8

El coche verde llegó aproximadamente quince minutos más tarde y aparcó junto al bordillo amarillo. Se apearon dos hombres, los mismos que habían perseguido a Andy y Charlie hasta el taxi, allá en Manhattan. El conductor permaneció sentado al volante. Se acercó un policía del aeropuerto.

—Aquí no se puede aparcar, señor —anunció—. Si tiene la gentileza de seguir hasta…

—Claro que sí —respondió el conductor. Le mostró su credencial al policía. Este la miró, miró al conductor, y volvió a escudriñar la foto de la credencial.

—Oh —exclamó—. Lo siento, señor. ¿Se trata de algo que debo saber?

—Nada que afecte a la seguridad del aeropuerto —contestó el conductor— pero quizá pueda ayudarnos. ¿Ha visto esta noche a alguna de estas dos personas? —Le entregó al policía del aeropuerto una foto de Andy, y después otra más borrosa de Charlie. En aquella época llevaba el cabello más largo. En la instantánea, tenía trenzas. Su madre aún vivía—. Ahora la chiquilla es más o menos un año mayor —añadió el conductor—. Tiene el pelo un poco más corto. Hasta los hombros, aproximadamente.

El policía examinó las fotos con toda atención, pasando de una a otra.

—Sabe, me parece que he visto a la niña —comentó—. ¿Es rubia, verdad? La foto no es muy nítida.

—Si, rubia.

—¿El hombre es su padre?

—Si no me hace preguntas, no me obligará a mentirle.

El policía del aeropuerto experimentó un acceso de antipatía contra el joven de rostro inexpresivo que estaba sentado al volante del anónimo coche verde. Había tenido contactos esporádicos con el FBI, la CÍA y la organización que llamaban la Tienda, antes de entonces. Todos sus agentes eran iguales: impasiblemente arrogantes y condescendientes. Para ellos todo el que usaba un uniforme azul era un polizonte novato. Pero cuando habían secuestrado un avión, allí mismo, cinco años atrás, habían sido los polizontes novatos quienes habían sacado de la cabina al tipo, cargado de granadas, y se hallaba bajo la custodia de los «verdaderos» polizontes cuando se había suicidado, seccionándose la carótida con sus propias uñas. Buen trabajo, muchachos.

—Escuche… señor. Le he preguntado si el hombre es su padre para saber si tienen un aire de familia. No es fácil deducirlo de estas fotos.

—Se parecen un poco. Distinto color de pelo.

Eso ya lo veo, imbécil de mierda, pensó el policía.

—Los he visto a los dos —le informó el policía al conductor del coche verde—. Él es corpulento, más de lo que parece en la foto. Tenía el aspecto de estar indispuesto o algo así.

—¿De veras? —El conductor pareció satisfecho.

—Aquí hemos tenido una noche muy ajetreada, entre una cosa y otra. Un idiota consiguió incendiar sus propios zapatos.

El conductor se irguió bruscamente detrás del volante.

¿Qué ha dicho?

El policía hizo un ademán con la cabeza, satisfecho de haber podido traspasar la fachada de hastío del conductor. No se habría sentido tan satisfecho si el conductor le hubiera advertido que acababa de hacerse acreedor a un interrogatorio en las oficinas que la Tienda tenía en Manhattan. Y Eddie Delgardo probablemente lo habría molido a golpes, porque en lugar de recorrer los bares de solitarios (y los salones de masaje y los Porno-shops de Times Square) durante el tramo de su permiso que se proponía consagrar a la Gran Manzana, habría de pasar casi todo ese lapso en un estado de evocación total inducido mediante drogas, describiendo una y otra vez lo que había sucedido antes e inmediatamente después de que sus zapatos se recalentaran tanto.