pipeta. Si formaba parte del grupo de control, le administrarían una solución salina normal. Cara o cruz.

Volvió a mirar a Vicky.

—¿Qué tal te encuentras, pequeña?

—Muy bien.

Había llegado Wanless. Se plantó entre los dos mirando primero a Vicky y después a Andy.

—¿Sientes un ligero dolor, verdad? —No tenía ningún tipo de acento, y menos aún el de una región cualquiera de los Estados Unidos, pero construía las oraciones empleando una sintaxis que Andy asociaba con el inglés aprendido como segundo idioma.

—Presión —respondió Vicky—. Una ligera presión.

—¿Sí? Ya pasará. —Sonrió con expresión benévola en dirección a Andy. Enfundado en su bata blanca de laboratorio parecía muy alto. Y sus gafas parecían muy pequeñas. Lo pequeño y lo alto.

—¿Cuándo empezaremos a encoger? —preguntó Andy. Wanless siguió sonriendo.

—¿Sientes que vas a encoger?

—Encogggggger —repitió Andy, con una sonrisa boba. Le estaba sucediendo algo. Santo cielo, se estaba embriagando. Iba a emprender un viaje.

—Todo saldrá bien —prometió Wanless, y su sonrisa se ensanchó. Siguió su marcha. Pasa de largo, jinete, pensó Andy, perplejo. Volvió a mirar a Vicky. ¡Cómo refulgía su cabello! Por alguna razón absurda le recordó el alambre de cobre de la armadura de un motor nuevo… generador… alternador… chacarrachaca…

Se rió en voz alta.

El asistente diplomado, que sonreía tenuemente como si compartiera el chiste, pellizcó el tubo, inyectó otra pequeña dosis del contenido de la jeringa en el brazo de Andy, y volvió a alejarse. Ahora Andy podía mirar el tubo del equipo de goteo. Ya no le inquietaba. Soy un pino —pensó—. Observad mis bellas agujas. Se rió nuevamente.

Vicky le sonreía. Dios, qué guapa era. Quería decirle cuan guapa era, y que su cabellera parecía cobre incandescente.

—Gracias —murmuró ella—. Qué hermoso cumplido.

¿Ella había pronunciado estas palabras? ¿O las había imaginado?

Andy se aferró a los últimos jirones de su lucidez y exclamó:

—Creo que no me ha tocado el agua destilada, Vicky.

—A mí tampoco —asintió ella plácidamente.

—¿Es agradable, verdad?

—Agradable —confesó ella con tono soñador.

En alguna parte alguien gritaba. Balbuceaba histéricamente. Las ondas sonoras subían y caían en ciclos interesantes. Después de lo que pareció una eternidad de contemplación, Andy giró la cabeza para observar qué ocurría. Era interesante. Todo se había vuelto interesante. Todo parecía desarrollarse en cámara lenta, en slow motion. Slomo, como escribía siempre en sus columnas el crítico de cine vanguardista de la Universidad. En esta película, como en otras, Antonioni logra algunos de sus efectos más espectaculares mediante el uso de escenas en slomo. Qué palabra tan interesante, realmente sagaz. Sonaba como una serpiente deslizándose fuera de una nevera. Slomo.

Varios asistentes diplomados corrían en slomo hacia una de las camillas que habían sido colocadas cerca de la pizarra del Aula 70. El chico tumbado en la camilla parecía estar haciendo algo con sus ojos. Sí, desde luego hacía algo con sus ojos, porque tenía los dedos metidos en las cavidades y parecía estar arrancándose los globos oculares. Tenía las manos agarrotadas y de sus ojos manaba sangre. Manaba en slomo. La aguja colgada de su brazo oscilaba en slomo. Wanless corría en slomo. Ahora los ojos del chico tumbado en la camilla parecían huevos escalfados que se hubieran desinflado, observó Andy con espíritu clínico. Claro que sí.

Entonces, todas las batas blancas se congregaron alrededor de la camilla, y ya no pudo ver al chico. Un gráfico colgaba directamente detrás de éste. Mostraba los cuadrantes del cerebro humano. Andy lo contempló con mucho interés durante un rato. Muuuuy interrrresante, como decía Arte Johnson en el programa de TV Laugh-ln.

Una mano ensangrentada se alzó en medio del círculo de batas blancas, como la de un hombre a punto de ahogarse. Los dedos estaban veteados de sangre y de ellos colgaban jirones de tejidos. La mano golpeó el gráfico y dejó una mancha roja, que tenía la forma de una coma enorme. El gráfico se enrolló con un chasquido.

Entonces levantaron la camilla (aún era imposible ver al chico que se había arrancado los ojos) y la sacaron apresuradamente del recinto.

Pocos minutos (¿horas? ¿días? ¿años?) después, uno de los asistentes diplomados se acercó a la camilla de Andy, examinó su dispositivo de goteo, y a continuación le inyectó en la mente otra dosis de Lote Seis.

—¿Cómo te sientes, muchacho? —le preguntó el asistente diplomado, pero por supuesto no era un asistente diplomado, no era un estudiante, ninguno de ellos lo era. Para empezar, este tipo parecía tener alrededor de treinta y cinco años, y ya era un poco veterano para ser un graduado. Además, trabajaba para la Tienda. Andy lo supo repentinamente. Era absurdo, pero lo supo. Y el hombre se llamaba…

Andy lo buscó a tientas, y lo encontró. El hombre se llamaba Ralph Baxter.

Sonrió. Ralph Baxter. Un buen negocio.

—Me siento bien —respondió—. ¿Cómo está ese otro fulano?

—¿Qué otro fulano, Andy?

—El que se arrancó los ojos —contestó Andy serenamente. Ralph Baxter sonrió y palmeó la mano de Andy.

—Vaya alucinación visual, ¿eh, muchacho?

—En verdad no —intervino Vicky—. Yo también lo vi.

—Crees que lo viste —afirmó el asistente diplomado que no era asistente diplomado—. Compartisteis la misma ilusión óptica. Junto a esa pizarra había un tipo que tuvo una reacción muscular… algo así como un calambre. Nada de ojos arrancados. Nada de sangre.

Empezó a alejarse.

—Escucha —dijo Andy—, es imposible compartir la misma ilusión óptica sin una consulta previa. —Se sintió inmensamente listo. La lógica era impecable, incontrovertible. Tenía cogido por las pelotas al viejo Ralph Baxter.

Ralph lo miró sonriendo, sin inmutarse.

—Con esta droga, es perfectamente posible —sentenció—. Volveré dentro de un rato. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, Ralph —asintió Andy.

Ralph se detuvo y volvió hacia la camilla donde yacía Andy. Volvió en slomo. Miró pensativamente a Andy. Éste le devolvió la sonrisa: una sonrisa ancha, boba, drogada. Te tengo, Ralph, viejo hijoputa. Te tengo cogido por las pelotas. De pronto absorbió una plétora de información acerca de Ralph Baxter, toneladas de datos: tenía treinta y cinco años, hacía seis años que prestaba servicios en la Tienda, antes había trabajado dos años para el FBI, había…

Había matado a cuatro personas a lo largo de su carrera, tres hombres y una mujer. Y había violado a la mujer después de matarla. Ella era periodista de Associated Press y se había enterado de…

Ese fragmento no estaba claro. Y no importaba. De pronto, Andy no quiso saber. La sonrisa se borró de sus labios. Ralph Baxter seguía mirándolo y a Andy lo acometió una negra paranoia que recordaba de sus dos viajes anteriores con LSD… pero ésta era más profunda y mucho más alarmante. No entendía cómo podía saber tantas cosas acerca de Ralph Baxter —ni que éste se llamaba así— pero temía muchísimo que si le informaba a Ralph que lo sabía, tal vez desaparecería del Aula 70 del Pabellón Jason Gearneigh con la misma celeridad con que había desaparecido el chico que se había arrancado los ojos. O quizá todo había sido una alucinación. Ahora ya no parecía tan real como antes.

Ralph seguía mirándolo. Empezó a sonreír poco a poco.

—¿Ves? —preguntó en voz baja—. Con el Lote Seis sucede toda clase de fenómenos raros.

Se fue. Andy soltó un lento suspiro de alivio. Miró a Vicky y vio que ésta lo miraba a su vez, con los ojos dilatados y espantados. Ella capta tus emociones —pensó—. Como una radio. ¡Trátala bien! ¡Recuerda que está viajando con esta mierda extraña, cualquiera que sea!

Le sonrió a Vicky, y después de un momento ella le devolvió la sonrisa, ambiguamente. Vicky le preguntó qué era lo que estaba fallando. Él le contestó que no lo sabía, que probablemente no pasaba nada.

(pero no hablamos… ella no mueve la boca)

(¿no la muevo?)

(¿vicky? ¿eres tú?)

(¿esto es telepatía, andy? ¿lo es?)

No lo sabía. Algo era. Dejó que se le cerraran los ojos.

¿Ésos son realmente asistentes diplomados?, le preguntó ella, preocupada. No lo parecen. ¿Es el efecto de la droga, Andy? No lo sé, replicó él, con los ojos aún cerrados. No sé quiénes son. ¿Qué le pasó a ese chico? ¿Al que se llevaron? Andy volvió a abrir los ojos y la miró, pero Vicky meneaba la cabeza. No lo recordaba. A Andy lo azoró y lo desalentó comprobar que también él apenas recordaba. Parecía haber sucedido hacía muchos años. ¿Había tenido un calambre, verdad, aquel tipo? Un espasmo muscular, nada más. Él…

Se había arrancado los ojos.

¿Pero qué importaba eso, realmente?

Una mano que asomaba del círculo de batas blancas, como la de un hombre a punto de ahogarse.

Pero había sucedido hacía mucho tiempo. Más o menos en el siglo XII.

Una mano ensangrentada. Que había golpeado el gráfico. El gráfico se había enrollado con un chasquido.

Sería mejor dejarse llevar por la corriente. Vicky parecía nuevamente preocupada.

De pronto, empezó a brotar música de los altavoces del techo, y eso fue agradable… mucho más agradable que pensar en calambres y globos oculares chorreantes. La música era suave y al mismo tiempo majestuosa. Mucho más tarde Andy decidió (en consulta con Vicky) que se trataba de Rachmaninoff. E incluso después, cada vez que oía a Rachmaninoff, esa música le traía recuerdos pasajeros, oníricos, de aquel lapso interminable, intemporal, que habían pasado en el Aula 70 del Pabellón Jason Gearneigh.

¿En qué medida había sido real y en qué medida había sido una alucinación? Aún después de formularse esta pregunta intermitentemente durante doce años, Andy McGee no había podido contestarla. En determinado momento los objetos habían parecido volar a través del recinto como si soplara un viento invisible: vasos de papel, toallas, la abrazadera del esfigmomanómetro, una andanada letal de bolígrafos y lápices. En otro momento, un poco más tarde (¿o acaso había sido antes? sencillamente no existía una secuencia lineal), uno de los sujetos de la prueba había sufrido una convulsión muscular seguida por un paro cardíaco… o eso le había parecido. Habían hecho esfuerzos frenéticos para resucitarlo mediante la respiración boca a boca, seguida por la inyección de una droga administrada directamente en la cavidad torácica, y finalmente habían empleado un aparato que producía un agudo chirrido y que tenía dos ventosas negras conectadas a unos gruesos cables. Andy creía recordar que uno de los «asistentes diplomados» había rugido: «¡Al máximo! ¡Al máximo! ¡Oh, pásamelos a mí, cretino!»

Durante otro lapso había dormido, entrando y saliendo de un estado de conciencia crepuscular. Habló con Vicky y se contaron sus vidas. Andy le dijo que su madre había muerto en un accidente de coche y que él había pasado el año siguiente con su tía, en un estado de semipostración nerviosa provocada por la aflicción. Ella le confesó que cuando tenía siete años un baby-sitter adolescente había intentado violarla, y que ahora le tenía un miedo espantoso al sexo, y tenía un miedo aún más espantoso de ser frígida, y que era esto más que cualquier otra cosa lo que los había obligado a ella y a su novio a romper las relaciones. El no cesaba de… apremiarla.

Se contaron cosas que un hombre y una mujer sólo se cuentan después de haberse conocido durante años… cosas que a menudo un hombre y una mujer no se cuentan jamás, ni siquiera en el lecho matrimonial a oscuras después de mucho tiempo de vida en común.

¿Pero acaso hablaron?

Andy nunca lo supo.

El tiempo se había detenido pero, quién sabe cómo, trascurrió igualmente.