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Eran las doce y diez de la noche. El vestíbulo había sido invadido por los viajeros de la madrugada: soldados cuyos permisos iban a caducar; mujeres de aspecto ajetreado que llevaban consigo a un atajo de críos nerviosos y fastidiados por el sueño; hombres de negocios ojerosos; chicos trashumantes y melenudos, equipados con zapatones, algunos de los cuales cargaban mochilas, en tanto que dos llevaban raquetas de tenis enfundadas.

Andy y Charlie se sentaron juntos, frente a dos mesas a las que estaban remachados sendos televisores. Los televisores estaban rayados y abollados y pintados de negro. A Andy le parecieron siniestras cobras futuristas. Echó en las ranuras sus últimas monedas de veinticinco centavos para que no les pidieran que desocupasen los asientos. El de Charlie proyectaba una reposición de The Rookies, y en el de Andy, Johnny Carson charlaba con Sonny Bono y Buddy Hackett.

—¿Es necesario que vaya, papá? —preguntó Charlie por segunda vez. Estaba al borde de las lágrimas.

—Estoy extenuado, cariño —respondió él—. No tenemos dinero. No podemos quedarnos aquí.

—¿Van a venir esos hombres malos? —inquirió ella, y bajó la voz hasta reducirla a un susurro.

—No lo sé. —Ploc, ploc, ploc en su cerebro. Ya no era un caballo negro sin jinete. Ahora eran sacos de correos llenos de chatarra filosa que alguien dejaba caer desde la ventana de un quinto piso—. Tenemos que suponer que sí.

—¿Cómo podría conseguir dinero?

Andy vaciló y por fin dijo:

—Ya lo sabes.

Las lágrimas afloraron, y rodaron por las mejillas de Charlie.

—No está bien. No está bien robar,

—Lo sé. Pero tampoco está bien que ellos nos persigan sin cesar. Ya te lo expliqué, Charlie. O por lo menos intenté hacerlo.

—¿Que algunas cosas son un poca malas y otras son muy malas?

—Sí. El mal menor y el mal mayor.

—¿Te duele realmente la cabeza?

—Mucho —asintió Andy. De nada serviría advertirle que dentro de una hora, o posiblemente dentro de dos, le dolería tanto que ya no podría pensar coherentemente. ¿Para qué asustaría más de lo que estaba? Sería inútil informarle que no creía que esta vez pudieran zafarse.

—Lo intentaré —manifestó, y se levantó de la silla—. Pobre papá —añadió, y lo besó.

Andy cerró los ojos. El televisor funcionaba delante de él, con una cháchara remota en medio del dolor que se intensificaba sistemáticamente en su cabeza. Cuando volvió a abrir los ojos Charlie no era más que una imagen lejana, vestida de rojo y verde, como un adorno de Navidad, que se alejaba bamboleándose entre la concurrencia dispersa.

Por favor, Dios mío, que no le pase nada —pensó—. No permitas que nadie la moleste, ni que la asusten más de lo que esté. Te lo pido por favor, Dios mío, y te lo agradezco. ¿De acuerdo?