Albany.
aeropuerto de albany señor
eh señor ya estamos aquí
Una mano que lo sacudía. Que le zarandeaba la cabeza sobre el cuello. Una jaqueca espantosa… ¡Jesús! Un dolor sordo, centelleante.
—Eh, señor. Estamos en el aeropuerto.
Andy abrió los ojos y después volvió a cerrarlos para protegerse de la luz blanca de una lámpara de sodio. Oyó un aullido tremendo, ululante, que se intensificaba progresivamente, y se crispó, a la defensiva. Era como si le estuvieran perforando los oídos con agujas de acero, agujas de zurcir. Un avión. Despegaba. Empezó a recordar a través de la bruma roja del dolor. Ah, sí, doctor, ahora lo recuerdo todo.
—¿Señor? —El taxista parecía alarmado—. ¿Se siente bien, señor?
—Me duele la cabeza. —Su voz parecía provenir de muy lejos, sepultada en el ruido del reactor que, gracias a Dios, empezaba a menguar—. ¿Qué hora es?
—Casi medianoche. Tardamos mucho en llegar. No me lo diga, se lo diré yo. Los autobuses ya no circulan, si ése era su plan. ¿Está seguro de que no quiere que lo lleve a casa?
Andy exploró su mente buscando el pretexto que le había dado al taxista. Era importante que recordara, a pesar de su jaqueca monstruosa. En razón del eco. Si contradecía de alguna manera su versión anterior, esto produciría un efecto de rebote en la mente del taxista. El efecto podría extinguirse —era lo más probable— pero también podría no extinguirse. El taxista podría aferrarse a un elemento del eco, y forjarse una fijación; al cabo de poco tiempo escaparía a su control y no podría pensar en otra cosa; y poco después, le destrozaría sencillamente la psiquis. Había ocurrido antes.
—Mi coche está en el aparcamiento —explicó—. Todo está en orden.
—Oh. —El taxista sonrió, aliviado—. Glyn no podrá creerlo, ¿sabe? ¡Eh! No me lo diga usted, se lo diré…
—Claro que lo creerá. Usted lo cree, ¿no es cierto?
La sonrisa del taxista se ensanchó.
—Tengo el billete para probarlo, señor. Uno de los grandes. Gracias.
—Gracias a usted —respondió Andy. Esfuérzate por ser amable. Esfuérzate por seguir adelante. Por el bien de Charlie. Si hubiera estado solo, se habría matado hacía mucho tiempo. Un ser humano no tenía por qué soportar semejante dolor.
—¿Está seguro de que se siente bien, señor? Está usted terriblemente pálido.
—Sí, estoy bien, gracias. —Empezó a sacudir a Charlie—. Eh, pequeña. —Tuvo la precaución de no llamarla por su nombre. Probablemente no importaba, pero la prudencia surgía en él con tanta naturalidad como la respiración—. Despierta. Hemos llegado.
Charlie murmuró e intentó apartarse de él.
—Vamos, muñeca. Despierta, cariño.
Charlie abrió los ojos, parpadeando —esos francos ojos azules que había heredado de su madre— y se sentó, frotándose la cara.
—¿Papá? ¿Dónde estamos?
—En Albany, cariño. En el aeropuerto. —E inclinándose hacia ella, susurró—: No digas nada, todavía.
—Está bien. —Charlie le sonrió al taxista, y éste le devolvió la sonrisa. Se deslizó fuera del coche y Andy la siguió, procurando no trastabillar.
—Gracias de nuevo, amigo —exclamó el taxista—. Eh, escuche. Fue un viaje estupendo. No me lo diga usted, se lo diré yo.
Andy estrechó la mano tendida.
—Cuídese.
—Me cuidaré. Glyn sencillamente no va a creer lo que pasó.
El taxista se puso de nuevo al volante y se alejó del bordillo pintado de amarillo. Despegaba otro jet, cuyo motor rugía sin parar, hasta que a Andy le pareció que la cabeza se le partiría en dos y caería en la acera como una calabaza hueca. Se tambaleó un poco, y Charlie le sujetó el brazo con las dos manos.
—Oh, papá —dijo, y su voz sonó como si estuviera muy lejos.
—Adentro. Tengo que sentarme.
Entraron. La chiquilla de los pantalones rojos y la blusa verde, y el hombre corpulento de la cabellera hirsuta y los hombros encorvados. Un maletero los vio pasar y pensó que era un tremendo pecado que un hombre adulto como ése estuviera fuera de casa después de medianoche, borracho como una cuba a juzgar por su aspecto, y que una criatura que debería haber estado en cama desde hacía muchas horas tuviese que guiarlo como un perro lazarillo. A los padres de esa calaña habría que esterilizarlos, se dijo el maletero.
Después, franquearon las puertas controladas por una célula fotoeléctrica y el maletero los olvidó hasta aproximadamente cuarenta minutos más tarde, cuando el coche verde se detuvo junto al bordillo y dos hombres se apearon para hablar con él.