7

Charlie había vuelto. Lloraba nuevamente.

—¿Qué pasó, pequeña?

—Conseguí el dinero pero… se me escapó otra vez, papá… había un hombre… un soldado… no pude evitarlo…

Andy sintió que lo invadía el miedo. Lo mitigaba el dolor de su cabeza y su cuello, pero estaba allí.

—¿Hubo… hubo un incendio, Charlie?

Ella no podía hablar, pero hizo un ademán afirmativo con la cabeza. Las lágrimas le corrían por las mejillas.

—Dios mío —murmuró Andy, y se levantó con un esfuerzo. Esto terminó de desquiciar a Charlie. Se cubrió el rostro con las manos y lloró desesperadamente, meciéndose sobre sus pies.

Alrededor de la puerta del lavabo de mujeres se había congregado un grupo de personas. Estaba atascada, para que no se cerrara, pero Andy no veía nada… hasta que sí vio. Los dos guardias que habían corrido hasta allí sacaban del lavabo a un joven de fuerte complexión, vestido con un uniforme militar, y lo conducían hacia la oficina del Departamento de Seguridad. El soldado les hablaba a gritos, y casi todo lo que decía era ingeniosamente grosero. Casi no le quedaba uniforme por debajo de las rodillas, y llevaba en las manos dos objetos chorreantes, ennegrecidos, que quizás alguna vez habían sido zapatos. Después, entraron en la oficina y la puerta se cerró violentamente a sus espaldas. Un rumor de conversaciones excitadas recorrió la terminal.

Andy se sentó de nuevo y rodeó a Charlie con el brazo. Ahora le resultaba muy difícil reflexionar. Sus pensamientos eran pececillos de plata que nadaban dentro de un inmenso mar tenebroso de dolor palpitante. Pero debía apañarse de la mejor manera posible. Necesitaba a Charlie, porque sólo con su ayuda podrían salir con bien de ese aprieto.

—No le ha pasado nada, Charlie. Está sano y salvo. Sólo lo han llevado al Departamento de Seguridad. ¿Qué sucedió?

Charlie se lo explicó, mientras menguaba su llanto. Había oído la conversación telefónica del soldado. Había concebido algunas ideas dispersas respecto de él, una sensación de que pretendía embaucar a la chica con la que hablaba.

—Y entonces, cuando venía a reunirme contigo, lo vi… y antes de que pudiera evitarlo… ocurrió. Se me escapó. Podría haberle hecho daño, papá. Podría haberle hecho mucho daño ¡Lo incendié!

—No levantes la voz. Quiero que me escuches, Charlie. Creo que esto es lo más alentador que ha sucedido en mucho tiempo.

—¿D-de veras? —Lo miró sin disimular su sorpresa.

—Dices que se te escapó —prosiguió Andy, forzando las palabras—. Y así fue. Pero no como antes. Sólo pudo escaparse un poco. Lo que sucedió fue peligroso, cariño, pero… podrías haberle incendiado el pelo. O la cara.

Charlie desvió la vista, horrorizada. Andy hizo que volviera a mirarlo, con una maniobra delicada.

—Es un fenómeno inconsciente, y siempre se dirige contra alguien que no te gusta —continuó Andy—. Pero… no le hiciste realmente daño a ese hombre, Charlie. Tú… —El resto se extinguió y sólo perduró el dolor. ¿Acaso seguía hablando? Por un momento ni siquiera lo supo.

Charlie aún sentía que eso, lo Malo, le daba vueltas por la cabeza, empecinado en volver a escapar, en hacer algo más. Parecía un animalito perverso y un poco tonto. Tenías que dejarlo salir de la jaula para que hiciese algo como robar monedas de los teléfonos… pero podía hacer algo más, algo realmente malo

(como a mamá en la cocina oh mamaíta lo siento)

antes de que pudieras encerrarlo nuevamente. Pero ahora no importaba. No pensaría en eso ahora, no pensaría en

(las vendas mi mamá tiene que usar vendas porque le hice daño)

nada de eso. Lo que importaba ahora era su padre. Estaba derrumbado en su silla frente al televisor, con el dolor retratado en el rostro. Estaba blanco como el papel. Con los ojos inyectados en sangre.

Oh, papito —pensó—. Si pudiera cambiaría de lugar contigo. Tienes algo que te hace daño pero nunca sale de su jaula. Yo tengo algo grande que no me hace absolutamente ningún daño pero oh a veces me asusto tanto…

—Tengo el dinero —anunció—. No visité todos los teléfonos porque la bolsa pesaba cada vez más y temí que se rompiera. —Lo miró ansiosamente—. ¿A dónde podemos ir, papá? Tienes que acostarte.

Andy metió la mano en la bolsa y empezó a trasladar lentamente las monedas a los bolsillos de su chaqueta de pana. Se preguntó si esa noche no terminaría nunca. Lo único que deseaba hacer era coger otro taxi e ir a la ciudad y pedir una habitación en el primer hotel o motel que encontraran… pero tenía miedo. Era posible rastrear un taxi. Y tenía la fuerte sensación de que los hombres del coche verde aún los seguían de cerca.

Intentó coordinar todo lo que sabía acerca del aeropuerto de Albany. Para empezar, se trataba del aeropuerto del condado de Albany y no estaba realmente en Albany sino en la ciudad de Colonie. La región de los cuáqueros… ¿no le había dicho su abuelo una vez que ésa era la región de los cuáqueros? ¿O acaso ya habían muerto todos? ¿Y las carreteras? ¿Las autopistas? La respuesta afloró lentamente. Había una carretera… cuyo nombre terminaba con la palabra «Way». Northway o Southway, pensó. La carretera del Norte o del Sur.

Abrió los ojos y miró a Charlie.

—¿Puedes seguir caminando, nena? ¿Dos o tres kilómetros, quizá?

—Claro que sí. —Había dormido y se sentía relativamente descansada—. ¿Y tú?

Esta sí que era una pregunta difícil de contestar. No lo sabía.

—Lo intentaré —manifestó—. Creo que deberemos caminar hasta la carretera principal, y allí trataremos de que nos lleven, cariño.

—¿Autostop? —inquirió ella.

Andy hizo un ademán de asentimiento.

—Es difícil seguirle el rastro a un autostopista, Charlie. Si tenemos suerte, viajaremos con alguien que estará en Buffalo por la mañana. —Y si no la tenemos, estaremos en el arcén haciendo señas con el pulgar cuando pase el coche verde.

—Si te parece una buena idea —comentó Charlie, con tono dubitativo.

—Ven, ayúdame.

Un gigantesco ramalazo de dolor cuando se levantó. Se balanceó un poco, cerró los ojos y luego volvió a abrirlos. La gente tenía un aspecto surrealista. Las luces parecían demasiado brillantes. Pasó una mujer montada sobre unos altos tacones, y cada vez que éstos repicaban sobre las baldosas del aeropuerto le parecía oír el ruido que hacía la puerta de un sepulcro al cerrarse.

—¿Estás seguro de que puedes, papá? —Su vocecilla sonaba débil y muy asustada.

Charlie. Sólo Charlie tenía buen aspecto.

—Creo que puedo —respondió él—. Vamos.

Salieron por otra puerta, distinta de aquella por la que habían entrado, y el mozo que los había visto bajar del taxi estaba atareado descargando maletas de un coche. No los vio salir.

—¿En qué dirección, papá? —preguntó Charlie.

Él miró en ambos sentidos y vio la carretera del Norte, que se alejaba por debajo y hacia la derecha del edificio de la terminal. El problema consistía en encontrar la forma de llegar allí. Había carreteras por todas partes: por arriba, por abajo, PROHIBIDO GIRAR A LA DERECHA, DETÉNGASE EN LA SEÑAL, SIGA A LA IZQUIERDA, PROHIBIDO ESTACIONAR LAS 24 HORAS.

—Creo que por aquí —murmuró él, y caminaron paralelamente a la terminal siguiendo el empalme bordeado por carteles con la leyenda SOLO PARA CARGA Y DESCARGA. La acera llegaba hasta el fin de la terminal y allí se interrumpía. Un enorme Mercedes plateado pasó junto a ellos, indiferentemente, y el reflejo de las lámparas de sodio sobre la carrocería le produjo una crispación espasmódica.

Charlie le dirigió una mirada inquisitiva. Andy hizo un ademán con la cabeza.

—Limítate a mantenerte lo más alejada que puedas de la calzada. ¿Tienes frío?

—No, papá.

—Por fortuna, es una noche calurosa. Tu madre habría… —cerró bruscamente la boca, interrumpiendo la frase.

Los dos se internaron en la oscuridad, el hombre corpulento de anchas espaldas y la chiquilla de los pantalones rojos y el vestido verde, cogidos de la mano, de manera que ella casi parecía guiarlo.