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Eddie Delgardo estaba sentado en una dura silla de plástico mirando el techo y fumando. La muy zorra, pensaba. La próxima vez se lo pensará dos veces antes de negarse a abrir las malditas piernas. Eddie esto y Eddie aquello y Eddie nunca quiero volver a verte y Eddie cómo has podido ser tan cruuuel. Pero él la había hecho cambiar de idea respecto del nunca-quiero-volver-a-verte. Tenía un permiso de treinta días y ahora se iría a Nueva York, la Gran Manzana, a hacer turismo y recorrer los bares para solitarios. Y cuando volviera, Sally también parecería una gran manzana madura, madura y a punto de caer. A Eddie Delgardo de Marathón, Florida no le impresionaba la monserga del es-que-no-te-inspiro-ningún-respeto. Sally Bradford se daría por vencida, y si creía realmente la patraña de que él se había hecho practicar una vasectomía, bien merecido lo tenía. Y que después fuera a llorarle a su hermano, ese maestro palurdo, si quería. Eddie Delgardo estaría al volante de un camión de abastecimientos militares en Berlín occidental. Estaría…

Un extraño calor que le subía de los pies interrumpió su secuencia de fantasías, en parte resentidas, en parte placenteras. Era como si la temperatura del suelo hubiera aumentado repentinamente diez grados. Y a esto lo acompañó un olor raro pero no totalmente desconocido… no de algo que se quemaba sino… ¿de algo que se chamuscaba, quizá?

Bajó los ojos y lo primero que vio fue a la chiquilla que había estado deambulando en torno de las cabinas telefónicas, una niña de siete u ocho años, que parecía verdaderamente consumida. Ahora llevaba consigo una gran bolsa de papel, que sostenía por abajo como si estuviera llena de provisiones o algo semejante.

Pero el problema residía en sus pies.

Ya no estaban tibios. Estaban calientes.

Eddie Delgardo miró hacia abajo y aulló:

¡Dios bendito!

Sus zapatos estaban ardiendo.

Eddie se levantó de un salto. Las cabezas se volvieron. Una mujer vio lo que sucedía y lanzó un grito de alarma. Dos guardias del servicio de seguridad que estaban bromeando con la taquillera de Allegheny Airlines miraron qué pasaba.

Nada de todo ello conmovió a Eddie Delgardo. El recuerdo de Sally Bradford y de la venganza de amor que había tramado contra ella no podía estar más ausente de su cabeza. Los zapatos que le había asignado el ejército ardían alegremente. El fuego se estaba propagando a los bajos de su uniforme de paseo. Echó a correr por el pasillo, dejando atrás una estela de humo, como si lo hubiera disparado una catapulta. El lavabo de mujeres estaba más próximo, y Eddie, cuyo instinto de conservación estaba muy desarrollado, empujó la puerta con el brazo estirado y entró corriendo sin vacilar un momento.

Una joven salía de uno de los compartimientos, con la falda recogida hasta la cintura, ajustándose las bragas. Vio a Eddie, la tea humana, y profirió un alarido que las paredes de azulejos magnificaron desmesuradamente. Desde los otros compartimientos ocupados brotó un rumor confuso de preguntas: «¿Qué ha sido eso?» «¿Qué sucede?» Eddie sujetó la puerta del compartimiento, que funcionaba accionada por una moneda, antes de que tuviera tiempo a cerrarse herméticamente. Se izó, asiéndose del borde superior de las paredes laterales, y metió los pies en la taza del inodoro. Se oyó un siseo y se desprendió una espesa nube de vapor. Los dos guardias irrumpieron atropelladamente.

—¡No se mueva, usted! —gritó uno de ellos. Había desenfundado la pistola—. ¡Salga con las manos entrelazadas sobre la cabeza!

—¿Pueden esperar hasta que saque los pies? —bramó Eddie Delgardo.